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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (22 page)

BOOK: Manuel de historia
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Las universidades rebosan de estudiantes, pero no hay aulas suficientes, ni profesores, ni bibliografía, ni tecnología, y los diplomas se obtienen por sorteo después que han transcurrido tres años desde el ingreso del alumno. La gente, temerosa de los médicos diplomados por azar, recurre a los curanderos, una profesión que ha recrudecido sin que las autoridades se atrevan a perseguirla.

El Estado administra la prostitución y a los juegos ya oficializados agregó los naipes, los juegos mecánicos y electrónicos, las apuestas sobre el resultado de las elecciones, las charadas, las adivinanzas y las rifas de objetos provenientes de las quiebras y de los decomisos.

Los izquierdistas dicen que la culpa de todo la tiene el liberalismo y que el gobierno debería prohibir la iniciativa privada. Los derechistas dicen que la culpa es de la democracia y que los militares deben volver para restaurar el orden.

Los militares han puesto condiciones al golpe de Estado: exigen que antes sea saldada la deuda externa, que asciende a cien mil millones de dólares. Después se comprometen a derrocar al gobierno sin derramar una sola gota de sangre.

Impertérrita, ajena a todas las convulsiones, la Biblioteca Nacional sigue funcionando en el desierto edificio de la calle México. Y puntualmente, año tras año, algún argentino que reside en el extranjero y que se nacionalizó francés o búlgaro gana un Premio Nobel.

Otros, para quitarse la angustia, se drogan o se embriagan. Los compadezco. Yo recupero la salud de espíritu de un modo menos peligroso y más barato: veo los infinitos teleteatros en los que personajes que dicen ser argentinos, inmunes a las miserias fisiológicas, absueltos de todos los males que nos atormentan, se dedican día y noche a discurrir sentados sobre el infinito ajedrez de sus amores.

Hasta que, reconciliado con mi país y conmigo mismo, apago el televisor y pongo en funcionamiento el porta–casetes. Las voces de Ramón Civedé y de Sidney Gallagher repiten una vez más su diálogo. ¿De qué hablan? Ya lo dije: planean la ejecución de «Manuel de Historia».

Civedé no oculta su entusiasmo y a ratos se refiere a esa novela nonata corno a un libro ya impreso, arrebatado por los lectores y ensalzado por los críticos. Más cauto o más realista, Gallagher conjuga los verbos en potencial.

Sin embargo en una sola noche (imagino) escribió la parte que le fue adjudicada, el relato titulado o fechado «1996». Civedé pierde el tiempo en disgresiones superfluas, en el vagaroso enunciado de propósitos. No por nada es argentino. Pero no escribió una línea y, después de la muerte de Gallagher, me echó el fardo a mí.

Con todo, algunas de las ideas que expone en el casete me trabajan la cabeza. No sin pudor confieso que suelo encerrarme en mi biblioteca. Las ventanas están cerradas; las cortinas, corridas. Apago todas las luces, salvo la de una turbia lámpara. La voz profunda de Marian Anderson despliega la pompa alegíaca de los Kindertotenlieder. Me he vestido con los ropajes negros de un monje. Quiero sentirme Ramón Civedé, quiero ser Ramón Civedé. A altas horas de la noche salgo a reptar, sobre mis torcidas patas de Asteríade, por este barrio de calles oscuras y solitarias. Soy un monstruo condenado a la soledad, al silencio y al dolor. Los hombres me eluden y las mujeres huyen de mí espantadas. Quienes alguna vez me amaron están muertos. Sólo la alta noche me tolera. Si algún noctámbulo viene a mi encuentro lo esquivo y me oculto en la sombra.

Buenos Aires duerme. Sus millones de habitantes reposan de las fatigas del día y ahora sueñan con la felicidad. Mañana saldrán a la calle y harán pedazos sus sueños. Han escrito en las fachadas de todas las casas, como una promesa o como un juramento, leyendas que amenazan con la muerte, con el exterminio y con la masacre. De tanto en tanto oigo, muy lejos, alaridos de vándalos insomnes que recorren la ciudad destrozando las vidrieras de los comercios. Todavía más lejos creo oír los estertores de un edificio que cruje, el chisporroteo de un incendio. Y desde una remota distancia me llega no sé qué coro de voces de niños que le reclaman a Dios el castigo de la maldad y de la estupidez.

Veo una ventana iluminada. Veo, detrás de la ventana, el perfil del efebo heráldico. Cuando paso bajo la ventana escucho que pregunta, que acaso me pregunta a mí y les pregunta a todos:

—¿Estamos condenados al falso heroísmo o a la prostitución obligatoria? ¿Debemos ser criminales o hieródulos? ¿No hay, para nosotros los jóvenes, otro destino?

En el casete, Ramón Civedé le dice a Sidney Gallagher:

—Mi libro será como esas cartas póstumas que los amantes se envían después de la definitiva separación, cartas crueles o irónicas donde expulsan las verdades que hasta entonces habían callado.

Él nunca escribió esa carta y Gallagher, en «1996», aunque imagina que la carta fue por fin escrita y publicada, imagina también que todos los ejemplares yacen sepultos en un sótano y que el único ejemplar que pudo ser leído por sus destinatarios fue arrojado al fuego, a un basural, devorado por las ratas, borrado por las lluvias, destruido por las máscaras de un carnaval travestista o por los lémures de una villa miseria.

Yo ¿escribiré alguna vez mi epístola a los argentinos? ¿Me salvaré de la terrible ley que en mi país lo reduce todo a vanas, a jactanciosas aspiraciones? Y si la escribo y la envío a aquellos a quienes estará dirigida ¿correrá la misma aciaga suerte que Sidney Gallagher imaginó para la del otro Ramón Civedé?

Entre tanto nuestros magos salmodian sus viejos exorcismos, pero la República Argentina sigue poseída por todos los demonios. El Eclesiastés se lamenta por la tierra que tiene de rey a un niño y cuyos gobernantes banquetean de mañana. Yo me duelo por una tierra donde el rey niño quiere ser un aprendiz de brujo y los príncipes tienden sus festines desde la mañana hasta la noche.

Cada tanto, poco antes del amanecer, me despierta la invasión de la estopa color tabaco, olor a arpillera húmeda. Siento que viene desde muy lejos, desde una greda elemental que está en el origen de la vida. Me invade como una lenta marea terrosa, va rellenándome todo el cuerpo con su esponjosidad amarronada y fétida. Entonces hago un esfuerzo desesperado, me arrojo de la cama, camino por la habitación. Tan lentamente como entró en mí, el moho me abandona. Una noche no podré zafarme y Selene me encontrará dormido para siempre en esta ciénaga de la que todos procedemos y a la que todos regresamos. Pero antes debo escribir «Manuel de Historia». Es curioso. No sé por qué digo que escribiré «Manuel de Historia». A veces me sorprendo a mí mismo esperando la llegada de un visitante. El visitante es joven, es extranjero. Yo lo aguardo en la penumbra de la biblioteca. Un día algún Sidney Gallagher estará sentado, ahí, junto a la única lámpara encendida, y empezaremos a planear la historia de Manuel.

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