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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (16 page)

BOOK: Manuel de historia
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—También a mí me matarán. Me fastidio.

—No digas disparates. ¿A vos por qué?

—Saben que soy la hija de Pablo Condestábile y que papá hizo la revolución del 55.

Esa es nueva.

—Por favor, mirá si van a acordarse de tu padre.

—Se acuerdan. Son rencorosos, son vengativos. Tengo miedo de que a Guillermo le pase algo. Ya viste, sale todas las noches.

—¿Te dice a dónde va?

—Está de novio con una chica que es un sol, Teresita Altube. Estamos casi siempre solos, sin otra compañía que la última de las Verenas. Hacemos el amor con una especie de desesperación, como en la retaguardia de una guerra. A menudo oímos lejos el latido de las itakas.

Cada tanto aparece Castelbruno, más sombrío que nunca. Cuando nos sentamos a la mesa ya está borracho. Una noche está tan borracho que debo acompañarlo en taxi hasta su casa. Se derrumba sobre la cama como una bolsa vacía. Lo oigo mascullar.

—Hijo de puta. Sabe que sufro.

Abre los ojos, me mira como si no me reconociera.

—Deledda te quiere, pero cuídate de él. Es un hijo de puta que me cagó la vida.

No quiero saber más. Lo dejo solo, lo abandono, me voy. Dos días después se dispara un balazo en la boca.

—Dios mío —solloza Deledda. Un hombre que era un sol. Pero por qué, por qué lo hizo.

—Estaría enfermo.

—O desesperado por todo lo que ocurre.

Trata de volver a sus recuerdos como a las únicas alhajas que le quedan. Me cuenta que Serge Lifar, cuando vino a Buenos Aires, bailó desnudo, en casa de no sé quién, L'aprés midi d'un faune. La interrumpe el remoto sonido de las sirenas policiales. Tiembla.

—Finita me llamó hace rato, dice que hay manifestaciones en el centro. ¡Y Guillermo que siempre vuelve tan tarde, a la madrugada!

—Él sabrá lo que hace.

—No lo divulgues, pero Finita me pasó el dato de que los militares los van a sacar a patadas.

Podría ocultar que lo dije. Pero no lo oculto, lo dije:

—Que sea pronto, antes de que sea demasiado tarde.

—Según Finita es cuestión de días. Así no se puede seguir ni un minuto más. Por lo menos los militares no son políticos, sabrán imponer el orden.

Deledda nunca cambiará. Su conversación es siempre una serie de volteretas, de giros.

—Guillermo está muy enamorado. ¿Sabes en qué lo noto? En que ya no le importa nada de mí. Oye, no me interpretes mal. Quiero decir que si yo fuese, no sé, una prostituta, no se le moveria un pelo. Me querría lo mismo, porque me adora, pero no me haría ninguna escena.

Y enseguida otra pirueta:

—Cuando suban los militares estaré por fin tranquila. Ahora cada vez que suena el teléfono me persigno.

—Tus amigos te han abandonado.

—Pero me llaman todos los días. Qué quieres, tienen miedo. Letizia tiene miedo de que la secuestren. Imagínate, sabrán que es millonaria. Y hoy por hoy ser millonario es un peligro. Monseñor Carasatorre vive recluido en la casa de una hermana, en San Fernando.

—¿Maluganis?

—No sé nada de él. Debe de andar conspirando contra la banda de facinerosos. Tiene muchas relaciones entre los militares. Y el pobre Pepe está enfermo.

—¿De qué?

—Me dijo que de artritis.

—¿Desde cuándo tiene artritis?

—Dios mío, y Castelbruno muerto. Me cuesta creer que se haya suicidado. Tan vital que era, tan alegre.

Y bien, parecerá inverosímil, pero cruzo el patio. Golpeo con los nudillos en la puerta. Se ve luz por la claraboya. Sé que está ahí, solo. Lo he espiado desde mi bufete. Desde adentro pregunta quién es. Tarda en abrir. Oigo ruido de llaves. Extrañas precauciones para el estudio de un abogado.

Me mira y automáticamente desvía la vista con el pretexto de hacer un ademán invitándome a entrar. Nos sentamos a cada lado del escritorio. Descuelga el tubo del teléfono.

—Para que nadie nos moleste.

Para que yo no oiga las evasivas con que tendría que desembarazarse de llamados comprometedores.

No me mira, no me pregunta qué diablos quiero. Acomoda papeles sobre el escritorio, está diciéndome que tiene mucho que hacer, que mi visita, la primera y la última, deberá ser breve.

Voy derecho al grano. Es curioso: no estoy cohibido, siento un coraje, una serenidad que me sorprenden a mí mismo. Es como si estuviese ejerciendo poderes que me han delegado Castelbruno Deledda, los secuestros, los asesinatos.

—Sé, y no me preguntes cómo lo sé, que andás metido en la subversión.

No se le mueve un músculo de la cara. Sigue ordenando los papeles. No intenta negarlo. ¿Debo agradecérselo o es una forma rnás de su desprecio?

—Todos andamos metidos en la subversión —dice, con una indiferencia que me da escalofríos.

—Todos no.

—Los peronistas, los antiperonistas, los militares, los civiles, los empresarios, los sindicalistas, los obreros. Todos.

—¿Pero qué entendés por subversión?

—Muy fácil. Lo que dice el diccionario.

Se levanta, toma un libro (sabrá quién lo pagó), lo hojea, lee en voz alta:

—Subversión: acción y efecto de subvertir. Subvertir: trastornar, revolver, destruir. Úsase —recalca con un énfasis hiriente— más en sentido moral.

Vuelve a sentarse, cruza las manos detrás de la nuca, mira el techo.

—Ahora dígame quién no es subversivo en este país.

—Hablaba del terrorismo.

—¿De cuál? Porque hay muchos.

—Está bien, todos seremos subversivos en el sentido moral de la palabra. Pero no todos somos terroristas, creo yo.

—El que en estos momentos no es terrorista es el idiota útil de algún terrorismo. O peor: uno de sus prostitutos. Perdone, pero ninguna de las dos profesiones me gusta.

—¿Y a cuál de los terrorismos te afiliaste?

—No pienso decírselo.

—¿Por miedo de que te delate?

—Con una picana en los testículos, por qué no. Usted no es ningún héroe, que yo sepa.

—¿Y vos sí?

—Tampoco.

—Y entonces ¿por qué te la das de héroe?

De golpe desarma la postura indolente, apoya los puños sobre el escritorio, se inclina hacia adelante y por primera vez, juro que por primera vez, me mira fijo durante varios segundos. Los ojos son despiadados. La voz suena afónica de iracundia, de odio.

—A los jóvenes nos obligan a ser héroes o a prostituirnos, sin otra alternativa. Yo no soy héroe ni quiero prostituirme, pero me dieron a elegir y elegí el papel de héroe. Lo hago muy mal, ya lo sé. Y es posible que el papel de prostituido lo hubiera desempeñado mejor. Pero elegí el de héroe. No le pido que me aplauda. Lo único que le pido es que no venga a darme sermones, tan luego usted.

Me sonrío, trato de sonreír con mi sonrisa más aborrecible.

—Yo sólo puedo darte dinero. ¿No es así?

Vuelve a cruzar las manos en la nuca, a mirar el cielo raso. Recupera la voz desdeñosa.

—No me lo regala. Es el precio para ser el macho de mamá. Tranquilamente me incorporo y le propino un bofetón. No se inmuta. Me devuelve la sonrisa con otra todavía más pérfida.

—Tratándose de usted, le salgo barato.

Grito en voz baja:

—Castelbruno tenía razón. Sos un hijo de mil putas.

Se pone de pie de un salto.

—¿Sabe por qué se mató Castelbruno? ¿Quiere saber por qué se mató?

Pero ya estoy saliendo sin cerrar la puerta. A mis espaldas oigo el portazo. Esa misma noche, cuando abandono el laberinto, varios automóviles arden a un costado de la plaza. Corren patrulleros policiales haciendo sonar sus sirenas.

Juegan con fuego. Pero es el fuego el que juega con nosotros. Sus primeros juguetes son una casa quemada, un hombre carbonizado. Los últimos, toda una ciudad en llamas, todo un país convertido en cenizas. Sodoma y Gomorra. ¿No merecieron arder, Sodoma y Gomorra? Para quienes creen en Dios, las incendió Dios. Los que incendian la República Argentina ¿se sentirán dioses? A lo menos se sienten los vengadores de los ángeles ultrajados, los defensores de la inocencia traicionada y de la pureza violada. El brazo de Dios, el instrumento de la justicia divina, no importa que en las llamas perezcan justos y pecadores, ancianos, mujeres y niños. Cantan, como Mila de Codra, que el fuego es hermoso.

Al día siguiente se produce el golpe de Estado. Deledda quiere brindar con champán.

—Por el fin de la pesadilla —grita eufórica.

Ya está organizando la reapertura del comedor grande, la reanudación de las antiguas tertulias felices, como si nada hubiera pasado. Llama por teléfono a todo el mundo. Tiene proyectos fantásticos.

—Conozco varios militares. Voy a pedirles que nombren a Guillermo en algún cargo diplomático. Me gustaría que fuese secretario de la embajada en París, habla muy bien el francés. Maluganis podría darle una mano.

Yo espío. Desde mi madriguera a oscuras, por la puerta entreabierta un centímetro, espío. Espío durante horas. La claraboya está iluminada. Han entrado un muchacho y una muchacha. Después, otros dos muchachos. Los cinco están reunidos y yo espío.

El patio empieza a despoblarse. No alcanzo a ver, en mi reloj, qué hora es. Deben de ser las siete. El palacio apostólico va sumiéndose en el silencio. El ruido de alguna remota máquina de escribir, el ruido lejano de una campanilla de teléfono, el zumbido de los ascensores, pasos, voces. Y después nada, el silencio, ese silencio de los edificios desiertos. La claraboya sigue iluminada.

El vestíbulo se oscurece. En la oscuridad, el rectángulo de la claraboya destaca, nítido. Pasan las horas y yo espío. Tengo hambre, tengo ganas de orinar, pero espío. Suena el teléfono, no atiendo, debe de ser Deledda, alarmada por mi tardanza. Cuando deja de sonar, en la oscuridad, a tientas, descuelgo el tubo. Sigo espiando, me parece que la claraboya está muy distante, en el fondo de una caverna.

Pasan dos horas, creo, tres horas, veinte horas. No sé si algo va a ocurrir pero al mismo tiempo sé que algo va a ocurrir. Por fin un roce, un ruidito, una serie de ruiditos. Están ahí. Han llegado. El corazón me late con fuerza. Tengo miedo y, lentamente, cuidadosamente, cierro la puerta. Pero no me muevo, permanezco junto a la puerta, apoyo un oído sobre la juntura, trato de escuchar. Nada, silencio.

Y de golpe el tableteo, ese sonido que hasta entonces había estado lejos, ahora estalla a pocos metros de donde estoy yo, es una presencia aterradora, gigantesca, un animal colosal, rabioso que ruge, que patalea y que devora. No lo esperaba, no resisto su proximidad y me orino encima. Debo decirlo todo, confesarlo todo: me orino encima mientras afuera la bestia sigue vomitando su fuego, su furia. Los pantalones, mojados, me pesan. Toda la ropa me pesa como si estuviese embreada, me falta la respiración. Voy a desmayarme.

Otra vez el silencio. Horas de silencio. Después oigo varias voces, voces tranquilas que parecen conversar. Quizá todo haya sido una alucinación. Se me figura que todo ha sido una alucinación, las itakas, las armas, y que ahora acabo de volver en mí, de despertar. Entreabro lentamente la puerta, espío.

La puerta de su oficina está abierta, hay una luz turbia, amarilla que humea y que arroja sobre el vestíbulo pantallazos cinematográficos. Varias siluetas se mueven en esa luz. Tardo unos segundos en descifrar esas imágenes casi oníricas: están sacando cadáveres del interior del estudio de Guillermo. Los arrastran por el suelo, tomándolos de los pies, fardos, bolsas demasiado pesadas para cargarlas al hombro, teñidas de sangre. El último es él. Lo reconozco por el traje azul. Los brazos tendidos hacia atrás con las palmas hacia arriba. La cabeza se bambolea sobre el piso de baldosas y, antes de desaparecer, un brusco sacudón, la cabeza se ha volteado, distingo un solo cuajarón sanguinolento.

Ahora estoy en el minúsculo lavabo. Lavabo y retrete. He encendido la luz: son las doce y quince. Me lavo la cara, me peino, me miro al espejo. Mi cara me gusta. Sí, tontas, mi cara me gusta. Es una cara original, rica, compleja, intrincada como un cuadro del Bosco o como una vieja ciudad barroca. Pero en materia de caras ustedes son imbéciles. Si una cara no les recuerda a otra cara la rechazan, si no la reconocen al primer golpe de vista se niegan a conocerla. Prefieren las réplicas repetidas hasta el cansancio, fabricadas por el taylorismo. Una cara inédita, artesanal como la mía las asusta. Aprendan a mirarme, tontas. Sométanse a un curso. Descubrirán la secreta belleza de mi cara, su hermosura polifónica.

Voy a buscar un libro y me siento en el inodoro. Paso la vista por las líneas impresas, doy vueltas las páginas, pero no leo. Tengo la mente en blanco, una capa de talco, un nácar. Ya ni siquiera recuerdo lo que sucedió afuera. Momentáneamente mi memoria se ha calcinado. Estoy vacío. Ni feliz ni infeliz. No estoy angustiado, ni aterrado, ni satisfecho. Estoy en el nirvana, reducido a una blancura indiferente.

Debo irme. Son las seis y pronto vendrán a hacer la limpieza. Qué bien, en el patio ya no quedan rastros de sangre. En la portería el portero habla en voz baja, haciendo ademanes de marioneta, con dos hombres. Al verme dejan de hablar, me miran como pidiéndome cuentas. Los saludo ceremoniosamente. Ahora vayan y denúncienme, cretinos. Debo de ser el terrorista que se salvó de la redada. He esperado, escondido en mi cubil, que llegue el día para escapar.

Camino hasta las siete. A las siete encuentro un café abierto en Córdoba y Callao. Mi psiquis es tan anómala como mi físico: desayuno con apetito. Me siento tan sereno que me reiría para quebrar mi serenidad.

Las ocho. Deledda es capaz de ir a mi casa, de ir al palacio apostólico para averiguar por qué anoche no aparecí, por qué Guillermo no fue a dormir. Entonces, poco a poco, me invade lo que no sé explicar. Es como una cosa blanda, esponjosa, color tabaco, con olor a paja seca, que va rellenándome como un aserrín mortífero. Debo levantarme, moverme, echar a caminar para que gradualmente esa estopa repugnante desaparezca. Pero me he quedado asustado, abatido. Tengo el alma, el alma como gangrenada.

La última de las Verenas abre la puerta. La zozobra le hace olvidar los buenos modales.

—¿Qué hace aquí, tan temprano? ¿Y por qué no vino anoche? El niño Guillermo tampoco apareció. La señora está desesperada. Ya llamó a las comisarías, a los hospitales. Hasta a la morgue llamó, mire cómo estará. Pensó que a ustedes dos les había pasado algo.

—¿Dónde está ahora? —me faltan las fuerzas para hablar.

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