Maldito amor (15 page)

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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Maldito amor
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   Se llamaba Lola y salí con ella durante trece meses muy felices. Un día, después de un par de semanas algo tormentosas, me dijo que lo nuestro había terminado. Mentiría si dijese que no me lo esperaba: en los últimos tiempos yo había sido un cretino insensible a sus necesidades y sus quebraderos de cabeza, pues pasaba por un excelente momento profesional y estaba demasiado ocupado mirándome el ombligo como para pensar en alguien que no fuese yo mismo. Ni siquiera pensaba en Lola, que era bella y tierna y sensual y amable y alegre y maravillosa. Lo hice mal y pagué por ello. El caso es que dijo que lo nuestro no funcionaba (lo cual era verdad, pero sólo a medias: no funcionaba porque yo había convertido aquello en un coche al que se le quita una bujía: habría bastado con volverla a colocar en su sitio) y que prefería terminar con ello antes de acabar haciéndonos daño. Y entonces pronunció una de esas frases mágicas y poco originales con las que uno intenta suavizar el despecho del otro: «Pero podemos ser amigos».
   Dejad que haga un inciso: siempre he pensado que establecer una amistad tras una relación es como toquetear una herida abierta: el tiempo de curación se prolonga indefinidamente. Y a lo mejor la herida se infecta y no se cierra nunca.
   Es difícil ser amigo de alguien a quien se ha amado. Al menos al principio, sin dejar que el tiempo ejerza su efecto balsámico sobre los sentimientos, los rencores y la decepción. Sobre el dolor, que es lo que siempre queda cuando el amor se termina. Por eso cuando, tras una ruptura, un miembro de la pareja propone al otro continuar siendo amigos es sólo porque se siente culpable. Y si el otro acepta, es porque mantiene las esperanzas de reconstruir la relación. Por eso yo acepté la oferta de Lola: porque quería reconquistarla y necesitaba tiempo y espacio, algo que no iba a tener si ponía tierra de por medio entre ella y yo.
   Al principio fue bien. Quiero decir que yo actué de forma bastante inteligente. Lola y yo nos veíamos de vez en cuando, siempre a petición suya, en lugares públicos y concurridos, a horas prudentes que obligaban a encuentros cortos: un almuerzo rápido en días laborables, una cerveza justo después del trabajo, un café un sábado por la tarde. Luego tuve un golpe de suerte y Lola perdió su empleo (sí, ya sé que suena cínico, pero es así) y pude desplegar ante ella todas mis facultades de buen amigo. La ayudé a retocar su currículum, hice algunas llamadas y pedí favores que todavía estoy devolviendo, pero el caso es que Lola encontró otro puesto, en mejores condiciones incluso que el que había perdido. Aunque fui tan correcto como para quitar mérito a lo que había hecho, no me importó que Lola pensase que tenía mucho que ver con su nueva situación —porque, además, así era— y que dijese a quien quería oírla que «le había salvado la vida».
   Evidentemente, aquello supuso mi consagración como mejor amigo. Para pasar la reválida con éxito, cuando Lola dio una fiesta para celebrar el final feliz de su drama laboral, aparecí en el restaurante con otra chica —una pelma integral bastante guapa que ni siquiera me gustaba— y me marché el primero, de la mano de mi acompañante, después de dar a Lola el abrazo menos libidinoso del mundo. En realidad, le di un achuchón de esos que se propinan a los compañeros de borrachera, a los amigotes de toda la vida, al vecino de asiento en el fútbol cuando se acaba de presenciar el tanto de la victoria. Si Lola tenía alguna duda sobre mis intenciones de ganarme el título de «amigo del año», aquel abrazo de oso, con golpeteo en la espalda incluido, tuvo que haberla disipado para siempre.
   Mi nueva era como amigo de Lola entró en una época de esplendor. Nos veíamos prácticamente todos los días. Hablábamos por teléfono casi todas las noches, a veces viendo la tele y comentando el programa, la serie o la película de turno —me parecía una excelente ocasión para dejar patente mi ingenio— y a veces también por las mañanas. Luego tuve otro golpe de fortuna (perdón otra vez por el cinismo, pero de ese modo lo consideré) y la anciana tía de Lola murió de un síncope o algo así. La cosa tuvo su miga, porque la señora estaba tomándose un «club sándwich» en una cafetería cuando cayó desplomada sobre la pirámide rebosante de pollo, lechuga y mayonesa. Fui al primero a quien Lola llamó, desde el mismo local donde su tía yacía esperando la llegada del forense. Me presenté allí fingiéndome horrorizado y conmovido —cosa que me recordó que soy un buen actor, porque apenas conocía a aquella mujer octogenaria y no sentía por ella ni una brizna de cariño—, pero dando muestras de serenidad y autocontrol, cosa muy necesaria cuando se produce un deceso. El resto de los miembros de la familia de Lola estaban tan conmocionados por el luctuoso acontecimiento que no resultaban de gran ayuda, así que fui yo quien se encargó de todo: llamé a la funeraria, elegí la caja en un horrendo catálogo de colores con fotos de ataúdes y centros de crisantemos y hasta pagué la mitad de la cuenta a modo de señal. Tengo que decir que el padre de Lola insistió tozudamente en restituirme los mil ochocientos euros del ala que había tenido que apoquinar, pero yo, en mi política de amigo elegante que está por encima de las cosas materiales, no quise ni oír hablar de ello. Así que la muerte de una anciana a la que ni siquiera conocía me costó casi dos mil euros. Eso sí, ocupé un sitio de honor en el funeral, Lola se apoyó en mí para llorar a gusto, y hasta recibí algunos pésames de desconocidos que no tenían ni idea de quién era yo. Pero no importaba porque:
   a) yo tampoco sabía quiénes eran ellos, y
   b) aquella oficialización de mi presencia en un acontecimiento familiar suponía un paso importante en mi propósito de reconquistar a Lola.
   Nuestros contactos se multiplicaron. Hubo un momento en el que nos veíamos más que cuando éramos novios. Y, desde luego, lo pasábamos mejor. Yo era un amigo generoso, divertido, inteligente y entregado. Lola era la mujer maravillosa que siempre había sido. Los camareros de los restaurantes a los que íbamos con frecuencia nos miraban con simpatía, y supongo que se preguntaban por qué aquella pareja tan feliz no se tomaba de la mano ni se besaba nunca. Me decía que aquel día llegaría, pero no sería yo quien lo precipitase. Imaginaba que, tarde o temprano, Lola apoyaría la cabeza en mi hombro y me diría, dulcemente, que se había equivocado al romper conmigo y que había llegado el momento de intentarlo otra vez.
   Pero no fue así. En lugar de la escena romántica que yo había imaginado en mi cabeza, con un fondo de música de violines y de arpas, Lola llegó un día al bar donde nos habíamos citado después del trabajo y empezó a hablarme de un tío al que había conocido. César se llamaba el miserable, y parecía adornado de todas las virtudes masculinas: era guapo, era listo, era poderoso, era rico, era simpatiquísimo y educado y se vestía bien. Lo había conocido en el trabajo (el mismo trabajo que yo le había encontrado) y estaba convencida de que había química entre ellos. Aquella tarde, Lola me dirigió las palabras terribles que nunca habría querido oír:
   —Como novio eras un desastre, pero como amigo eres el mejor del mundo.
   Entonces empezó mi pesadilla. Día a día, Lola me hizo partícipe de los avances en su relación con César. Supe de su primera cita, de su primera cena romántica, de su primera —oh, Dios mío— noche de sexo. En vano intenté escaquearme de mis deberes de amigo, en vano traté de espaciar mis encuentros con Lola: ella me llamaba, me buscaba, me requería para compartir cada morboso detalle de su amor por César y, lo que es peor, de la desenfrenada pasión que vivían juntos. Mi existencia se convirtió en una pesadilla. Ahora no sólo había perdido a la mujer que amaba, sino que además tenía que ser discreto espectador de su felicidad con otro tío y de la plenitud sexual que había alcanzado con él.
   Lola y César se casaron y yo fui su testigo de boda. Confieso que pensé en la posibilidad de no aparecer en la iglesia el día de autos, pero había sufrido tanto en aquellos seis meses que ya me daba igual que me pusiesen la puntilla en forma de «Sí, quiero». Era el promotor de mi propia desdicha y, de una forma u otra, me merecía lo que me estaba ocurriendo. Simplemente, me había pasado de listo y me había salido mal. Así que me puse el chaqué, me hice bien el nudo de la corbata e interpreté por última vez mi papel como mejor amigo de la novia, sintiendo que todo aquello era parte de un castigo. De una venganza cósmica que yo mismo había buscado.

 

   He aprendido de todos mis fracasos. Dejad que os dé un consejo y no convirtáis en una tragedia griega cada ruptura: no vale de nada, salvo para revolcar vuestra autoestima en el lodazal de los reproches y el bochorno. Aceptad el fracaso y convertidlo en una experiencia útil. Mantened la calma, mantened la cabeza fría y tratad de conservar el corazón caliente para cuando el amor vuelva a cruzarse en vuestro camino.

 

   
Perder un amor

 

   
Amar y ser amados es una necesidad básica y de su satisfacción depende en gran medida nuestra salud y felicidad. La otra cara de la moneda, sentirnos rechazados, solos o aislados, constituye el temor por excelencia de todo ser humano, lo que explica que en gran medida organicemos la existencia en torno a la evitación de esa posibilidad. La ruptura amorosa, en la mayoría de los casos, implica enfrentarnos a ese temor y por eso suele ser tan dolorosa para las personas.
Un momento duro

 

   La decisión de poner término a una relación o ser víctima de esa decisión es uno de los momentos más conflictivos y tristes que podemos experimentar, en especial si la persona con la que ya no vamos a seguir ha significado algo verdaderamente importante en nuestra vida.

 

   Esta dura experiencia puede acabar haciéndonos más fuertes y más sabios, y ayudarnos a cambiar de forma positiva, o bien convertirnos en seres rencorosos, anclados en el pasado y víctimas perpetuas del desamor. No obstante, el narrador tiene razón: nuestra manera de reaccionar a una ruptura habla de nosotros, de quiénes somos, sobre todo de nuestras carencias afectivas y de nuestras estrategias de control para remediarlo.
Un corazón de niño

 

   Los años nos alimentan de conocimientos, de razones y de lógicas, pero en el amor somos como fuimos y hacemos lo que hacíamos cuando necesitábamos recuperar la atención y cuidados de nuestra madre o de la persona de la que dependíamos para vivir.

 

   Algunos niños lloran durante tanto tiempo que al final consiguen lo que buscan: un abrazo y que la persona más amada no se marche de su lado. A otros les ha funcionado el montar números a base de disgustos: cuanto más ruido, más atención, cuanto más daño y estropicio, más tiempo de miradas y contactos. No importa que las miradas sean asesinas o que el contacto sea un bofetón. Cuando hay hambre de amor, cualquier mirada o cualquier grito es algo. Así pues, cuando la pareja comienza a dar muestras de desinterés o decide que ya no quiere seguir junto a nosotros, se reactiva el corazón-mente de niño y hacemos cosas que ni nosotros mismos reconocemos, cosas a las que cuesta encontrar sentido. Y ¿cómo es el corazón del niño que llora en la separación pero se recupera pronto porque confía que el amor volverá a llamar a su puerta? Es un corazón henchido de amor, un corazón de niño que ha tenido siempre a su lado a alguien amoroso y de confianza, que nunca le ha fallado en los momentos de temor o fragilidad. Esa permanencia, esa disponibilidad de la figura amorosa es lo que permite que el niño-adulto pueda afrontar con dolor pero con valor, respeto y empatía una separación.
Lo que sentimos cuando el proyecto de amor se acaba

 

   Si la persona que amamos, con la que hemos proyectado o comprometido nuestro futuro, nos transmite que no desea seguir con nosotros, podemos sentir como una especie de «mazazo» o sensación de derrumbamiento físico, puede faltarnos el aire, marearnos o quedarnos como anestesiados. Es lo que ocurre cuando nos topamos, sin esperarlo, con una gran amenaza a nuestra seguridad, a nuestra felicidad. En otros casos, se ve venir desde hace tiempo y la reacción puede ser más leve, aunque no deja de ser dolorosa. Es completamente normal quedarse paralizados por el temor, seguir actuando como si no hubiéramos oído o visto, derrumbarse en lágrimas o «luchar» verbalmente o de cualquier otra manera para impedir que pase lo que está pasando. Son las primeras reacciones para afrontar y «soportar» la situación. Pero se viva como se viva, todos los caminos llevan a Roma; en este caso, a sentir la profunda tristeza por no poder seguir con la persona amada. La pérdida o separación del ser amado conlleva un duelo, un proceso que puede tener una duración variable y que se experimenta de forma distinta entre las personas. Para aquellas que disponen de suficientes recursos personales, sociales y materiales, el proceso puede ser más fácil de afrontar: puede haber un breve período de cierta negación o distanciamiento, algunos momentos de rabia hacia el otro o hacia uno mismo y un estado general de tristeza, desmotivación y apatía. Al cabo de un tiempo, la situación comienza a asimilarse, a aceptarse, y entonces se reinicia una nueva vida.

 

   Podría decirse que un aspecto bastante común a todas las personas que tienen dificultades para enfrentarse a la pérdida del amor es su temor a sentirse profundamente tristes o a reconocer otro sentimiento básico que ya estaba presente antes en la relación pero que ahora, con la ruptura, no hace más que reactivarse sin que uno sepa cómo gestionarlo.

 

   
Sentimos tristeza, involuntariamente, cuando experimentamos una pérdida: la pérdida o el rechazo de un ser querido, la pérdida de admiración o valoración por parte de alguien importante, la pérdida de estatus, la pérdida de la salud o de una parte del cuerpo o de una función corporal por accidente o enfermedad, la de un objeto muy preciado o entrañable, la de los bienes, la de los objetivos o un proyecto importante...

 

 

 

   La tristeza ha sido una de las emociones más castigadas o inhibidas a lo largo de la historia. Una de las razones es la relación que se establece entre una expresión demasiado explícita de tristeza y la debilidad. Esta conexión ha sido, sobre todo para los varones, la base de una norma de comportamiento. Mostrarse vulnerable es mostrarse débil, femenino, sin carácter, no preparado para la guerra, para afrontar los conflictos o la vida. Las muestras de tristeza o de depresión han quedado tradicionalmente fuera del modelo de masculinidad. Por esos mismos motivos, ha habido mayor permisividad a expresarse y buscar consuelo entre las mujeres, algo que sin duda ha contribuido a resolver mejor sus duelos. Quizá éste sea uno de los factores que están presentes en la explicación de la diferencia según el género en el impacto que causa la ruptura amorosa: los hombres se deprimen más, se suicidan más y cometen más asesinatos a causa de las rupturas no deseadas.

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