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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (23 page)

BOOK: Maldito amor
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   Aquella tarde, Olga me miró con sus ojos hinchados y llenos de lágrimas y me hizo la pregunta que yo más temía: «¿Qué hago ahora?». Yo me mordí la lengua, claro. Porque si me ocurriese a mí lo que le había pasado a Olga, si mi marido llegase un día a casa confesando que se había tirado a su compañera, a su clienta o a la recepcionista, tardaría sólo unos segundos en señalarle la puerta para apresurarme a cambiar las cerraduras y asegurarme así de que iba a quedarse para siempre lejos de mi casa y de mi vida. Pero yo no era Olga, ni Olga era yo. Yo no estaba tan acomplejada con respecto a mi pareja, ni sentía por él ese amor reverencial que Olga experimentaba con respecto a Mateo. Yo podría hacer borrón y cuenta nueva, empezar otra vida sola, encontrar a otro hombre. Olga no. Si dejaba a Mateo iba a pasarse la vida cocinándose en su propia inseguridad, en su propia amargura, añorando a Mateo y lamentando eternamente el no haberle dado otra oportunidad. Así que respiré hondo, pasé la mano por el cabello quebradizo de Olga, le sonreí y le dije lo que esperaba escuchar: al fin y al cabo, Mateo había sido lo suficientemente honesto como para confesarle su aventura, ¿no? Podría haberla ocultado sin problemas. Posiblemente había tenido un momento de debilidad. Les pasa a muchos hombres...
   Me habría gustado añadir «y a muchas mujeres», pero no quise complicar más el asunto. Aconsejé a Olga que se permitiese dar muestras de su disgusto durante unos días, que hablase claramente con Mateo de cómo se había sentido y que le dijese con toda claridad que, si algo así se repetía, no volvería a verla en toda su vida. Y luego le aconsejé que intentase olvidar lo ocurrido, igual que habría aconsejado a un niño que tratase de borrar de la cabeza una pesadilla.
   Lo hizo. Pero no porque yo se lo dijese, sino porque era lo que de verdad deseaba hacer. Sólo necesitaba una excusa para otorgar a Mateo el perdón que le salía de dentro. Así que eso fue lo que hizo: tragarse el sapo y seguir adelante. No fue fácil, y me consta. Después de aquello, Olga pasó lo que supongo que fue una depresión, y digo supongo porque ella nunca dio muchas explicaciones al respecto. Sé que estuvo desaparecida, que incluso pidió una baja laboral y que ella y Mateo siguieron una terapia de pareja. Al parecer les sentó bien. Las cosas entre ellos se arreglaron. Supongo que no completamente: la traición es algo que se perdona pero nunca se olvida del todo. Pero, después de unos meses raros, las aguas volvieron a su cauce y ambos parecían felices, como si hubiesen hecho borrón y cuenta nueva. Como si el desliz de Mateo se hubiese convertido en una pequeñísima mancha en su expediente de marido ejemplar.
   La tarde que Olga me llamó y me dijo que quería hablar conmigo me temí lo peor. Quizá Mateo había vuelto a las andadas. Y esta vez, pensé, no iba a ser tan fácil arreglarlo. No podía echarle otro capote, no podía volver a empujar a Olga hacia la absolución, ni mucho menos mostrarme comprensiva. Dar una oportunidad es ser generosa. Dar dos es ser estúpida. Si Mateo había vuelto a engañarla, esta vez aconsejaría a Olga que lo echase de casa y se buscase un buen abogado.
   Cuando entré en aquella cafetería del centro, ruidosa y anodina, esperaba encontrar a una Olga hundida en la miseria, con los ojos irritados, la piel cenicienta y los nervios a flor de piel. En lugar de eso, me estaba esperando una mujer risueña, de mejillas arreboladas y pupilas brillantes que ni siquiera esperó a que me sentara para soltar la bomba.
   —He tenido una aventura.
   Eso fue lo que dijo. Ni siquiera sé lo que pedí al camarero que acababa de acercarse. Estaba preparada para consolar a mi amiga, para indignarme con ella, para ayudarla a luchar... y resulta que ahora era ella la que daba la campanada.
   Me lo contó atropelladamente, saltándose algunos detalles y abundando en otros, o eso me pareció a mí, porque la sorpresa no me dejaba asimilar bien la información. Había sucedido hacía unas semanas. El tipo era un compañero de trabajo. Muy guapo, decía Olga. Y más joven que ella.
   —No muchísimo más joven, ¿eh? Es muy simpático. Dice que le gusto mucho. Porque las primeras veces yo...
   —¿Cómo qué «las primeras veces»? ¿De cuántas veces estamos hablando?
   Olga se ruborizó.
   —Bueno, yo qué sé. Unas cuantas.
   La miré sin dar crédito por encima del café con leche que acababan de servirme. Olga, la mosquita muerta, la chica que parecía incapaz de romper un plato, tenía una relación extramatrimonial con alguien más joven que ella... y que trabajaba en el mismo sitio. Increíble. Y lo peor era que no me lo estaba contando como quien hace una confesión esperando ser absuelta. Me lo contaba (o eso me pareció a mí) porque necesitaba compartir con alguien aquella sensación de plenitud que despertaba en ella el ser una mujer infiel. No, no parecía una chica contrita, sino alguien que pasaba por una etapa de ilusión.
   —Así que te has enamorado...
   Me miró con los ojos muy abiertos y se echó a reír.
   —Estás de broma, supongo. Toño tiene veinticinco años, trabaja en el despacho de al lado y tiene una novia belga o algo así. Yo tengo treinta y siete, estoy casada y soy madre de familia. Vamos, que ni loca.
   Mi expresión debió de ser un fiel reflejo de lo que sentía: un absoluto desconcierto. Mi amiga, la dócil, la manejable, la predecible Olga, hablando tan abiertamente de una relación extramatrimonial...
   —Bueno, a ver, di algo.
   —No sé, Olga... ¿qué quieres que te diga? Lo pasaste tan mal cuando lo de Mateo, que nunca me habría imaginado que tú...
   —Ya. Pues, ya ves... A ver, al principio estaba un poco... No sé, me sentía rara. Nunca en la vida había hecho algo así, tú lo sabes mejor que nadie. Pero Toño me gusta. Mucho. Y a él le gusto yo, ¿a que es increíble? Un tipo tan joven fijándose en una mujer que podría ser su hermana mayor... O su profesora de inglés... Un día pensé que, en otro tiempo, incluso habría podido hacerle de canguro. Es excitante, ¿no? Ya sé, ya sé, te parece imposible que esté hablando así. Pero es lo que hay. Tengo un lío con un chico más joven y estoy encantada de la vida.
   Era como si tuviese delante a otra persona.
   —Y... ¿y Mateo? ¿Y las niñas?
   —Las niñas no tienen nada que ver en esto. Y Mateo tampoco. Esto es asunto mío y nada más. Soy la misma madre que hace meses, y la misma esposa. Casi diría que soy mejor. ¿Sabes por qué? Porque antes estaba siempre descontenta, triste y... sí, amargada. Vamos a decirlo con todas las letras. Me sentía como una tonta del bote que ha cazado a un marido perfecto y que no se merece esa suerte. Ahora ya no pienso en esas estupideces. Estoy enamorada de Mateo. Y me dejaría matar por mis hijas. Pero he descubierto una parte de mí que no conocía y que me apetece explorar. El sexo separado del amor. La relación física con una persona por la que no siento nada más que deseo... ¿Sabes que Mateo es el primer hombre con el que me acosté?
   Meneé la cabeza para decir que no. ¿Cómo demonios quería que lo supiese? No es el tipo de cosas que se le pregunta a alguien cuando te la presentan. «Hola, soy Natalia. ¿Con cuántos tíos te has acostado antes de casarte con éste?»
   —Pues así fue. El primero y el último. Hasta que llegó Toño pensaba que sería incapaz de acostarme con alguien de quien no estuviese enamorada. Que eso de meterse en la cama con un desconocido era algo que les pasaba a otras mujeres. Y ya ves, aquí me tienes, buscando excusas que justifiquen por qué un par de veces por semana llego a casa una hora más tarde de lo habitual.
   ¿De verdad era Olga quien estaba hablando?
   —Por supuesto, si tuviese que elegir entre mi familia y mi relación con Toño, le dejaría a él sin dudarlo ni un momento. Pero ¿sabes? No hay necesidad. Porque a nadie afecta el que yo me vaya a una habitación de hotel y pase allí un rato divertido con un hombre que me gusta y al que yo le gusto. Eso no cambia nada el resto de mi vida. Si en lugar de quedar para acostarme con él quedase contigo para jugar al tenis, a nadie le parecería un problema. Pues bien, para mí Toño es eso: un partido de tenis. Un entretenimiento.
   Me devanaba los sesos intentando decir algo acorde con el discurso de Olga, tan equilibrado como cínico.
   —Y... ¿y si te descubren?
   Ella se rió.
   —No me descubrirán. Como yo no habría descubierto nunca a Mateo si él no hubiese confesado. No voy a correr riesgos porque lo que tengo con Toño no los merece. Durará lo que dure, y quedará entre él y yo.
   Olga se quedó callada y yo me bebí el café de un solo trago. Estaba helado y se me había olvidado echarle azúcar, así que lo encontré raro y amargo. De pronto se me ocurrió una pregunta.
   —Olga, ¿por qué me lo has contado?
   Ella movió la cabeza, pensativa, y me miró, sonriente.
   —Tal vez porque sé que siempre te di un poco de pena. El patito feo, ¿verdad? La cenicienta de la pandilla. Pues olvídate de eso. Ya no soy la chica digna de compasión que tú conocías. Esa chica desapareció. No digo que me haya convertido en cisne... pero soy otra persona. Y ¿quieres saber algo? Esta Olga me gusta más que la otra.

 

   Olga no volvió a hablarme nunca de su aventura. No sé si lo suyo con Toño duró mucho más, si terminó definitivamente, o si hubo otros hombres después que él. Yo no le hice preguntas. Ella no volvió a confiarme sus aventuras. No estoy segura de si alguna vez se arrepintió de haberme hecho partícipe de su secreto, pero creo que cuando lo hizo necesitaba compartir con alguien aquella historia. Quizá es la única forma de confirmar que algo está pasando realmente y no es sólo cosa de la imaginación.
   Olga y Mateo siguen pareciendo el mismo matrimonio feliz. A él lo han vuelto a ascender, acaba de cumplir los cuarenta y hay que decir que le sientan bien los años. Y, para qué mentir, a Olga también. Ahora va por el mundo pisando más fuerte, y ya no es aquella mujer apocada y tristona que miraba arrobada a su marido. Se ha cortado el pelo, hace deporte, se cuida mucho más y se viste mejor. Y hubo un tiempo en el que pensé que su misteriosa transformación había comenzado en los brazos de un chico más joven con el que se citaba a escondidas después del trabajo. Pero ahora, con el tiempo, me he dado cuenta de que en realidad la metamorfosis de Olga empezó a gestarse a raíz de la infidelidad de su marido: cuando el príncipe azul se convirtió, ante sus propios ojos, en un sapo lleno de verrugas, y para sobrevivir tuvo que volver a nacer convertida en otra persona.

 

   
El amor infiel

 

   
En los seres humanos siempre se ha dado un conflicto entre la necesidad de vinculación y apego a la pareja y a los hijos, y la fuerte inclinación al contacto sexual variado. La probabilidad de que surja este problema es muy alta y, cuando ocurre, suele marcar un antes y un después, ya que suele generar mucho sufrimiento. Esta crisis puede aprovecharse para iniciar un cambio y reforzar el vínculo o, por el contrario, para marcar una distancia imposible de salvar por la aparición de la culpabilidad, la desconfianza y el rencor
.
El valor de la infidelidad

 

   Nos emocionamos intensamente cuando ocurre algo importante para nuestra vida. Quizá este hecho explique por qué nos hace sufrir tanto la infidelidad. Descubrir que nuestra pareja nos está siendo infiel supone una gran amenaza al vínculo afectivo y al proyecto que compartíamos. Para quienes llevan suficiente tiempo juntos o incluso han formado una familia, puede implicar la ruptura de la estabilidad de la vida familiar y, por supuesto, de todo un sistema de complejas relaciones con el mundo que hasta ese momento les daban seguridad. Por tanto, descubrir este hecho es como augurar un tsunami. Pero a pesar de todo, incluso si ocurre sólo en una ocasión, para muchos la infidelidad es imperdonable.
¿Por qué es tan difícil perdonar la infidelidad?

 

   Un motivo son los
celos sexuales
, presentes en nuestra especie desde siempre y que en estos momentos se reactivan con una fuerza tremenda. Para la mayoría de los hombres resulta insoportable imaginar a sus parejas manteniendo una relación sexual con otra persona. A las mujeres puede hacerles sufrir aún más el imaginar que, además de sexo, sus parejas puedan haber desarrollado una relación sentimental con una tercera persona, con quien intercambian una comunicación íntima.
   Pero las reacciones de miedo, rabia, pena, etc., finalizan en algún momento. Así pues, ¿hay algo más que haga imperdonable la infidelidad de nuestra pareja?
   Sin duda, se trata del significado que le damos al adulterio.

 

   
• Nos influye el
significado cultural
. La manera en que ha sido castigada la infidelidad femenina a lo largo de la historia de la humanidad nos advierte del significado terrible de la infidelidad: lapidación (Oriente Medio), escaldamiento (Japón), aplastamiento entre dos piedras (China tradicional), amputación de la nariz o las orejas (algunas tribus de amerindios), son ejemplos del maltrato severo. En cuanto a la ablación, es decir, la mutilación más o menos extendida de los órganos genitales femeninos, todavía muy practicada en África y en la península Arábiga, se considera, entre otros, un medio para garantizar la virtud de las mujeres.¹

 

   En otros grupos sociales más cercanos, la infidelidad puede ser castigada con la ruptura de la relación con la persona que es infiel. Otras veces, el castigo es sustituido por la empatía o incluso el refuerzo positivo, si se trata de ensalzar la masculinidad. Cada pareja está inmersa en un contexto social distinto y dependiendo de éste verá condicionado su modo de responder en la intimidad.

 

   
• Nos influye nuestra imagen pública: el sentimiento de humillación
. Si hemos nacido en una cultura que castiga duramente el adulterio, el descubrimiento de la infidelidad de la pareja implica exponerse a una humillación, a una pérdida de valor personal ante una sociedad que nos contempla, lo que justifica el castigo. Pero aunque no pertenezcamos a esas culturas, la infidelidad puede resultar uno de los ataques más duros a la autoestima, especialmente si en nuestra biografía este hecho se ha asociado al desprecio o la traición. Compararse con el rival puede ser una fuente de disgusto difícil de superar. Para los hombres es imperdonable que «el otro» sea más fuerte físicamente, más potente sexualmente o esté en una mejor posición social. Para las mujeres, resulta complicado superar la imagen de su pareja con «otra» más joven y más guapa.
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