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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (17 page)

BOOK: Maldito amor
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2. Expresa lo que sientes y acepta el consuelo.
   
3. Ten paciencia y escucha la voz de tus sentimientos. ¿Qué te dicen?
   
4. Cuídate: aliméntate de forma sana, haz ejercicio y alguna actividad agradable con personas a las que quieres
.
   
5. Coge un cuaderno y reescribe la historia de nuevo. (Prohibido culpar y culparse, hay que comprender y comprenderse.)
   
6. Controla los «viajes» al pasado, dirige el pensamiento y tu conducta hacia el futuro
.
   
7. Haz una lista de todas las ventajas que se te ocurran de no estar en pareja
.
   
8. Decide nuevos objetivos que te ayuden a desarrollarte.
   
9. Acéptalo (que es diferente de resignarse).
   
10. Toma las riendas de tu vida.

 

   El amor de pareja es una oportunidad para ser más fuertes, más completos o más seguros. Pero no es el único medio. Nacemos solos y morimos solos. En algún momento, debemos asumir la responsabilidad de nuestra propia felicidad, tomar el mando de nuestra vida.

 

   
Le he dicho que volvería pronto

 

   —¡Ana!
   Aquella voz que la llamaba por su nombre se elevó sobre el barullo de una tarde de sábado en el centro comercial.
   —¡Maite!
   Se abrazaron, y para eso tuvieron que soltar cada una media docena de bolsas de plástico.
   —¡Cuánto me alegro de verte! ¿Qué es de tu vida? ¿Qué tal te fue en Londres? Susana me dijo que al final te habían dado la beca...
   Londres... ya ni siquiera se acordaba de que había estado a punto de irse allí durante seis meses, con una generosa bolsa de estudios y todos los gastos pagados...
   —Al final no me fui. —Los ojos de Maite se agrandaron por efecto de la sorpresa—. Es que... Bueno, era un momento complicado en el trabajo, y me dio miedo marcharme medio año. A saber lo que me habría encontrado a la vuelta.
   Eso era lo que se había dicho a sí misma, lo que les había dicho a sus padres, incluso a Ramiro: «No están las cosas como para largarse seis meses». Pero era mentira. En su empresa le habían dado todas las facilidades. Es más, la habían animado sinceramente a aceptar aquel semestre en la Escuela de Económicas, a sabiendas de que la firma aprovecharía en un futuro su experiencia allí. Pero ella había preferido quedarse...
   —¿Tienes tiempo para un café?
   Ana miró el reloj. En realidad, le había dicho a Ramiro que estaría de vuelta en una hora... Pero hacía siglos que no veía a Maite...
   —Bueno, venga. Si es rápido...
   Se sentaron en una terraza y pidieron dos cafés helados. Maite tuvo el tiempo justo para poner a Ana al día de algunos cotilleos de amigos comunes (una ruptura, dos compromisos, un embarazo, tres despidos y hasta un premio de la lotería), y ella paladeó aquella información con tanto placer como su
frappuccino
. Ana se preguntó cuánto tiempo hacía desde la última vez que había tomado algo con una amiga, y ella misma obtuvo la respuesta: más de un año. Catorce meses, para ser más exactos. El mismo tiempo que llevaba viviendo con Ramiro. Maite pareció leerle el pensamiento
   —Oye —dijo al fin—. Si no has estado en Londres... ¿Se puede saber dónde te metes? No te hemos visto el pelo en los últimos tiempos.
   Ella intentó farfullar una excusa que tenía que ver con el trabajo, los viajes y media docena de cosas más, pero Maite no se mostró muy comprensiva.
   —Venga, Ana, no fastidies. Todos trabajamos, todos tenemos casa y todos nos vamos por ahí de vez en cuando. Pero no has venido a ninguna de las cenas que organizamos, ni a la inauguración de la casa de Mamen, ni siquiera a la despedida de soltera de Chesu...
   —Ya... es que... Bueno, he estado un poco... No sé. Desde que vivo con Ramiro, yo...
   —Ya entiendo.
   —No, es que...
   —Mira, Ana, no me gusta meterme en la vida de los demás. Cada cual lleva sus relaciones como le parece, ¿vale?
   Ana no sabía qué decir. Maite había cambiado bruscamente de tema para contarle que estaba pensando en cambiarse de casa, pero que le daba miedo meterse en una hipoteca muy abultada. Era evidente que no quería obligarla a dar explicaciones sobre su absentismo social.
   Y también era evidente que lo atribuía a Ramiro. Sí, probablemente su amiga de la universidad había catalogado a su novio como uno de esos hombres posesivos que prefieren que su pareja no tenga una vida al margen de él. Y no sabía cómo explicarle que no había nada más lejos de la realidad. Al contrario: siempre la animaba en sus cosas, y de hecho, había insistido mucho para que aceptase la oferta del curso en Londres. Pero era Ana quien se había impuesto un cambio de vida para pasar más tiempo con él. Por alguna razón, estaba segura de que la relación funcionaría mejor si se volcaba en ella y dedicaba a Ramiro todo su tiempo. Pero eso era algo que no sabía cómo explicar a Maite.
   Es más, ni siquiera era capaz de explicárselo a sí misma.
   —Bueno, pues nada, cuéntame... ¿Qué es de tu vida?
   —Bien.
   —¿Has hecho algún viaje últimamente?
   Ana era famosa entre sus amigas por su pasión por los viajes, generalmente a destinos exóticos o poco conocidos. Había estado en Riga, en Lvov, en St. Martin, en Aruba, en Bodrum... Se gastaba en esas salidas cada céntimo que ahorraba. Claro que eso era antes de empezar a salir con alguien cuya idea de viajar se limitaba a pasar diez días en un
resort
con todo incluido.
   —Bueno, hace mucho que no salgo por ahí... la crisis, ya sabes.
   —Venga, mujer, que ya sabes que no soy envidiosa. A ver, dime qué hicisteis en el último puente.
   Ana habría debido contestar que se habían quedado en casa viendo la tele, pero de pronto, sin saber por qué, se le habían quitado las ganas de mentir.
   —Estuvimos en la sierra. De acampada. Es... Es bonito eso de dormir bajo las estrellas.
   Maite la miró con la boca abierta.
   —Ana... ¿seguro que no te han abducido los extraterrestres? Pero... pero si eres la última persona a la que imagino trepando monte arriba para dormir en el suelo. ¡Si hasta cuando estábamos en la facultad le hacías ascos a los hoteles de menos de cuatro estrellas!
   —Ya ves, la gente cambia.
   Volvió a mirar el reloj. Se estaba haciendo tarde.
   —Oye, tengo que irme...
   Maite se encogió de hombros.
   —Vale. Pero me gustaría que me llamases algún día... No creo que a Ramiro le importe que quedes con una amiga de toda la vida.
   —Ramiro no es así...
   —Me alegro por ti, pero no te estoy pidiendo explicaciones. —Le dio un abrazo—. Espero verte pronto. Cuídate.

 

   En silencio, ante los vasos vacíos, Ana vio cómo Maite se marchaba convencida de que Ramiro era uno de esos chiflados absorbentes que prefieren controlar la vida de su novia. Maite no sabía hasta qué punto estaba equivocada al pensar así. Porque su pareja era un tipo estupendo que jamás en la vida había hecho nada parecido. Lo malo es que Ana era una novia voluntariamente absorbida.
   A Ramiro lo había conocido un año después de romper con Juanra, con quien había salido durante una larga temporada y que, al dejarla, la había acusado de no cuidar suficientemente la relación que mantenían. Y lo peor es que no le faltaba razón: Ana era una de esas mujeres felizmente independientes, que hacía su vida sin complicar la de su pareja... Y, desde luego, no dejaba que la vida de su pareja interfiriese en la suya. Ana planificaba sus vacaciones sin contar con nadie, organizaba fines de semana sin preguntar, preparaba salidas y entradas y siempre a su conveniencia. Ah, por supuesto que le encantaba que Juanra fuese con ella a todos los sitios, pero si tenía ganas de hacer algo —cenar en un restaurante nuevo o pasar el fin de semana en Brujas— no iba a condicionarlo a la apetencia de él, ¿no? Era incapaz de cambiar sus planes cuando él se lo pedía. Juanra había tenido que ir solo a una cena de su empresa porque esa noche Ana quería ver un partido de fútbol en casa de unos amigos, y en otra ocasión fijó la fecha de un fin de semana en el campo sin tener en cuenta que justo aquellos días Juanra, que era abogado, estaba finalizando un caso importante. «Bueno, pues no vengas —había dicho Ana—. Entiendo que estás hasta arriba, no me parece mal.» Pero Juanra no quería que Ana lo entendiera. Quería que, al menos, le diese la posibilidad de ir con ella a la dichosa casa rural con un puñado de amigos comunes preguntándole a él antes de organizarlo todo. Igual que quería poder llevarla a una cena importante, o compartir con ella una parte de las vacaciones de verano. Ana y Juanra discutieron sobre eso muchas veces, y ella solía zanjar aquel conato de peleas con una frase: «Pero ¿a ti qué más te da lo que yo planifique? Tú haz tu vida». Y un día, Juanra se cansó y fue lo que hizo.
   Ana lo había pasado muy mal. Porque al dolor de la ruptura se había unido un notable sentimiento de culpa: la relación había fracasado porque ella no había dedicado ni un segundo a cuidarla mínimamente. Era una persona independiente y le costaba un mundo adaptar su tiempo a las necesidades ajenas. Pero se propuso cambiar, y más aún cuando conoció a Ramiro.
   Era un chico estupendo. Le gustaba mucho. Muchísimo. Es más, se había enamorado de él. Y de ninguna manera iba a permitir que su forma de ser interfiriese en lo que estaba pasando entre los dos. Así que, en contra de su modus operandi habitual, en contra de lo que había hecho —y de lo que había sido— hasta entonces, Ana cambió. Decidió dedicarse a su pareja en cuerpo y alma. Renunció voluntariamente a las cenas con su pandilla de amigas —esas cenas divertidas, ruidosas, que a veces se prolongaban hasta la madrugada y que le gustaban tanto— y a buscar en Internet vuelos baratos para hacer viajes relámpago. Ahora sólo salía con Ramiro o con su grupo de amigos. Comía y cenaba con él todos los días, y le dedicaba los fines de semana, los festivos y los puentes. Había conseguido aficionarse al senderismo para acompañarle en sus paseos semanales por la sierra, e incluso estaba aprendiendo rudimentos de astronomía porque a él le encantaba pasarse las horas mirando por un enorme telescopio que estaba permanentemente instalado en la pequeña terraza de su casa. Ya no veía películas francesas porque a Ramiro le gustaba el cine americano, y había dejado de jugar al tenis porque él era un verdadero desastre con la raqueta. Ahora iban a comprarse una cobaya... Lo cual tenía mérito, porque a Ana no le gustaba tener animales. Pero Ramiro era veterinario y le volvían loco los bichos. Gracias a Dios que iba a conformarse con una cobaya, pensaba Ana, porque si quisiese meter una vaca en casa, tampoco se atrevería a decirle que ni en sueños.
   Ana era feliz así, o al menos eso quería pensar. Pero, por alguna razón, aquel encuentro con Maite la había hecho darse de bruces contra una realidad, que no era precisamente de color de rosa. Porque ella no la había visto como una chica enamorada, sino como una idiota controlada por un novio posesivo que no quería dejarla respirar. Y el bueno de Ramiro no era así en absoluto. Todo lo contrario. De hecho, era él quien la animaba a llamar a sus amigas y había insistido mucho en que aceptase la beca de Londres. Pero sencillamente, ella no quería hacer planes sin él, de la misma forma que hasta entonces no había querido hacer planes con nadie. Y tan absurda era una actitud como la otra.
   Por primera vez en mucho tiempo se daba cuenta de que su día a día se estaba convirtiendo en algo terriblemente absurdo. Había confundido las pequeñas concesiones que facilitan la convivencia con una renuncia irracional a todas las cosas que le gustaban. Y, en ese camino, estaba empezando a perder su propia vida sin que nadie se lo exigiera.
   Ana volvió a sentarse a la mesa ante los restos de los cafés. Por su cabeza, que empezaba a parecerse a una olla a presión, fueron desfilando todas las ridiculeces que, sin que nadie se lo pidiera, había hecho por Ramiro en los últimos meses.
   Y de pronto, sin saber por qué, Ana se horrorizó al darse cuenta de hasta qué punto había perdido las riendas de sí misma. En su actitud —en su rendición, al fin y al cabo— estaban tanto las cosas pequeñas como algunas más grandes. Hacía meses que no iba a un restaurante japonés porque a Ramiro no le gustaba el pescado crudo. No llegó a presentar la solicitud para un ascenso en su empresa porque el nuevo puesto implicaba viajar mucho. Ya no se quedaba a tomar una cerveza con sus compañeros después del trabajo, e incluso había declinado una invitación a comer con todo su departamento en casa del director del área porque a aquella barbacoa de domingo no estaban convocadas las parejas. Había quedado fatal, claro. Y lo peor de todo era que, posiblemente, todos sus compañeros (y, cómo no, también su jefe) habrían pensado que era Ramiro quien le había prohibido acudir a aquel almuerzo.
   Es decir, que su novio, que era un tipo fantástico, estaba quedando ante todo el mundo como el acaparador que ni siquiera era.
   En cuanto a ella, se había metamorfoseado en el tipo de persona de la que tiempo atrás se habría reído. Alguien que, creyendo que está cuidando una relación, lo que hace es torpedearla desde dentro. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que Ramiro se hartase de tenerla pegada como una lapa? ¿Cuánto, hasta que empezase a pensar que su novia era una tontaina sin vida propia incapaz de hacer nada sin contar con él?
   Pues sí que estaba haciendo un buen negocio, pensó. Y en ese instante se dijo que, por suerte, quizá aún no fuese demasiado tarde.
   Que entre la Ana egoísta y despegada que había sido y la psicópata dependiente en la que se había convertido tenía que haber una Ana racional, capaz de ser una mujer a la vez generosa e independiente, capaz de defender su espacio y de hacerse un sitio en el espacio de la persona a la que quería.
   Sólo tenía que hacer todo lo posible por encontrar a esa Ana, pensó, y se rió sola antes de sacar el teléfono y escribir un sms a Maite para proponerle una cena la semana siguiente. También estaría bien un fin de semana de chicas, pensó, pero quizá era demasiado pronto para ese exceso. Necesitaría algún tiempo para encontrarse verdaderamente bien en la piel de la otra Ana.
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