Maldito amor (12 page)

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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Maldito amor
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Tolerar el amor, tolerar el desamor

 

   No podemos controlar demasiado nuestro futuro, tampoco nuestro futuro de pareja, pero sí podemos cuidar todo lo posible nuestras relaciones cuando éstas merecen la pena. El final de una relación no tiene por qué representar un fracaso si se ha logrado ser felices durante un tiempo suficiente, que nuestra mente pueda recordar. Una relación de amor duradera es un bálsamo para viejas heridas, una nueva organización de uno mismo y un sentido más para existir. Huir de eso es huir de la vida. Amar sin reservas es la curación, amar hasta que dure, mientras dure. Si un final inesperado reaparece en nuestra vida, la misión nunca debe ser «no volver a amar», sino buscar la comprensión y el consuelo, que es justo lo que nos ha fallado en la vida.

 

   El dolor es superable, sobre todo si de la ruptura se obtiene un conocimiento sobre uno mismo y sobre la persona que tanto se ha querido. Poco a poco podemos entrenarnos y hablar sobre lo que nos hace sufrir. Es el único modo de descubrir que en nuestra vida adulta existen personas que pueden empatizar con nosotros y ofrecernos su apoyo y afecto. Nada sustituirá al amor perdido, pero nos ayudará a mantenernos en pie y optimistas respecto al futuro, hasta que el dolor ya no hiera tanto y comience a ser sólo una idea.

 

   
Mientras vuela a Estados Unidos, Lola dispone de tiempo suficiente para escuchar su corazón y preguntarse:
¿Qué siento? ¿Quién soy? ¿Quién deseo ser? ¿A quién deseo amar? ¿Con quién me gustaría pasar el resto de mis días? ¿Hacia dónde me dirijo?
El amor es uno de los asuntos más importantes de nuestra vida. Merece la pena cambiar de idea si de ello depende nuestra vida. Aunque Lola levante diques y montañas, el amor se escapará por las rendijas y en otro continente, cada gesto y cada risa le recordarán a él. El amor no se ha acabado
.

 

   
Las hojas muertas

 

   Regresaron a casa a las cinco de la mañana, ella con los zapatos de tacón en la mano, él con la corbata metida en el bolsillo. Como siempre, Sole recordó entonces que su madre la reñía cuando, al regresar de una fiesta, llegaba desaliñada y descalza. «En casa se entra como se sale», le decía, y de aquel sermón le había quedado la costumbre de atusarse el pelo de cualquier manera y de calzarse los tacones justo antes de abrir la puerta. A Miguel le hacía gracia aquella costumbre suya que, por supuesto, no había llegado a entender.
   Volvían de una boda. La tercera aquel verano, la última del grupo de amigos de la universidad, aunque en mitad del baile —cuando ya estaban todos un poco achispados— alguien dijo que aquello no iba a durar mucho, porque la novia era una cretina. Y tenía razón, aunque nunca lo habían hablado entre ellos. La tal Nerea, con su aire de superioridad y sus mohínes, les resultaba a todos francamente antipática. Nadie se explicaba cómo había conseguido atrapar a Marcos, que era un ser adorable, pero así había ocurrido. Y allí estaban, vestidos de fiesta, celebrando a la fuerza un compromiso que no les gustaba. Pero Marcos parecía feliz, y el resto parecía importar poco. Ya habría tiempo para deshacer entuertos, si llegaban a producirse. Así que lo celebraron, bailaron y bebieron hasta que se cerró la barra libre y el disc-jockey recogió sus bártulos.
   —Gracias a Dios que es la última —había dicho Gema mientras tomaban el chocolate y los churros del resopón—. No estoy segura de que mi hígado aguantase mucho más. Por no hablar de mi cuenta corriente... no gano para listas de bodas...
   —Eh, para... —protestó Sofía—. Aún quedan Miguel y Sole.
   —A nosotros no nos mires. Ya sabes que lo de la boda no nos interesa —había contestado Miguel mientras la achuchaba.
   Sole había correspondido al abrazo, preguntándose de dónde salía aquel ramalazo de amargura que había notado al escuchar las palabras de su novio. Luego se agachó para aflojarse un poco los dichosos zapatos, que le estaban destrozando los pies. Esperó a meterse en el taxi para quitárselos y notar, como siempre, una sensación de alivio.
   Habían hecho en silencio el camino de regreso. Miguel, porque se encontraba rendido. Sole, porque estaba de malhumor. La frase de Miguel la había molestado. ¿Qué había dicho exactamente? Ah, sí: «Lo de la boda no nos interesa».
   Tras abrir la puerta de casa, Miguel entró y fue directo al dormitorio. Sole no lo siguió. Estaba cansada y tenía los pies destrozados por los tacones, pero no le apetecía compartir con Miguel un espacio de intimidad. Quería estar sola un rato, rumiando su mal talante.
   «Lo de la boda no nos interesa.»
   No es que fuese mentira, claro. De hecho, ella llevaba años diciendo lo mismo. Su común alergia al compromiso había servido para unirles más a Miguel y a ella. Cuando empezaron a salir, ambos descubrieron que pensaban lo mismo respecto a oficializar las relaciones: las bodas, los registros de parejas, todo ese tipo de cosas, eran una convención de cara a la galería. Si dos personas se quieren no necesitan afirmarlo delante de nadie, ni de un sacerdote, ni de un juez, ni de doscientos invitados. Los dos estaban de acuerdo en que la mejor forma de demostrarse amor era estar juntos sólo porque sí, sin nada más por medio, sin ninguna argamasa artificial que hiciese más sólida la relación. Quererse y punto. Compartirlo todo porque querían, sin una iglesia adornada con flores blancas o un registro civil y un montón de papeles que oficializasen el cariño. El mundo estaba lleno de personas que habían dejado de quererse y seguían casadas porque no querían enfrentarse a un proceso de divorcio. Miguel decía que burocratizar el amor sólo servía para burocratizar también las rupturas. Si no había trucos legales de por medio, cuando las cosas iban mal, bastaba con coger la puerta y marcharse. Estar juntos cuando era tan sencillo estar separados se le antojaba la mejor prueba de amor verdadero.
   Realmente, a Sole nunca le había interesado casarse. Cuando era pequeña y sus amigas jugaban a las novias, ella siempre protestaba porque se aburría. Jamás se había puesto en la cabeza una sábana blanca para desfilar por el pasillo, como sus dos hermanas mayores, ni había fantaseado con todo el protocolo de las bodas como hacía el resto de su grupo. Nunca había soñado con un traje blanco, un velo de encaje ni un ramo de azahar. En cuanto a eso de las alianzas en el anular, le parecía un horror: no eran un adorno, sino una especie de señal de propiedad. Una marca, como las que se hacían en la piel de las reses con un hierro al rojo vivo. Sí, eso era lo que pensaba cada vez que una persona a la que quería le mostraba, con orgullo, aquel fino hilo de oro circundando un dedo.
   Y no es que tuviese nada en contra del matrimonio, por supuesto. Le parecía muy bien. Sus padres llevaban juntos casi cuarenta años. Había asistido, emocionada y feliz, a la boda de sus tres hermanos y a las de todas sus amigas. Simplemente sentía que aquello no iba con ella. Como... como el teatro, eso es: le encantaba disfrutar del espectáculo, aplaudir la actuación de otros, pero no tenía la menor intención de convertirse en la actriz principal. Eran cosas que hacían los demás y en las que ella participaba como mera observadora. Disfrutando mucho, eso sí: había perdido la cuenta de los trajes de novia que había ayudado a comprar, de las invitaciones en cuya elección había colaborado, de los menús sobre los que había opinado, de las listas de boda en las que había participado. En una ocasión, incluso, una amiga atribulada delegó en ella la selección de la tarta nupcial. Menuda responsabilidad decidir entre aquella tentadora oferta de glaseados, rellenos de nata, decoraciones de frutas y adornos de chocolate... Al final, había optado por un bizcocho de vainilla son una suave capa de crema pastelera por dentro, recubierto de
chantilly
y salpicado de flores diminutas de color violeta. Todo el mundo la felicitó por aquella tarta, y ella reconoció que lo había pasado bomba discutiendo con el pastelero, quizá porque podía hacerlo de un modo desapasionado y profesional.
   Durante muchos años había visto a más de una docena de novias angustiadas, desquiciadas, nerviosísimas, novias que perdían kilos y noches de sueño preocupadas por cosas tan absurdas como las flores del ramo o el color de los manteles. A Sole le hacía gracia: se suponía que todas aquellas chicas tenían que estar radiantes y felices por hallarse tan cerca de sellar un compromiso que consideraban importante, y sin embargo, perdían el tiempo agobiándose por detalles menores, como si a alguien le importase de verdad que los manteles fuesen color crema o color mantequilla derretida, y si los vestidos de las damas de honor recordaban a los de las pastoras provenzales o las princesas normandas. Por eso sus amigas recurrían a ella cuando necesitaban ayuda: porque era capaz de ver una boda de una forma absolutamente distante y profesional.
   Miguel y ella solían reírse de todas aquellas cosas, y se alegraban de no tener que pasar por tal despliegue. Las bodas se habían convertido en una especie de performance, y el acto social ensombrecía lo más importante: que dos personas se amaban y tenían la intención de pasar juntas el resto de su vida. Miguel y Sole llevaban diez años compartiendo su tiempo, sus proyectos y un piso precioso (al principio había sido un apartamento horrible, pero luego las cosas mejoraron) y no tenían ninguna necesidad de buscar bendiciones eclesiales ni papeles del juez. Eran ellos dos y punto. Y mientras los amigos de ambos se casaban y celebraban bodas por todo lo alto que a veces ni podían pagar, Miguel y Sole se habían colocado por decisión propia al margen de aquella feria de vanidades en la que se habían convertido los enlaces matrimoniales.
   Aunque nunca se atrevió a decírselo a Miguel, Sole pensaba a veces que a lo mejor sería divertido casarse. Por supuesto, no en una ceremonia ruidosa, ni rodeados de gente, ni vestidos de gala. Cuando era más joven, fantaseaba con una boda en Las Vegas o en la embajada de algún país exótico, solos los dos. Pero el tiempo había pasado, e incluso habían estado en Nevada, en Senegal y en Tailandia sin que surgiese la propuesta romántica de una boda por sorpresa. Y no es que a ella le importase, por supuesto, pero habría sido muy gracioso. De acuerdo que el matrimonio no significa nada. De acuerdo que ellos dos no iban a quererse más sólo porque un predicador americano o un cónsul honorario de Bangkok les hiciese firmar una licencia de matrimonio. Pero, después de todo, tampoco iban a quererse menos, y lo habrían pasado bomba.
   Sole acababa de cumplir treinta y tres años y cada vez le quedaban menos amigas solteras. Sus siete primas se habían casado (una incluso estaba ya divorciada, como le gustaba señalar a Miguel, como si el fracaso de una pareja en concreto fuese el símbolo de la degradación de toda la institución del matrimonio) y casi toda la gente que conocían estaba casada o comprometida. Y empezaba a preguntarse qué había de malo en hacer oficial un compromiso. En celebrar el amor. Porque eso es lo que era una boda: una forma de celebrar con los demás el hecho de quererse. Sí, de acuerdo que una firma en un juez no significaba nada, que lo verdaderamente serio era amarse y compartir la vida. Pero ¿hacía menos serio lo que sentían ella y Miguel el hecho de intercambiarse unos anillos?
   Sole sabía perfectamente cuándo había empezado a pensar en el matrimonio como una posibilidad real. Fue una noche en que Miguel se empeñó en hacer una reserva en un restaurante muy caro del que le habían hablado, cuando siempre decía que era absurdo gastar un disparate en una cena. Insistió en que se arreglase más de lo normal, y él mismo se puso una chaqueta oscura y una camisa nueva. Cuando llegaron a aquel local lleno de velas aromáticas, donde las mesas estaban cubiertas de flores y sonaba música francesa, Miguel le dijo al oído: «Tenían razón al decir que es el sitio más romántico del mundo», y a ella el corazón le dio un vuelco. Así que se trataba de eso: Miguel había insistido en cenar en un restaurante carísimo y la había hecho estrenar un vestido porque iba a pedirle que se casara con él. Y pensó que, qué demonios, sería precioso celebrar una boda, ponerse un traje largo, encargar un ramo de flores blancas, organizar un banquete. ¡De algo tendrían que servirle tantos años preparando bodas ajenas! Al menos, ahora ya sabía dónde encargar las invitaciones más bonitas y qué grupo de música era el mejor para tocar en el baile... Y habría que pensar en la luna de miel, por supuesto. Hacía siglos que Miguel hablaba de conocer Costa Rica... Tal vez fuera un buen destino...
   Cenó como flotando en una nube, con el pulso acelerado y las manos algo sudorosas, preguntándose cuándo llegaría el momento y cómo lo haría Miguel. Esperaba que no se pusiese de rodillas, ni llegase un camarero con un pastelito con el anillo encima... Se moriría de vergüenza si pasaba algo así. Por suerte, Miguel no era de ese tipo de hombres... Pero tampoco era el tipo de hombre que se pone chaqueta para cenar y elige un restaurante de cien euros el cubierto... y allí estaban. Cuando ya habían pedido el postre, Miguel se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y puso una cara muy rara.
   —Pero ¿qué es lo que tengo aquí?
   De modo que así iba a hacerlo: sacando una cajita con un anillo de compromiso. De una forma discreta y romántica. Sería algo que recordarían toda la vida. Que contarían a sus hijos y tal vez a sus nietos. Sole contuvo la respiración y se concentró en identificar la canción que estaba sonando en aquel momento: era
Ne me quitte pas
. Por supuesto, pensó, una música ideal, y se preguntó si Miguel habría sobornado a alguien para que la pusiese. «Vuestro abuelo me pidió en matrimonio en el restaurante más bonito del mundo mientras escuchábamos una canción de Jacques Brel.» Sintió cómo se le humedecían los ojos mientras esperaba que Miguel dejase de maniobrar en el bolsillo: la cajita debía de haberse atascado.
   —¿Qué es esto?
   Lo que Miguel dejó junto a ella no era la caja de un anillo, sino un trozo de chocolate medio derretido.
   —Mierda... Seguro que mi sobrino lo metió ahí el otro día cuando lo recogí del cole... Los niños son la leche, siempre están enredando. Menos mal que no tenemos hijos, no me gustaría pasarme la vida encontrándome porquerías en los bolsillos.
   Sole tragó saliva un par de veces sin quitar la vista de los restos de chocolatina, medio aprisionados por un gurruño de papel de plata, que acababan de dejar una mancha pringosa en el mantel inmaculado del restaurante. Estaba esperando un anillo y una petición de matrimonio, y lo que obtenía era un muñón de chocolate deshecho y una declaración de intenciones con respecto al futuro. Murmuró unas palabras de disculpa, se fue al baño, y se echó a llorar. Cuando regresó a la mesa tuvo que simular un corte de digestión que justificase su palidez repentina y los ojos enrojecidos.

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