Helena...
Seguro que casi todos estamos de acuerdo en que Helena tiene derecho a vivir su momento estelar, a saborear la miel que es fruto de un trabajo y esfuerzo constante. También es bueno para ella sentir que puede contribuir económicamente a mejorar las condiciones de la vida familiar. Pero todo lo que ocurre en una pareja, bueno o malo, es fruto de los dos, de la responsabilidad compartida.
Helena no ha empatizado con Salva. Es verdad que ha sido atenta, generosa, cariñosa, pero no ha sido capaz de acercarse a los sentimientos de él desde que empezó todo el proceso del éxito. A pesar de la actitud negativa de Salva, no le ha preguntado: ¿Cómo te sientes desde que mi vida ha cambiado? ¿Cómo estás?
No es fácil empatizar con quien contradice nuestro momento de felicidad, sobre todo cuando se está borracho de éxito. La euforia de los momentos de éxito lleva la atención a todo aquello que la confirma, buscando la complicidad, la empatía en los demás o el contagio. Parece ser que, cuanto más impacto emocional negativo nos provoca el disgusto de otros, más difícil se vuelve la empatía y más «desviaciones egoístas»4 se producen, hasta que tendemos a hacer aquello que nos alivia a nosotros mismos pero que no reconforta a los demás. Cuando nos asaltan las dudas, nos convencemos con un «Ya se le pasará, es normal, son muchos cambios», y miramos a otra parte más dulce.
Pero no relacionarse con lo que realmente está sintiendo Salva es equivalente a ignorarlo. «A veces eres muy desagradable», le dice Helena ante las insistentes burlas que hace de sus nuevos amigos... Actúa como si no estuviera pasando lo que pasa y eso aísla aún más a Salva. Esta falta de contacto con los sentimientos conflictivos es muy grave en las parejas y es uno de los síntomas más frecuentes de incomunicación. Y aunque permite mantener viva (en estado vegetativo o «en coma» sería mejor decir) la relación, se mantiene al precio de convertirlos en una pareja de desconocidos.
Ahora que todo va bien para ella, no puede arriesgarse ni a perder esa vida nueva ni a perder a Salva. Su éxito es «su obra» y Salva es la base de seguridad desde la que explora. Se convierte en una «supermujer» que se multiplica para acompañarle al fútbol, a los recados... Se esfuerza por llegar a cenar a tiempo, es generosa y amable con él... Paradójicamente, cuanto más supermujer es Helena, más inferior se siente Salva.
Si Helena se hubiera quedado durmiendo las horas que necesita, si hubiera dejado de correr y no le hubiera acompañado a algún recado, si le hubiese expresado directamente cuánto le hieren sus desprecios, entonces se habría arriesgado a que Salva se expresase, se quejase de su ausencia, de su independencia, de su nueva vida. Habría abierto la puerta del conflicto, estimulando a Salva para que le dijera la verdad: que no es feliz. Pero Helena huye del conflicto que podría poner en riesgo su éxito. Ambos disimulan todo el tiempo lo que en el fondo piensan y sienten. Este baile de máscaras tan frecuente en las parejas desgasta poco a poco nuestra energía e ilusión. Cuanto más tiempo pasamos sin sincerarnos, más difícil es afrontarlo y más nos alejamos de nuestro verdadero yo.
Sentir y conocer
Salva ha tomado una decisión: escapar de la angustia; abandonar a Helena con su nueva vida para regresar a la vida anterior, libre de exigencias. Es una solución que sólo le libera a corto plazo, porque implica perder el amor y un proyecto de vida. Otra alternativa habría sido aprovechar la información que le aportan sus sentimientos para analizar qué metas tiene, quién quiere ser, hasta dónde quiere llegar y cuáles son sus valores.
Para ello es necesario pararse a
sentir
. Cuando el sentimiento es amargo, tendemos a hacer justo lo contrario, huir. Pero lo que sentimos
nunca
es el problema, sino el resultado de una manera particular de relacionarnos con la realidad. El sentimiento es el
valor
que le damos a algo, el
significado
que producen en nosotros unos hechos, y no tiene por qué ser igual a lo que sentirían otras personas en esa misma situación. Los sentimientos se producen de manera involuntaria y no puede evitarse que aparezcan. Suceden como otras tantas cosas que no podemos controlar. Por ese motivo, es inútil
resistirse a sentir
. Un sentimiento es como una huella, algo que nos define, pero no somos nosotros. Sentir envidia u odio no nos convierte en malos. Tenemos derecho a sentir lo que sea.
Salva comenzó con apertura y curiosidad ante la primera invitación a cenar en casa del banquero. También detectó el primer aviso de incomodidad en la sala ante los aplausos a Helena y en el coche, cuando regresaban a casa. En aquellos momentos, se dio cuenta de su mal humor, pero lo atribuyó a una reacción ante lo desconocido. Nuestra mente nos protege constantemente, haciendo de la verdad algo huidizo. A menudo estamos a punto de encontrarnos, pero en un segundo nuestras defensas levantan para nosotros un nuevo escenario, que nos alivia de inmediato, y la vida sigue.
Es complicado para todos detectar que estamos inseguros en los momentos cruciales. Sin embargo, es excelente hacerlo, por el gran conocimiento sobre nosotros mismos que nos aporta. Para lograrlo debemos aceptar la experiencia, lo que significa dejar de ser jueces y convertirnos en reporteros gráficos de nuestra propia vida. Es preciso «fotografiarnos» en los instantes claves y vernos como si no fuéramos nosotros, desde la distancia. Fotografiar cada situación y el sentimiento que la acompaña es una puerta de entrada a la intimidad.
La primera fotografía es impresionante para cualquiera. Salva nota que mengua desde el punto de vista físico. Por un lado, es capaz de ver las ventajas que conlleva lo que sucede, pero por otro, se enfrenta a una experiencia compleja que implica muchas emociones combinadas: El
orgullo
y el
amor
por su mujer, bella e inteligente, que es reconocida por personas importantes. La
tristeza
, el pesar que le embarga al enfrentarse a la pérdida de su rol (la del marido fuerte que apoya, cuida y mima a una Helena que le necesita, que es vulnerable sin él). Los
celos
, cuando ve que Helena se divierte con otros y es feliz con personas que no tienen nada que ver con él. La
vergüenza e ira
, cuando es tratado como alguien corriente o se ve a sí mismo fuera de lugar. La
rabia
contra sí mismo por no saber dominarlo y contra Helena por vivir ajena a sus sentimientos y ser feliz cuando él se está hundiendo. El
miedo
a ser rechazado, criticado o quizá abandonado en un futuro próximo. Tiene tanto miedo que no se ha dado cuenta de que Helena no necesita un hombre rico a su lado, sino a él, con quien tiene un proyecto de vida. Un proyecto que deberá reorganizarse en común ahora que están cambiando las cosas, porque la vida está en evolución constante.
Es preciso
aceptar
la información que nos arrojan los sentimientos, la imagen de sí que conllevan. Si el problema no está en la estupidez de los demás y en la candidez de Helena, sino en el hecho de sentirse inferior e inútil en estas circunstancias. Cuando nos ocurre esto, ¿qué podemos hacer por nosotros mismos para remediarlo?
Comprender, aceptar y progresar
Nadie está dudando del valor de Salva. Sólo él lo sospecha. Cuando el presente no acaba de justificar nuestras emociones, debemos buscar las respuestas en nuestro pasado: en nuestras historias de amor y prestigio. Y la primera historia nos transporta hasta nuestros padres y hermanos.
Ser amado incondicionalmente en nuestra infancia es la base de seguridad en uno mismo. Eso significa ser amado y aceptado con independencia de lo que se consiga y opinen los demás. Uno es querido simplemente por existir, por ser hijo, hermano, amigo o niño. Se es apreciado por ser único y diferente a los demás. Esta experiencia es una coraza para explorar el mundo con curiosidad y deseos de aprender. El amor condicional se caracteriza por lo contrario: por mostrar orgullo o amor sólo cuando el niño alcanza las metas que desean los padres. Dejando de mirarlo y hablarle, o despreciándolo cuando no se comporta como se espera u otros le superan, comparándole negativamente. Esta experiencia determina la creencia básica de que uno sólo puede ser amado o apreciado cuando llega alto, cuando es tan trabajador o inteligente como alguno de los padres o bien cuando supera a los demás.
La visión de uno mismo también se conforma a través de la identificación con el padre o la madre y lo que éstos representan socialmente. La identificación con un padre anulado por una madre dominante, o que decepciona a la madre o a la familia por no llegar más lejos y «no estar a la altura», puede convertirse en un motivo organizador de la existencia: lleva a evitar de un modo inconsciente aquellas situaciones que lo representan de manera similar o a tender a establecer relaciones en las que eso no puede suceder. La autoestima depende de eso.
Las primeras historias amorosas en la adolescencia o en la primera juventud también son muy influyentes y pueden transformar lo aprendido en la infancia familiar, o por el contrario, reforzarlo. Las atribuciones o explicaciones que nos damos respecto a por qué somos aceptados o rechazados determinan dónde pondremos la atención y a qué daremos importancia en las siguientes relaciones. Pero a lo largo de la vida es preciso actualizarse, reprogramarse, reorganizarse, lo cual es posible porque somos seres inteligentes y con un cerebro plástico preparado para cambiar. Es el momento de reconocer nuestro
valor
como personas desde nuestro punto de vista, no desde el de nuestros padres, maestros o parejas del pasado. Es la ocasión de mirar quiénes queremos ser y qué personas son verdaderamente importantes para nosotros.
«¿Es bueno que la persona a la que amo triunfe personalmente? ¿Qué tiene de bueno para mí?...» «¿Cómo me valoro a nivel profesional?» «¿Necesito ganar más dinero para sentirme mejor?» «¿Qué experiencias han marcado esta manera de sentirme?» «¿Fueron buenos esos jueces? ¿Deben seguir influyéndome o es el momento de intentar superarlo?» «¿Qué cambios podría hacer en mi vida para sentirme valioso y seguir con la persona que amo?» «¿Me gusta cómo actúa Salva?» «¿Tengo derecho a expresar mis disgustos a mi pareja?» «¿De qué tengo miedo?
»
Son preguntas importantes que se pueden abordar desde la intimidad en la que nadie nos juzga, ni siquiera nosotros. De ese modo, el siguiente paso será más fácil: abrirse al otro.
Comunicar lo que sentimos
Da lo mismo quien dé el primer paso para ello. A menudo le damos demasiada importancia a eso. Se trata de un asunto muy trascendente para el futuro de ambos y no debemos posponerlo esperando a «que llegue el momento». Los momentos no llegan, los creamos. Incluso puede ser útil buscarlo con ayuda del otro: «Necesito hablarte de algo muy importante para mí... ¿Buscamos un momento...?». Cuando describimos lo que ocurre y cómo nos hace sentir sin culpabilizar al otro de ello, no sólo asumimos nuestra responsabilidad en la pareja y en la vida, sino que estamos ofreciendo el mejor estímulo para crear empatía. Estas conversaciones son claves para la vida de una pareja y suelen reforzar la relación (incluso aunque de ellas se desprenda una separación).
No siempre estamos preparados para ese análisis o comunicación. Pero la vida continúa y tarde o temprano volverá a sorprendernos con otro reto. Quizá entonces llegue el momento de abordarlo de otra manera. Sin conflictos, sin cuestionamientos no puede haber avance. Somos seres en desarrollo continuo. Seres con capacidad de elección.
Infieles
A Olga la conocía de toda la vida. Era lo que se dice una buena chica. Así, sin más. No era llamativa, no era extraordinariamente inteligente, no era especialmente guapa, ni destacaba por nada. Era una persona normal. Se había casado muy joven con su novio de la universidad: Mateo. Él sí era de esos tipos que están por encima de la media. Muy guapo, muy elegante, muy simpático. Venía de una familia de esas que en provincias llaman «de toda la vida» y tenía un trabajo estupendo y una nómina apabullante. Olga, sin embargo, era de origen modesto y trabajaba como secretaria de dirección, lo que significa que echaba más horas que un reloj y tenía un sueldo discretito. Sin embargo, a pesar de que no eran precisamente almas gemelas, Olga y Mateo hacían una pareja estupenda, se llevaban bien y parecían quererse mucho.
Tenían dos niñas. Guapísimas, por cierto. Olga decía que habían salido a su padre. La autoestima de Olga era más bien escasa, y por eso no perdía ocasión de dejar claro que su marido era más atractivo que ella, más listo que ella, y estaba mejor situado profesionalmente que ella. Cuando era testigo de aquellos ataques de humildad que me parecían absurdos, yo discutía con Olga. Pero no había nada que hacer. No es que mi amiga estuviese convencida de haber ganado el premio gordo de la lotería con aquel marido tan guapo y tan espabilado que le había tocado en suerte. Es que, además, estaba segura de que no se merecía a un ser tan fabuloso como Mateo. «No sé qué ha visto en mí», decía, y yo procuraba fingir que no la oía para no tener que contestar. Porque, sinceramente, había pensado lo mismo muchas veces.
Cuando ocurrió «aquello», Olga y Mateo acababan de celebrar su octavo aniversario de boda. Estaban felices, o eso parecía. Y entonces Mateo tuvo un desliz. La verdad es que no me interesé mucho por las circunstancias: posiblemente fue con una compañera de trabajo, una ejecutiva extranjera o la camarera de un restaurante. El caso es que engañó a Olga. De una forma bastante chapucera, por cierto: fue sólo una vez, le entraron remordimientos y lo confesó todo como un colegial arrepentido. A mí me lo contó la propia Olga, llorando como una magdalena. Daba pena verla: sentía que su mundo entero se había derrumbado y, sobre los escombros, emergía ella, desconsolada y llorosa.
Lo peor era que la pobre Olga estaba convencida de que se había ganado la cornamenta. Qué se iba a esperar ella, tan feúcha, tan vulgar, compartiendo la vida con un hombre tan apetecible y tan estupendo como Mateo. Ahí la frené en seco. Le dije que no mezclase las cosas. Que la infidelidad no tenía nada que ver con los supuestos desequilibrios entre los miembros de una pareja. Que eran cosas que pasaban a veces. Cosas que dolían, que enfadaban, que mermaban la confianza, que herían una relación, a veces de muerte. Pero sólo a veces. Porque en muchas ocasiones una infidelidad —que no era, en realidad, más que una forma de crisis— se superaba y hasta llegaba a olvidarse.