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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (20 page)

BOOK: Maldito amor
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   Últimamente parecía que Salva ni siquiera era capaz de alegrarse al saber que había vendido una obra nueva. «¿Otro?», decía sin disimular su desinterés cuando le comunicaba la venta de un cuadro. El día que le contó que Berta, su marchante, había conseguido para ella una exposición en solitario en la mejor galería de Madrid se limitó a darle la enhorabuena y a cambiar de conversación. Sin embargo, luego había querido invitarla a cenar para celebrar el éxito, y hasta la acompañó a la galería para ver de cerca el lugar donde iban a mostrarse los cuadros. Y aquel día, por la mañana, le había mandado un ramo de flores para desearle suerte en la apertura. Helena casi se había echado a llorar al ver la firma garabateada para rubricar los buenos deseos.
   Y nueve horas después, Salva había desaparecido.
   Helena volvió a mirar el reloj. Eran las ocho en punto. Hacía casi media hora que Salva había salido. Su móvil estaba desconectado. Hizo un último intento de hablar con él justo cuando llegó el primer invitado, un hombre de negocios italiano que ya le había comprado dos obras, y Berta le indicó por señas y con una mirada asesina que apagase el teléfono.

 

   Aquella mañana, cuando le envió las flores con la tarjeta cargada de buenos deseos, Salva se había creído capaz de vivir junto a Helena los acontecimientos de la tarde inaugural: el aluvión de desconocidos obsequiosos, los besos al aire, las babosadas de todo aquel tropel de supuestos exquisitos que jugaban a ser expertos en arte sin disimular del todo que el asistir a exposiciones y comprar cuadros no era nada más que otro antídoto para el aburrimiento. Se había acicalado cuidadosamente, había estrenado traje —el traje de un diseñador italiano que Helena, cómo no, le había regalado— y hasta se había afeitado con espuma. Sí, quería estar con su mujer. Sí, quería apoyarla y animarla, y ser testigo de su triunfo, y dejarse tocar de refilón por los aplausos, y aceptar las felicitaciones que iban dirigidas a ella y estrechar manos de personas que no sabían su nombre. Que ignoraban todo de él salvo que era el marido de Helena Sallent.
   Pero luego llegó a la galería y apareció aquella estúpida, Berta —pelo rojo de
enfant terrible
, ropa carísima y unos aires de grandeza que más bien parecían huracanes— y se llevó a Helena. «Me la prestas un momento, ¿verdad?», había dicho la bruja de cabello de fuego, y él se había quedado solo allí, consciente una vez más de no pintar nada. De ser un cero a la izquierda.
   —Tengo que salir un segundo, necesito hacer una llamada —le dijo a Helena, interrumpiendo unos instantes su conversación con la jefa de prensa de la galería. Ella asintió con una sonrisa.
   Posiblemente, se dijo Salva, ni siquiera lo había oído.

 

   Mientras se alejaba calle abajo —no corriendo, desde luego, pero sí a un paso bastante más rápido de lo normal— pensaba en cómo podía haber acabado así, huyendo no sabía de qué.
   O quizá sí lo sabía: huyendo de la persona a la que más quería en el mundo. Huyendo de Helena, de su aura triunfal, del éxito que se había ganado a pulso durante muchos años de trabajo. Del éxito por el que él también había trabajado. Porque —como la propia Helena se encargaba de recordar a todo el mundo— había sido él quien había insistido en que Helena acabase su tesis en lugar de ponerse a trabajar como profesora de pintura, había sido él quien la había animado a aceptar aquellas clases en la universidad que le quitaban tiempo y estaban mal pagadas, había sido él quien se había empeñado en que empezase a pintar en serio. La ayudó a acondicionar aquel cuartito que no se podía llamar estudio, a trasladar allí todos sus bártulos. Incluso le regaló un caballete nuevo y un lote de pinceles que luego Helena tuvo que cambiar porque no le servían. Eran tiempos felices, pensaba Salva. Tiempos en los que su mujer necesitaba de su amor, de su confianza, de su protección. Sí, eso era. A Salva le encantaba cuidar de Helena, mimarla, insuflarle confianza, decirle que ahí estaba él para arrimar el hombro, ya fuese repintando la pared del estudio o aceptando unas tutorías extra para ganar un poco más de dinero que le permitiese a ella comprar lienzos, pinturas, barnices, lo que fuera. Era maravilloso hacer ese esfuerzo, renunciar a cosas en beneficio de su mujer, tranquilizarla en sus dudas, animarla, confortarla, como aquella vez que llegó llorando porque le habían comunicado que no tenía ninguna posibilidad de hacerse con una plaza fija que se había convocado en la universidad. Él la había abrazado y le había dicho que ellos se lo perdían.
   —Pero Salva, ¿cómo me voy a pasar toda la vida como asociada, ganando seiscientos euros al mes?
   —¿No te das cuenta de que así tendrás más tiempo para pintar?
   —¿Y el dinero?
   —No te preocupes por el dinero.
   Y era Salva quien lo hacía, quien se buscaba unas clases en una academia nocturna para sacarse un sobresueldo, quien renunciaba a pequeños caprichos para que Helena no tuviese que pensar que, en efecto, lo que ella ganaba en la universidad no llegaba ni para comprar los materiales de pintura. Pero eran felices, se decía Salva todos los días. Él cuidaba de Helena. Y Helena se dejaba cuidar. Hasta que el mal viento del éxito entró por la ventana y se llevó todo eso.

 

   Salva recordaría para siempre la noche en casa de aquel ricachón, cuando Helena hizo su entrada triunfal y de pronto se sintió desplazado. Él mismo se daba cuenta de que era absurdo, pero notó como si de pronto menguase incluso desde el punto de vista físico. Como si, más que pequeño, se hubiera vuelto invisible. Helena no se dio cuenta: estaba noqueada por su propio triunfo, borracha de complacencia, ahíta de elogios, de cumplidos. En el taxi de vuelta a casa ella apoyó la cabeza sobre su hombro sin hablar, y Salva supo disimular aquel extraño malhumor cuyo origen no era capaz de determinar, pero que estaba ahí. Entonces pensó que se le pasaría. Que era sólo una reacción extraña ante lo desconocido: verse reducido a la condición de acompañante en un entorno extraño donde nadie sabía su nombre ni tenía la menor intención de averiguarlo. Y se durmió pensando que aquello desaparecería. Pero no fue así.

 

   En los días siguientes la vida de Helena —la vida de ambos— dio el vuelco definitivo. Empezaba a entrar dinero a raudales en su magra cuenta corriente. También llegaron las entrevistas, las llamadas, las invitaciones. Helena ya no era la tímida profesora universitaria, sino una artista. Un día llegó contando que, para darle una sorpresa, había liquidado con el banco el 20 por ciento de la hipoteca que pesaba sobre su piso (y cuyos plazos, hasta entonces, pagaba en solitario el propio Salva). Después se empeñó en hacer unas cuantas reformas en la casa: un parquet nuevo, un armario más grande, un cambio en los muebles de la cocina. Y luego, lo del coche: sin decirle nada, compró un coche para sustituir aquella carraca del año de la nana que habían usado los dos durante siete años.
   —Te estás gastando un dineral —decía él.
   —¡Pero es que estoy ganando mucho! Llevo tanto tiempo sin un céntimo, tanto tiempo dejándote a ti con todos los gastos...
   Y Salva veía como, con toda naturalidad, Helena se empeñaba en que la vida de ambos variase gracias a su nueva situación. A su nueva vida, que de pronto había cambiado lo indecible. Su ámbito se llenó de personas ajenas. De gente desconocida a la que Helena se veía obligada a tratar. Al principio, Salva se consolaba pensando que a su mujer le gustaba tan poco como a él relacionarse con toda aquella legión de extraños (posibles compradores, posibles expertos, supuestos críticos y promotores), pero un buen día se dio cuenta de que Helena se movía entre ellos con una naturalidad insultante. No sólo no le molestaban: es que se sentía cómoda a su lado. Fue un mazazo para Salva, que necesitaba ver en su mujer una aliada de su incomodidad. Estaba dispuesto a estrechar manos, a fingir risas, a ejercer de relaciones públicas, pero quería que Helena encontrase aquella situación tan engorrosa como él. Pero para Helena aquellos cócteles, aquellas cenas, aquellas fiestas a las que ahora los invitaban, no suponían una maldición, ni siquiera un pequeño sacrificio. Eran parte del premio que le había tocado en suerte. No, ella no consideraba a quienes se le acercaban para cubrirla de elogios una pléyade de pelmas, desocupados o aduladores: eran gente agradable, bien educada, que alababa su trabajo.
   —Pero ¿tú crees que alguno de éstos entiende algo de pintura? —le había dicho Salva una vez.
   —Pues no lo sé, Salva... Pero tratan de ser amables.
   —¿Amables? Te hacen la pelota.
   Ella se había echado a reír al escuchar aquella frase.
   —¿La pelota? ¿A mí? Como si yo pudiera servirles de algo... Si fuese millonaria, o... No sé, si me dedicase a la política... Pero sólo tengo mis cuadros. ¿Para qué vas a hacerle la pelota, como tú dices, a alguien que no puede darte nada?
   A Salva no le quedó más remedio que reconocer que tenía razón: ¿qué podía hacer Helena por personas así: ricas, poderosas, cargadas de dinero y de prestigio social? ¿Qué necesitaban ellos de Helena? Salva tardó en entender que todos aquellos que rodeaban a su mujer para ensalzarla, que compraban sus pinturas muchas veces sin entenderlas lo más mínimo, pertenecían a esa clase de personas que se sienten atraídas por el talento ajeno como las moscas por la miel. Gente a las que deslumbra la inteligencia de otros, quizá porque reconocen que la suya no es gran cosa.
   Lo que Salva no entendía era que Helena no despreciase a aquella gente, sino que pareciese encantada de recibir su atención untuosa, sus piropos melifluos. No, Helena no estaba incómoda con aquella mezcla insana de niños de papá, de nuevos ricos, de aristócratas con ínfulas de mecenas. A todos los trataba con la misma amabilidad sincera, con la misma simpatía. No sólo los toleraba: es que parecía que le caían bien. En vano intentó Salva que los criticase o que se riese de ellos en la intimidad de su hogar: lejos de participar de las burlas, daba la sensación de que le molestaban.
   —¿Quién era aquel cachalote lleno de joyas que te daba la tabarra?
   —¿De quién hablas?
   —De aquella rubia tan operada... La que te invitaba a su casa de no-sé-dónde...
   —¿Fernanda Ortega? Es una mujer muy agradable.
   —Pues parecía completamente idiota.
   —No lo es. Tiene una de las mejores colecciones de Tàpies de...
   —Pues no será con lo que ahorra con el bótox, porque la cara la tenía como un tambor.
   Aquel día, Helena había dirigido a Salva una clara mirada de reproche.
   —A veces eres muy desagradable.
   Y salió del salón, sin darle la oportunidad de responder. Aquel conato de pelea, lejos de hacer reflexionar a Salva sobre lo inconveniente de sus apostillas hirientes, le dio nuevos bríos, y empezó a burlarse sistemáticamente, con razón y sin ella, de todo el que se acercase a Helena. Pero no volvieron a discutir por ese asunto: ella fingía no entender los comentarios mordaces y las frases despectivas que Salva lanzaba al aire.
   Lo cierto es que, a pesar de haber ampliado su círculo de amistades, Helena nunca había desatendido a los amigos de siempre, ni a la familia, ni al propio Salva. Igual que en sus inicios, se multiplicaba para estar en todas partes a la vez. Para pintar, para dar sus clases, para asistir a una gala benéfica y a la comida que organizaba su suegra. Una vez se escapó de un concierto para no perderse la fiesta de cuarenta cumpleaños de su cuñado, y en otra ocasión durmió sólo tres horas para poder acompañar a Salva a un partido de fútbol. Los que la vieron allí, en la grada, tiritando de frío y de sueño, sin perder la sonrisa y animando a su marido, dijeron una y mil veces que hay que ver la suerte que tenía Salva. Al parecer, el interesado era el único que no se daba cuenta.

 

   Luego fue lo de la casa: Helena empezó a decir que por qué no se mudaban. Su piso era pequeño (apenas sesenta metros) y ahora podían comprar algo más grande y en otra zona. En su fuero interno, Salva sabía que tenía razón: aquel piso en un barrio popular, estrecho y algo oscuro (un tercero sin ascensor) estaba bien para un profesor de instituto y su mujer becaria de la universidad... Pero ahora las cosas habían cambiado, y podían permitirse una casa mejor. La mudanza había quedado en suspenso, porque Helena estaba muy ocupada pintando, pero Salva tenía claro que iba a llegar el momento de planteárselo seriamente. Y entonces tendría que reconocer que su nueva vida —una vida mejor, sin duda— se la debía enteramente a su mujer.
   Se sentía mezquino al pensar que añoraba el tiempo en el que era él quien pagaba las facturas. «No te preocupes, ya nos arreglaremos», decía él. Y se arreglaban. O, mejor dicho, lo arreglaba Salva, que encontraba unas clases particulares, o ayudaba a un primo suyo a hacer declaraciones de la renta, o escribía entradas para una enciclopedia. A Helena le dolía ver que era el único que hacía esfuerzos, pero él la tranquilizaba: «Tú pinta». Y eso fue lo que hizo. Ahora, que había llegado el momento de recoger el fruto de tantos esfuerzos —el fruto de los esfuerzos de ambos, como la propia Helena se encargaba de recordar—, Salva no era capaz de dejar a un lado sus prejuicios, sus miedos, y se negaba a compartir con su mujer las gozosas consecuencias del éxito.
   Helena no entendía aquella tozuda negativa a sacar partido de la bonanza, como si todo lo que le estaba pasando no fuese una racha de buena suerte que tocaba a los dos. Salva no lo veía así, y se esforzaba en subrayar que el éxito era de ella, que el dinero era de ella, que los lugares a los que iban eran espacios reservados para ella, que era a ella a quien la gente quería conocer. Él no era nadie. Un oscuro profesor de matemáticas. Un maestrillo de instituto. El hombre vulgar de quien seguro que todo el mundo hablaba a escondidas, preguntándose qué demonios había visto en él una mujer tan bella y tan brillante como Helena. Una pintora cotizada y un simple docente. Una joven talentosa con un rutilante futuro y un simple funcionario del Ministerio de Educación al que había tocado la lotería por casarse con alguien como Helena, que era guapa, inteligente y ahora, además, rica. El convencimiento de que todos los que rodeaban a su mujer lo consideraban a él una pieza menor de la vida de ella llegó a convertirse en una obsesión. Se dijo que, después de todo, él no tenía por qué encajar en aquel mundo. Empezó a boicotear ostensiblemente los planes de Helena, a llegar tarde a sus citas, a evidenciar su aburrimiento en los actos sociales, a presentarse incorrectamente vestido.
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