Maldito amor (8 page)

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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Maldito amor
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   Un día, Jerome Lecompte propuso ampliar el horario de lecciones: Elsa iba a su casa tres tardes a la semana... ¿No le importaría ir todos los días, para ayudar a Yves con sus tareas? El niño parecía encantado con la propuesta —aunque, en realidad, ya estaba preparado para seguir las lecciones sin ayuda de nadie— y a Elsa le costó un triunfo aceptar la propuesta sin dar unos saltos de alegría nada decorosos. Todas las tardes, a las cinco y media, acudía al hogar de los Lecompte y, a medida que se acercaba a aquel edificio señorial, tan próximo a la embajada francesa, el corazón se le agitaba felizmente en el pecho, y al tocar el timbre de la puerta empezaba incluso a hacerle daño. No había vuelto a recogerse el pelo. Se había comprado ropa nueva y unos zapatos con un tacón discreto para aprender a caminar sin arrastrar los pies, ahora que la vida había dejado de pesarle y había dejado perdido en alguna parte aquel lastre de tristeza que siempre —y sin darse cuenta— había llevado consigo.
   Fue en casa de los Lecompte donde aprendió que las flores pueden comerse: probó los pétalos de rosa escarchados que alguien enviaba a padre e hijo desde una tienda remota de Aix-en-Provence, la mermelada de violetas, el té de hibiscos. Al principio, por una mezcla comprensible de timidez y prudencia, ella rechazaba las golosinas que le ofrecían a la hora de la merienda, pero pronto, el hacer un descanso entre las lecciones y probar aquella colección de exquisiteces francesas se convirtió en una parte más de aquella rutina feliz. Porque en eso se había convertido Elsa: en una mujer acostumbrada a ser dichosa. Hacía volando el camino de su casa al piso de los Lecompte, y abandonaba aquel hogar envuelta en una suave nostalgia que iba a ser resuelta en apenas unas horas. Luego, en su habitación, jugaba a recordar a Jerome Lecompte, escuchaba la letra de las canciones francesas y se dormía pensando en él y en las horas que los separaban. Los fines de semana se le hacían eternos, y menos mal que Yves pidió a su padre que mademoiselle acudiese a ayudarle a hacer las tareas escolares en la mañana del domingo, pues Elsa aguantaba mal la ansiedad de dos días que la separaba de la dicha.
   Fue Yves quien se lo dijo:
   —Mademoiselle, nos vamos de Madrid. —Y a ella se le congeló aquella sonrisa que había acabado por volverse habitual.
   Esa tarde no fue capaz de explicar con claridad los secretos de la aritmética, y sólo su acendrado sentido del deber le impidió dar por terminadas las lecciones y escapar de la casa, salir a la calle y hacer el camino de regreso llorando a gritos, que era lo que le pedían a la vez el alma y el cuerpo.
   —Voy a echarla de menos, mademoiselle.
   —Y yo a ti, Yves.
   Tenía la voz quebrada y baja. Le dolía algo en un remoto lugar de sí misma. Miró el reloj, impaciente, porque necesitaba salir de aquella casa para aceptar cuanto antes que el intermedio que le había regalado la vida estaba a punto de terminarse para siempre.
   —Yves, hoy vamos a terminar un poco antes, ¿de acuerdo? Me duele mucho la cabeza.
   El niño asintió con la dulzura habitual, y de vez en cuando, levantaba la mirada sobre los problemas para preguntarle: «Ça va mieux?», y ella contestaba mecánicamente «Oui, un peu mieux», hasta que no pudo más y dio por terminada la clase. Se despidió de Yves como todos los días para que el niño no notase que había tomado la determinación de no volver a aquella casa, como el que sabe que tiene que sacarse del cuerpo una aguja clavada y lo hace de un único tirón que concentre el dolor en un solo momento. De pronto le daba todo igual, como si el mundo se hubiese velado.
   —Mademoiselle...
   Jerome Lecompte le había salido al paso, y ella tuvo que apoyarse en la pared porque sintió que iba a desmayarse. Habría preferido no verlo nunca más. Habría preferido salir de aquella casa para siempre, en silencio, sin despedidas ni testigos.
   —Monsieur...
   —Ya sé que Yves le ha dicho que nos vamos.
   Ella se sorprendió al notar su voz extrañamente tranquila. Incluso fue capaz de dibujar una sonrisa.
   —Sí. Hace un momento.
   —Me han ofrecido una embajada. En Nepal. Supongo que para eso me hice diplomático, ¿no? Para ser embajador.
   —Enhorabuena. Es una gran noticia.
   Él no dijo nada. La miró a los ojos, y a Elsa le pareció que había tomado aire.
   —Mademoiselle... Elsa... no había pensado que esto sucediera así, pero los acontecimientos se han precipitado. Mi gobierno me reclama, y no tengo más remedio que marcharme.
   Se pasó la mano por la frente.
   —Dios mío, nunca pensé que tendría que volver a hacer esto —dijo, como para sí mismo—. Elsa, perdone que no dé rodeos, pero no sé cómo decirlo de mejor forma... ¿Quiere usted venir con nosotros? Espere, no, no me he explicado bien... Le estoy pidiendo que se case conmigo. Sí, Elsa. Te estoy pidiendo que dejes tu vida, que te olvides de todo y que te vengas conmigo y con Yves al otro extremo del mundo. A un país cuyo idioma no entendemos, donde sabe Dios qué vamos a comer, donde no te será fácil hacer amigos y que está a catorce horas de avión de Madrid. Sí, eso es lo que te estoy pidiendo. Que renuncies a tu vida y te vengas conmigo.
   Ella lo escuchaba con los ojos vidriosos y el corazón desbocado, con las manos temblando, y se moría de ganas de gritar: «¿De qué renuncia hablas, de qué vida, si hasta que te conocí a ti no tenía nada ni había vivido?». Pero no lo hizo. Respiró hondo, le acarició la cara y le dijo que sí. Y al respirar se dio cuenta de que, por la ventana abierta, empezaba a entrar el olor suave de toda la primavera del mundo.

 

   
Amar para transformarse

 

   
Pocas experiencias en la vida dejan tanta huella y son tan transformadoras como el amor. El amor no es sólo un estado emocional sino que es un proceso de relaciones complejas con la persona que se ama, con uno mismo y con el resto del mundo. El amor conlleva la experiencia de muchos sentimientos, a menudo, contradictorios. Cuando nos enamoramos y percibimos la posibilidad de ser correspondidos entramos en un estado de máxima felicidad
.
Una experiencia emocional distinta a las demás

 

   Aunque la felicidad que se siente con el amor pueda compararse con otras experiencias buenas de la vida como, por ejemplo, alcanzar un logro que nos aporte sensación de control y prestigio, enamorarse implica:

 

   
• Una nueva forma de
sentir
la vida. Por un lado, la atracción «incontrolable» que sentimos hacia otro no se produce de forma tan intensa en ningún otro momento como cuando nos enamoramos. Por otro, nos volvemos más
sensibles
y abiertos al contacto con lo bello, lo placentero, lo afectivo y lo
diferente
a la cotidianeidad en la que normalmente estamos inmersos.

 

   
• La aparición de un
motivo
que reorganiza toda la existencia: estar con la persona amada. La atención se centra en ese otro único, maravilloso y que representa todo aquello que se valora y se desea. Estar con esa persona se convierte en la meta central de la vida y en el mayor éxito personal.

 

   
• El cambio, la
transformación
como personas a través de los progresivos descubrimientos que vamos haciendo de nosotros mismos. Esos cambios se producen en la medida en que tomamos contacto con el universo de la persona amada.

 

   Las serpientes mudan de piel, las orugas se convierten en mariposas... Los seres humanos nos enamoramos.
La persona ideal

 

   Algunos estudiosos del amor sostienen que a lo largo de la vida, especialmente a lo largo de la infancia y de la adolescencia, vamos construyendo un «mapa mental»¹ de la persona ideal: la que nos aportaría seguridad y la esperanza de un futuro mejor. La persona que refleja todo aquello que nos proyecta tal como deseamos ser, estar y parecer.

 

   Lo curioso es que nos enamoramos de personas parecidas a nosotros pero que suponen una verdadera aportación o novedad respecto al estado en el que nos encontramos. Que el otro sea parecido a nosotros favorece la empatía, la apertura, la confianza. Y aportar algo nuevo, la curiosidad y motivación para la evolución. Los estudios sobre el amor coinciden en que:

 

   
1. Las personas que más nos atraen son parecidas en algún aspecto (gustos o valores, por ejemplo) pero a la vez se diferencian de las personas con las que habitualmente estamos en contacto. (Quizá por ese motivo suelen tener tanto éxito los extranjeros o desconocidos recién llegados a nuestro entorno.)

 

   
2. El modelo de persona que nos atrae puede variar, dependiendo del momento que estemos viviendo y de lo que necesitemos.

 

   
3. Nos enamoramos cuando encontramos a alguien que admiramos mucho y que posee aquello que nos falta, que constituye nuestro yo ideal y que en un momento dado se presenta accesible para nosotros.

 

   Esta idea de complementariedad que nos mejora está presente desde muy antiguo en las teorías sobre el amor. Sócrates, por ejemplo, definió el amor como deseo de lo que no se posee, que contribuye a la perfección de nuestras almas: puesto que no poseemos lo bello o lo bueno, tendemos a enamorarnos de quienes lo poseen en mayor grado que nosotros.
Cuándo nos enamoramos

 

   Se ha observado que las personas se enamoran cuando son «susceptibles», es decir, cuando desean abandonar el hogar parental, cuando se sienten solas, decepcionadas con su estilo de vida, desarraigadas afectivamente o preparadas para convivir o tener hijos.²

 

   
La necesidad de un cambio profundo parece estar en la base disposicional para el amor. Uno no se enamora cuando está satisfecho de sí mismo, sino cuando necesita mejorarse, evolucionar o reconstruirse.

 

 

 

   Elsa no se siente importante, no se gusta, ni tampoco le gusta la vida que lleva. En el fondo de su corazón reside la necesidad de cambiar, de evolucionar y separarse de su familia para ser «alguien». Hasta entonces no se ha sentido con libertad de explorar otro estilo de vida. Tampoco ha tenido la oportunidad de desarrollarse de un modo diferente al que ha marcado su familia a través de las oportunidades que brindan las amistades. Está sola. Y es ese estado de soledad la base ideal para ser «susceptible» al amor.
   Parece ser que Jerome Lecompte ha llegado en el momento oportuno. Además, no es un hombre cualquiera, es un hombre que reúne las características que la complementan, un hombre que viaja por el mundo, que tiene un estilo de vida que le permite evolucionar y ser quien desea ser.
El universo de los sentimientos

 

   En un momento dado, se produce el
contacto
. Podemos reconocer ese contacto porque desencadena en nuestro organismo una oleada de
cambios químicos y hormonales
asociados a sensaciones muy intensas y que, para alguien poco acostumbrado a las emociones fuertes, como es el caso de Elsa, puede sorprenderle y confundirle.

 

   Cuando Elsa estrechó la mano de Jerome pudo advertir su fuerza, su masculinidad, y una oleada de sensaciones en todo su cuerpo «como si algo dentro de ella hubiese cambiado de posición». Son los primeros estímulos de un impacto emocional creciente que anuncia el inicio de una serie de
cambios psicológicos profundos.

 

   Ese contacto o reconocimiento de uno mismo por el otro (del sí mismo que se desea ser), activa en nuestro cerebro la
preparación
de todo el cuerpo y la mente para ir en busca de la más preciada recompensa: la
solución
a nuestra vida,
amar y ser amado
por
esa
persona.

 

   Las primeras reacciones del organismo son propias de un estado fisiológico de elevada activación, y facilitan la acción, el movimiento y la búsqueda de contacto con la persona que nos atrae. Nuestro cuerpo se
alarma
: nos avisa de que algo muy importante para nuestra vida está en juego. Nuestro cerebro, fruto de la evolución, no sólo de nuestra propia biografía sino de la de nuestros antepasados, y bien «educado», por tanto, para centrar la atención en todo lo que es relevante para nuestra existencia, comienza a secretar sustancias que nos facilitan
conectar
con el otro. Nuestro cerebro se ve influido por un baño de
estimulantes naturales
³ como la dopamina y la norepinefrina, que potencian la focalización de la atención en todo aquello que tiene relación con esa persona importante y aumentan la capacidad de aprendizaje y contacto con lo novedoso. Por eso, al día siguiente, lo primero que hace Elsa al abrir los ojos es pensar en Jerome Lecompte.

 

   
Ayudada por ese baño de estimulación natural y en constante conexión con Jerome, Elsa apenas siente apetito ni necesidad de dormir. Está constantemente activa
sintiendo
la vida de una forma que nunca antes la había sentido.
La mirada erótica

 

   Son dos desconocidos, apenas existe una base, una mínima estructura, para desarrollar una relación. Sin embargo, se impone la primera señal en la comunicación, que se hace hueco entre formalismos y reglas: la mirada
valiente, libre
para expresar un sentimiento, una
certeza: eres tú
.

 

   La mirada de Jerome a Elsa expresa un deseo profundo de intimidad, y transmite el mensaje por una vía rápida, mientras disimulan con la conversación que mantienen cuando se despiden.

 

   La función cautivadora de ese tipo de mirada probablemente tenga sus orígenes en dos momentos de nuestro pasado remoto: uno de origen muy primitivo, en la
mirada copulatoria
de nuestros hermanos primates durante el cortejo (una mirada fija y misteriosa que señala lo que se necesita). Y otro, no tan antiguo pero sí primario, en la
primera mirada
profunda, limpia, entre el bebé y su madre (la mirada del primer contacto humano y del reconocimiento de uno mismo en otro ser).

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