—Formáis un grupo notable —dijo Travec—. Es un privilegio integrarme en él. ¿Alguien conoce los detalles de nuestra misión?
—Puedo figurármelo —dijo Galgus—, pues Casmir es el inspirador. Pero basta de cháchara. Hagamos rodar los dados. Travec, ¿entiendes el juego?
—No muy bien, pero aprenderé deprisa.
—¿Y el dinero?
—¡No hay problema! Tengo diez piezas de oro que me pagó el rey Casmir.
—¡Eso bastará! Bien, arrojaré los dados. Todos debéis apostar, y luego anunciaré el número como «par» o «impar», y así sigue el juego.
Travec jugó un rato y ganó con moderación. Luego Galgus comenzó a usar dados falsos, que sustituyó con gran destreza cuando le tocó el turno, y Travec perdió las diez piezas de oro.
—No jugaré más —dijo Travec—. No quiero quedarme sin caballo.
El sol había caído tras las montañas. Cuando el cielo comenzó a oscurecerse, el posadero les sirvió una cena de pan con lentejas. Mientras los cinco hombres terminaban de comer, llegó otro individuo a la posada, montando un elegante caballo negro. Se apeó, sujetó el caballo al poste y entró en la posada; era un hombre de pelo oscuro y estatura media, con brazos y piernas largos y membrudos, y una cara dura y filosa.
—Cuídame el caballo y bríndame lo mejor de tengas, pues este día he cabalgado mucho —dijo al posadero. Se volvió hacia los cinco hombres y se acercó a la mesa—. Soy Cory de Falonges, estoy aquí siguiendo órdenes de una persona eminente a quien conocéis. Es mi tarea ser vuestro jefe en una misión. Esperaba a cuatro hombres, pero veo cinco.
—Yo soy Travec el Dacio. El rey Casmir me envió para unirme a tu gente, junto con un saco de diez piezas de oro que era la paga de los otros cuatro. Sin embargo, esta tarde jugué a los dados. Lamento decir que perdí las diez piezas, así que los hombres quedarán sin paga.
—¡Qué! —exclamó Izmael—. ¿Apostaste con mi dinero?
Cory de Falonges miró intrigado a Travec.
—¿Cómo explicas tu conducta?
Travec se encogió de hombros.
—Me invitaron a participar en el juego y el dinero de Casmir era lo que tenía a mano. A fin de cuentas, soy un dacio y acepto todos los retos.
Este miró a Galgus con aire acusador.
—¡El dinero que has ganado me pertenece!
—No necesariamente —replicó Galgus—. Tu declaración se basa en una hipótesis. Además, te hago esta pregunta: si Travec hubiera ganado, ¿me reembolsarías las pérdidas?
—En este caso la culpa no es de Galgus —terció Cory—, sino de Travec.
Travec, viendo cómo iban las cosas, declaró:
—Os preocupáis por nada. Tengo cinco piezas de oro que me pertenecen, y las apostaré.
—¿Deseas seguir jugando? —preguntó Galgus.
—¿Por qué no? Soy un dacio. ¡Pero propongo un nuevo juego! —Travec dejó la cazuela de arcilla en el suelo y señaló una fisura que había en el piso, a cinco metros de la cazuela—. Cada hombre se plantará detrás de la fisura y arrojará una pieza de oro a la cazuela. Aquel cuya moneda entre en la cazuela recogerá todas las monedas que han errado.
—¿Y si dos o más hombres aciertan? —preguntó Este.
—Se reparten el botín. ¿Queréis jugar o no? Galgus, tú eres diestro y buen juez de las distancias. Lanzarás el primero.
Galgus, con renuencia, apoyó el pie en el fisura y arrojó una moneda, que golpeó el costado de la cazuela y rodó tintineando.
—Qué lástima —dijo Travec—. No ganarás esta ronda. ¿Quién sigue? ¿Este?
Arrojaron Este, Izmael y Kegan; todas las monedas se alejaban del orificio, aunque parecían ir bien apuntadas y desviarse en el último momento. Travec arrojó el último, y su moneda entró tintineando en la cazuela.
—En esto soy afortunado —dijo, recogiendo sus ganancias—. Venga, ¿quién arrojará primero? ¿De nuevo Galgus?
Una vez más Galgus se plantó sobre la fisura y arrojó la moneda con gran cuidado, pero la moneda sobrevoló la cazuela como si tuviera alas. La moneda de Este pareció entrar un instante, y luego rodó al costado. Izmael y Kegan también fallaron en el intento, pero la moneda de Travec nuevamente entró en la cazuela como poseída por una voluntad propia.
Travec recogió sus ganancias. Contó diez piezas de oro y se las dio a Cory.
—¡Qué no haya más quejas! —Se volvió a sus compañeros—. ¿Probamos de nuevo?
—Yo no —dijo Este—. Me duele el brazo después de tanto ejercicio.
—Yo no —dijo Kegan—. Estoy confundido por el errático vuelo de mis monedas. Van de aquí para allá como golondrinas; se alejan de la cazuela como si fuera la puerta del infierno.
Kegan inspeccionó la cazuela. Un brazo negro salió del interior y le pellizcó la nariz. Kegan gritó sobresaltado y soltó la cazuela, que se hizo añicos. Nadie había visto el incidente y sus explicaciones se toparon con miradas escépticas.
—¡La cerveza del posadero es fuerte! —dijo Travec—. ¡Sin duda has sentido su influencia!
El posadero se les acercó.
—¿Por qué rompiste mi valiosa cazuela? ¡Exijo que la pagues!
—¡Tu cazuela me ha salido muy cara esta noche! —rugió Kegan—. No pagaré ni siquiera un florín falso, a menos que me recompenses por las pérdidas.
Cory intervino.
—¡Calma, posadero! Soy el jefe de este grupo y te pagaré la cazuela. Ten la bondad de servirnos más cerveza y déjanos en paz.
Con un gesto hosco, el posadero se retiró y regresó con picheles de cerveza. Entretanto, Cory se había vuelto hacia Travec.
—Eres diestro en arrojar monedas. ¿Qué otras habilidades puedes mostrarnos?
Travec sonrió arteramente.
—¿En quién?
—Yo permaneceré al margen, para juzgar —dijo Cory.
Travec miró en torno.
—Izmael, tú tienes nervios fuertes. De lo contrario los actos que has cometido te habrían enloquecido.
—Quizá tengas razón.
—Ponte aquí, pues, en este lugar.
—Primero dime qué tienes en mente. Si intentas cortarme la coleta, debo negarme respetuosamente.
—¡Calma! Con tanta amistad como es posible entre un dacio y un huno, mostraremos las sutilezas del combate tal como lo conocemos en las estepas.
—Como gustes —Izmael se plantó en el sitio indicado.
Cory se volvió hacia Travec.
—¿Qué tontería es ésta? —barbotó—. No llevas porra ni maza. No tienes cuchillo en el cinturón ni en la bota.
Travec, sin prestarle atención, le dijo a Izmael.
—Tú aguardas emboscado. Prepara el cuchillo, y ataca cuando yo pase.
—Como gustes.
Travec pasó junto a Izmael el Huno. Hubo un movimiento repentino. Travec estiró el brazo y un puñal le apareció en la mano como por milagro; Travec apoyó el pomo contra el nudoso cuello de Izmael, haciendo centellear la hoja a la luz de la lámpara, desvió el brazo del huno y le arrancó el cuchillo. Izmael alzó la pierna y una temible hoja de doble filo surgió de la punta del blando zapato de fieltro. El huno pateó la entrepierna de Travec, quien bajó la otra mano y cogió el tobillo de Izmael, arrojándolo hacia atrás; si Travec hubiera empujado, Izmael habría caído en el fuego del hogar.
Sin embargo, Travec soltó el tobillo de Izmael y volvió a sentarse. Izmael cogió impasible el cuchillo y ocupó su sitio.
—Así es la vida en la estepa —dijo sin resentimiento.
—Eso revela una gran destreza con el cuchillo —dijo Este el Dulce con voz sedosa—. Hasta Galgus, que se considera el maestro supremo, tendrá que reconocerlo. ¿Estoy en lo cierto, Galgus?
Todos se volvieron hacia Galgus, quien cavilaba con el rostro contraído en una máscara dispéptica.
—Es fácil ser diestro cuando se lleva un cuchillo en la manga —dijo Galgus—. En cuanto a arrojar el cuchillo, es un arte magnífico en el cual sobresalgo.
—¿Qué dices, Travec? —preguntó Este—. ¿Sabes arrojar el cuchillo?
—Entre los dacios se me considera moderadamente hábil. ¿Quién de nosotros es el mejor? No hay manera de probarlo sin que uno de nosotros reciba el cuchillo en la garganta, así que no forcemos la comparación.
—Pero hay un modo —dijo Galgus—. A menudo lo he visto en un juicio entre campeones. Posadero, tráenos un trozo de cordel delgado.
El posadero, a regañadientes, les entregó un pedazo de cordel.
—Ahora debéis pagarme una pieza de plata, la cual también me compensará por la cazuela.
Cory le arrojó una moneda con un ademán desdeñoso.
—¡Toma esto y deja de quejarte! La avaricia no sienta bien a un hombre de tu oficio; los posaderos deben ser generosos, decentes y bien dispuestos.
—No existen tales posaderos —gruñó el aludido—. Todos los que responden a esa descripción se han transformado en menesterosos.
Entretanto Galgus había atado el cordel a una viga horizontal a dos metros de altura en el otro extremo de la sala. En el centro colgó una taba de vaca que los perros habían estado royendo, y regresó con sus camaradas.
—Bien —dijo Galgus—. Nos plantamos en esta fisura, de espaldas al cordel. A una seña, giramos y arrojamos los cuchillos. Travec apunta al cordel medio metro a la derecha del hueso; yo apunto medio metro a la izquierda. Si ambos damos en el blanco, un cuchillo cortará un instante antes que el otro, y el hueso se desplazará de la vertical un segundo antes de caer, dando claro indicio de qué cuchillo acertó primero… siempre que alguno de nosotros tenga la destreza de dar en el blanco.
—He de intentarlo —dijo Travec—, pero antes debo hallar un cuchillo, pues no deseo usar el mío en una tarea tan tosca —miró en torno—. Probaré con este viejo cuchillo para quesos; servirá tan bien como cualquiera.
—¿Qué? —exclamó Galgus—. La hoja está hecha de metal inferior, plomo u otra materia vil. Apenas es capaz de atravesar un queso.
—Aun así deberé apañármelas, pues no tengo otro. Este, tú serás el arbitro. Encuentra la vertical exacta, para que podamos detectar con toda precisión quién es el mejor hombre.
—Muy bien —después de varias pruebas, Este hizo una marca en el suelo—. ¡Aquí está el punto determinante! Kegan, ven tú también; agachémonos ambos para observar este punto; si el hueso cae, el uno confirmará la decisión del otro.
Kegan y Este se arrodillaron bajo el hueso.
—Estamos preparados.
Galgus y Travec ocuparon sus sitios junto a la fisura, de espaldas a la viga de madera.
—Yo golpearé la mesa con los nudillos —dijo Cory—, siguiendo esta cadencia, uno… dos… tres… cuatro… cinco… Al quinto golpe, debéis girar y lanzar. ¿Preparados?
—¡Preparado! —dijo Galgus.
—¡Preparado! —dijo Travec.
—¡Atención, pues! ¡Empiezo la cuenta!
Cory golpeó la mesa con los nudillos. Toe. Toe. Toe. Toe. Toe. Galgus giró con la celeridad de una serpiente al ataque; el metal relampagueó en el aire, la hoja mordió la madera. Pero el hueso no se movió; el cuchillo había entrado en la viga en el punto indicado pero con la hoja chata y paralela al cordel. Travec, que se había vuelto con aire desmañado, dijo:
—No está mal. Veamos si yo tengo mayor suerte con este viejo cuchillo —alzó la empuñadura de madera, lo ladeó. El cuchillo hendió el aire, cortó el cordel. El hueso se ladeó. Este y Kegan se pusieron de pie.
—Parece que Travec ha sido el ganador de este juicio.
Galgus fue a buscar su cuchillo mascullando entre dientes.
—Basta de juicios y pruebas —dijo abruptamente Cory—. Obviamente todos sois competentes para cortar gargantas y ahogar a viejas mujeres. Veremos si podéis realizar acciones más arduas. Sentaos entonces, prestadme atención, y os diré qué espero de vosotros. Posadero, tráenos cerveza y luego márchate, pues deseamos conversar en privado.
Cory esperó a que el posadero obedeciera sus instrucciones y luego, apoyando un pie en un banco, habló con voz autoritaria.
—En este momento somos un grupo dispar, sin nada en común salvo nuestra ruindad y nuestra codicia. Estos vínculos dejan que desear, pero deberán servir porque no existen otros. Es importante que trabajemos al unísono. Nuestra misión culminará en un desastre para todos a menos que actuemos con disciplina.
—¿Cuál es la misión? —preguntó Kegan—. Eso es lo que necesitamos saber.
—Ahora no puedo brindar detalles. Puedo describirla como peligrosa, cobarde y favorable al rey Casmir, pero eso ya lo sabéis, y quizá podáis adivinar qué se nos pide. Aun así, prefiero evitar una definición exacta de nuestro propósito hasta que hayamos avanzado un poco más. Sin embargo, os diré esto: si triunfamos, obtendremos grandes recompensas, y ya no necesitaremos asaltar ni saquear, salvo por diversión.
—Muy bien —dijo Este—, ¿pero cuáles son esas recompensas? ¿Más piezas de oro?
—Claro que no. En cuanto a mí, se me devolverá la baronía de Falonges. Cada uno de vosotros recibirá rango y propiedades de caballero, en un distrito de vuestra elección. Al menos eso he entendido yo.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Este.
—El asunto es sencillo: sólo debéis obedecer mis órdenes.
—Eso es demasiado sencillo, ¿no te parece? A fin de cuentas, no somos novatos.
—He aquí los detalles: mañana cruzaremos las montañas para encontrarnos con otros de nuestra ralea. Allí haremos consultas y perfeccionaremos nuestros planes. Por último actuaremos, y si realizamos nuestra tarea con decisión, habremos terminado.
—Según tu explicación, nada podría ser más expeditivo —dijo socarronamente Galgus.
Cory no le prestó atención.
—Ahora escuchadme. Tengo pocas exigencias. No pido amor, adulación ni favores especiales. Exijo disciplina y cumplimiento preciso de mis órdenes. No puede haber titubeos, objeciones ni dudas. Sois un grupo de bestias de pesadilla… pero yo soy más cruel que vosotros cinco juntos cuando se me desobedece. Pues bien, aquí y ahora: quien considere que el plan no le interesa puede marcharse. ¡Es ahora o nunca! Travec, ¿aceptas mis normas?
—Soy un águila negra de los Cárpatos. Ningún hombre es mi amo.
—Durante esta empresa seré tu amo. Acéptalo o sigue tu camino.
—Si todos los demás aceptan, me atendré a tus normas.
—¿Este?
—Acepto las condiciones. A fin de cuentas, alguien tiene que mandar.
—Exacto. ¿Izmael?
—Me atendré a tus normas.
—¿Kegan?
—¡Ja! Haré lo que hay que hacer, aunque los fantasmas de mis ancestros clamen ante la indignidad.
—¿Galgus?
—Me someto a tu liderazgo.
—Travec el Dacio, te pregunto una vez más.