Entretanto Spargoy presentaba al rey Milo y la reina Caudabil, a los que describió como patronos del festival, jueces de todas las competiciones y dadores de todos los premios. Ante esta información, el rey Milo y la reina Caudabil se revolvieron inquietos en sus asientos.
Comenzaron las justas. El rey Casmir observó unos instantes, luego partió silenciosamente por la escalera que conducía a la terraza. El príncipe Brezante lo siguió poco después. Madouc, notando que nadie le prestaba atención, también se marchó. Al llegar a la terraza, encontró a Brezante, que apoyado en la balaustrada presenciaba los juegos.
Brezante ya se había enterado de que Madouc rehusaba aceptar su cortejo. Le habló con voz socarrona.
—¡Pues bien, princesa! ¡Parece que te casarás a pesar de todo! Felicito desde ahora a ese desconocido paladín, quienquiera sea. A partir de hoy vivirás en una deliciosa expectativa. ¿Estoy en lo cierto?
—Señor, te equivocas en todo sentido —replicó Madouc con voz suave.
Brezante enarcó las cejas.
—Aun así, ¿no te entusiasma que tantas personas, desde nobles caballeros hasta inmaduros escuderos, inicien una búsqueda que les permita reclamarte en matrimonio?
—En todo caso, me apena que tantas gentes se esfuercen en vano.
—¿Qué significa ese comentario? —preguntó el perplejo príncipe Brezante.
—Significa lo que yo digo que significa.
—Vaya —murmuró Brezante—. Creo detectar cierta ambigüedad.
Madouc se encogió de hombros y se alejó. Cerciorándose de que Brezante no la seguía, rodeó el castillo para enfilar hacia el pasaje cubierto y entró en el naranjal. Buscó un rincón apartado y se tendió al sol, mascando hierba.
Al rato se incorporó. Era difícil pensar en tantas cosas y tomar tantas decisiones al mismo tiempo.
Primero lo primero. Se puso de pie y se sacudió la hierba del vestido. Regresó al castillo y se dirigió a los aposentos de la reina.
Sollace también se había marchado de la plataforma, pretextando consultas urgentes. Había ido a sus aposentos, donde se había quedado adormilada. Cuando entró Madouc, Sollace abrió los ojos y parpadeó.
—¿Qué ocurre ahora?
—Majestad, estoy turbada por la proclama del rey.
La reina Sollace estaba aturdida y no podía pensar con claridad.
—No entiendo tu preocupación. Toda catedral célebre es famosa por la excelencia de sus reliquias.
—Es posible. Con todo, espero que intercedas ante el rey, para que no ofrezca mi mano como premio. No me gustaría que me cambiaran por un zapato viejo, un diente o una rareza similar.
—Yo no puedo alterar las cosas —dijo rígidamente Sollace—. El rey ha meditado mucho esta decisión.
Madouc frunció el ceño.
—Al menos debí haber sido consultada. No me interesa el matrimonio. En muchos sentidos me parece sucio y vulgar.
La reina Sollace se irguió sobre los cojines.
—Como bien sabes, estoy casada con el rey. ¿Me consideras sucia y vulgar?
Madouc apretó los labios.
—Sólo puedo conjeturar que, como reina, quedas exenta de tales juicios. No se me ocurre otra cosa.
La reina Sollace, divertida, se arrellanó en los cojines.
—Con el tiempo entenderás estos asuntos con mayor claridad.
—Aparte de ello —exclamó Madouc—, es impensable que yo me case con cualquier patán que te traiga un clavo. Bien pudo encontrarlo detrás del establo.
—¡Improbable! Ningún embaucador se expondría al rayo divino. El padre Umphred me ha contado que hay un nivel especial del Infierno para quienes falsifican reliquias. En todo caso, es un riesgo que debemos correr.
—¡El plan es absurdo! —rezongó Madouc.
La reina se incorporó de nuevo.
—No oí lo que dijiste.
—No tenía importancia.
La reina cabeceó pomposamente.
—En todo caso, debes obedecer la ordenanza del rey, y con exactitud.
—Sí, majestad —dijo Madouc con repentina energía—. ¡Eso haré! Excúsame. Debo hacer mis preparativos al instante.
Madouc hizo una reverencia, dio media vuelta y se marchó. Sollace la miró asombrada.
—¿De qué preparativos habla? El matrimonio no es tan inminente. Y en todo caso, ¿cómo piensa prepararse?
Madouc trotó vivazmente por la galería principal, entre estatuas de antiguos héroes, altas urnas, cuartos provistos de mesas ornamentadas y sillas de alto respaldo, y hombres armados con alabardas y vestidos con la librea escarlata y oro de Haidion, que solamente movieron los ojos para seguir a Madouc cuando ella pasó por su lado.
Madouc se detuvo ante un par de puertas altas y angostas. Titubeó, abrió una de las puertas, y entrevio una cámara larga y penumbrosa iluminada por una sola y angosta ventana. Era la biblioteca del castillo. Una franja de luz alumbraba una mesa; allí estaba Kerce, el bibliotecario, un hombre de edad avanzada pero todavía alto y erguido, con boca gentil y una frente de soñador en un rostro severo. Madouc sabía poco de Kerce, excepto que decían que era hijo de un druida irlandés, y poeta.
Tras echar una mirada a la puerta, Kerce continuó con su labor. Madouc entró despacio en la habitación. El aire olía a madera vieja, cera, aceite de lavanda, el aroma dulzón del cuero bien curtido. Las mesas sostenían enormes volúmenes encuadernados en piel o en fieltro negro. Los estantes estaban llenos de rollos, pergaminos en cajas de cedro, legajos de papeles y libros sujetos entre tablas de madera de haya labradas con destreza.
Madouc se acercó a Kerce con paso tímido. Finalmente él se enderezó en su silla y se volvió hacia la princesa con cierto recelo, pues la reputación de Madouc había llegado hasta los lejanos recovecos de la biblioteca.
Madouc se detuvo junto a la mesa y miró el manuscrito en el que trabajaba Kerce.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Kerce miró con aire crítico el pergamino.
—Hace doscientos años un tipo anónimo cubrió esta página con una pasta de tiza en polvo mezclada con leche agria y goma de algas. Luego intentó redactar la Oda matinal de Meróstenes, quien la dedicó a la ninfa Laloe tras descubrirla un alba de estío cuando cogía granadas en el huerto. El patán copió sin cuidado y sus caracteres, como verás, parecen excrementos de ave. Eliminaré sus garabatos y disolveré este vil compuesto, pero con delicadeza, pues debajo puede haber hasta cinco capas de misterios más antiguos y aún más cautivadores. O, para mi pesar, puedo hallar más ineptitudes. Aun así, debo examinarlas una por una. Quién sabe, tal vez descubra uno de los cantares perdidos de Jirolamo. Conque aquí me tienes: soy un explorador de antiguos misterios; tal es mi profesión y mi gran aventura.
Madouc examinó el manuscrito con renovado interés.
—¡Ignoraba que tu vida era tan apasionante!
—Soy intrépido y afronto todos los retos —dijo gravemente Kerce—. Raspo esta superficie con la delicadeza de un cirujano que opera el forúnculo de un rey furioso. Pero mi mano es diestra y mis herramientas precisas. Observa mis leales camaradas: mi recio pincel de cola de tejón, mi fiel aceite de lapa, mi cuchillo de obsidiana y mis peligrosas agujas de hueso, mis confiables varillas de madera. ¡Son paladines que me han servido bien! Juntos emprendimos viajes remotos y visitamos tierras desconocidas.
—¡Y siempre regresas sano y salvo!
Kerce la miró enarcando una ceja y torciendo la otra.
—¿Qué quieres decir con eso?
Madouc rió.
—Hoy eres el segundo que me hace esa pregunta.
—¿Y cuál fue tu respuesta?
—Dije que mis palabras significaban lo que yo decía que significaban.
—Tienes extrañas ocurrencias para ser tan joven —Kerce giró en el asiento y le brindó toda su atención—. ¿Y qué te trae por aquí? ¿Es capricho u obra del destino?
—Tengo una pregunta y espero que tú puedas responderla —dijo Madouc con seriedad.
—Pregunta. Pondré todos mis conocimientos a tu servicio.
—En Haidion se habla mucho de reliquias. He sentido curiosidad por la que denominan el Santo Grial. ¿Existe semejante cosa? En tal caso, ¿cómo luce, y dónde puede encontrarse?
—Sólo puedo ofrecerte algunos datos sobre el Santo Grial —dijo Kerce—. Aunque conozco cien religiones, no creo en ninguna. El Grial es presuntamente el cáliz utilizado por Cristo Jesús cuando cenó por última vez con sus discípulos. El cáliz cayó en manos de José de Arimatea, quien supuestamente recibió allí la sangre de las heridas del Cristo crucificado. Luego José vagó por el mundo y finalmente visitó Irlanda, donde dejó el Grial en la Isla Inchagoill de Lough Corrib, al norte de Galway. Una banda de celtas paganos amenazaba la capilla de la isla, y un monje llamado Sisembert trajo el cáliz a las Islas Elder, y a partir de allí las versiones difieren. Según una historia, el cáliz está enterrado en una cripta de la isla Weamish. Otra narración dice que el padre Sisembert, al atravesar el Bosque de Tantrevalles, se topó con un ogro espantoso que lo sometió a grandes suplicios alegando que el monje había descuidado la cortesía. Una de las tres cabezas del ogro bebió la sangre de Sisembert, otra le comió el hígado. La tercera cabeza sufría de dolor de muelas y carecía de apetito, así que hizo dados con los nudillos de Sisembert. Pero tal vez ésta sólo sea una historia para narrar alrededor del fuego en noches de tormenta.
—¿Y quién puede saber la verdad?
Kerce reflexionó.
—Quién sabe. Tal vez todo sea una leyenda. Muchos caballeros han buscado el Grial a lo largo y lo ancho de la Cristiandad, y muchos han recorrido las Islas Elder en su búsqueda. Algunos se marcharon abatidos; otros murieron en combate o sufrieron sortilegios; otros desaparecieron y nunca más se supo de ellos. En verdad, la búsqueda del Grial parece acarrear mortales peligros.
—¿Por qué será? A menos que en alguna parte esté custodiado con gran celo.
—Lo ignoro. Pero nunca olvides que esa búsqueda quizá no sea más que la persecución de una quimera.
—¿Eso crees?
—No tengo ninguna creencia en este sentido, ni en ningún otro. ¿Por qué tanto interés?
—La reina Sollace desea agraciar su nueva catedral con el Santo Grial. Ha llegado al extremo de ofrecerme en matrimonio a quien le traiga ese objeto. Huelga decir que nadie preguntó cuáles eran mis deseos.
Kerce rió secamente.
—Comienzo a comprender tu interés.
—Si yo encontrara el Grial, quedaría a salvo de semejante fastidio.
—Así parece… pero es probable que el Grial ya no exista.
—En tal caso, ofrecerían a la reina un falso Grial. Ella no notaría la diferencia.
—Pero yo sí —dijo Kerce—. La treta no daría resultado, te lo aseguro.
Madouc lo miró de soslayo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Kerce apretó los labios, como si hubiera hablado más de la cuenta.
—Es un secreto. Pero lo compartiré contigo, si prometes guardarlo.
—Lo prometo.
Kerce se puso de pie y fue hasta un armario. Tomó una carpeta, extrajo un dibujo y lo apoyó en la mesa. Madouc vio un cáliz azul claro de ocho pulgadas de altura, con asas en ambos lados, ligeramente irregular. Una banda azul oscuro rodeaba el borde superior; la base mostraba un anillo del mismo color.
—He aquí un dibujo del Grial. Fue enviado desde Irlanda al monasterio de la isla Weamish hace mucho tiempo, y uno de los monjes lo rescató de los godos. Es un retrato genuino, exacto hasta en esta muesca en la base, y en la diversa longitud de las asas —Kerce volvió a guardar el dibujo y la carpeta en el armario—. Ahora sabes lo que hay que saber sobre el Grial. Prefiero mantener el dibujo en secreto, por varias razones.
—Guardaré silencio —prometió Madouc—. A menos que la reina trate de desposarme con alguien que traiga un falso Grial. En tal caso, si falla todo lo demás…
Kerce agitó la mano.
—No digas más. Haré una copia precisa del dibujo para que pueda ser usado como testimonio en caso necesario.
Madouc se marchó de la biblioteca; procurando que nadie la viera, se dirigió a los establos. El caballero Pom-Pom no estaba a la vista. Madouc visitó a Tyfer y le acarició la nariz, luego regresó al castillo.
Al mediodía Madouc cenó en el pequeño refectorio con sus seis doncellas. Aquel día estaban inusitadamente locuaces, pues había mucho de que hablar. La proclama del rey Casmir, sin embargo, dominaba la conversación. Elissia señaló, tal vez con sinceridad, que Madouc era ahora una persona famosa cuyo nombre resonaría durante siglos.
—¡Pensadlo! —suspiró—. ¡Eres carne de leyenda! Las historias narrarán que apuestos caballeros de todas partes afrontaron el fuego y el hielo, dragones y duendes, y que pelearon contra desaforados celtas y contra fieros godos, todo por el amor de la bella princesa pelirroja.
Madouc intercaló una pequeña corrección.
—Mi cabello no es exactamente rojo. Es un color muy inusitado, como cobre mezclado con oro.
—No obstante —dijo Chlodys—, para la leyenda, se te considerará pelirroja y bella, sin ninguna consideración por la verdad.
Devonet hizo un comentario reflexivo:
—Podemos estar absolutamente seguras de que esta leyenda se perderá.
—¿Por qué? —preguntó Ydraint.
—Mucho depende de las circunstancias. Supongamos que un valiente y apuesto caballero trae el Santo Grial a la reina Sollace. El rey Casmir pregunta qué recompensa desea el gallardo caballero. En este momento los acontecimientos cuelgan en la balanza. Si el caballero no siente inclinación por el matrimonio, quizá pida al rey un buen corcel o un par de perros de caza… lo cual da poco aliento a la leyenda.
—Es una situación arriesgada —reflexionó Chlodys.
—¡Otra cuestión! —intervino Felice—. ¡Ganará la mejor reliquia! De modo que, tras grandes afanes y empeñosas búsquedas, la mejor reliquia puede ser un pelo de la cola del león que devoró a Santa Milicia en el circo romano. Un material pobre, por cierto, pero Madouc tendrá que casarse con el palurdo que traiga tal objeto.
Madouc irguió la cabeza.
—No soy tan mansa como crees.
Devonet habló con grave preocupación.
—¡Te daré un consejo! Sé dócil, púdica y paciente. Accede grácilmente a los deseos del rey. No sólo es tu deber, sino lo que impone la prudencia. Tal es mi razonable consejo.
Madouc escuchó sin mayor atención.
—Desde luego, tú debes actuar como creas apropiado.
—¡Una palabra más! El rey ha manifestado que si protestas o te resistes, o intentas eludir su voluntad, simplemente te entregará como esclava.