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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (6 page)

BOOK: Manuel de historia
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—¿De ninguna mujer?

—De nadie.

—¿Y eso qué importa? Todavía no habrás encontrado…

—¿Encontrado qué? Oye. Nunca me acosté con mujeres ni con hombres. Soy como un eunuco. Aunque dicen que los eunucos pueden sentir deseos sexuales. Yo no. Con nadie.

La miraba desafiante, como si su anafrodisia fuese una declaración de guerra. Pero Crist dijo, con inesperada dulzura:

—Estás lleno de amor, Sidney.

—¿Quién? ¿Yo?

—Lleno de amor y de compasión por los demás.

Entonces Sidney sintió que sí, que estaba lleno de compasión y de amor y que a quién más amaba y más compadecía era a él mismo. Se echó hacia atrás sobre los almohadones y por un rato contempló la falsa bóveda por la que navegaban los astros y los animales de un cielo mitológico.

Después oyó la voz de Crist:

—¿Vas a venir a vivir aquí, Sidney?

—Tal vez.

—Seremos como hermanos.

—No sabes nada de mí. Yo podría ser un tipo insufrible.

—Voy a cuidarte. Voy a ocuparme de tu ropa, de prepararte la comida. Los norteamericanos no saben comer.

—¿Quién te dijo?

—Comen hot dogs y sémola.

—¿Y si nos mudáramos a una casa en los suburbios? Una casa con jardín.

—Oká.

—Me prometiste no hablar en arginglés.

—Sory, no me doy cuenta.

De repente el largo y angosto rostro caballuno ocultó el cielo de la China.

—Te quiero, Sidney. Te quiero mucho.

Él cerró los ojos. Sintió, sobre sus labios, la presión de los otros labios blanduzcos y perfumados.

Entonces recordó lo que durante tanto tiempo se había negado a recordar. Su madre lo besaba en la boca cuando él tenía doce años y era más alto que ella. En una sola noche había crecido varios centímetros. Después un compañero le contó la historia macabra de un primo suyo que vivía en Kalamazoo y que una noche había sufrido una crisis de crecimiento y entrado en estado de catalepsia. Lo creyeron muerto, un muerto enorme, y lo enterraron. Días más tarde encontraron el ataúd fuera de sitio y lo abrieron. El cadáver estaba intacto pero con una expresión de indecible horror en el rostro. Los puños aferraban mechones de pelo arrancados del cráneo. Durante meses, antes de dormirse, Sidney colocaba sobre la mesa de luz un papel donde había escrito con grandes letras: «¡No me entierren! ¡No estoy muerto!». Su padre ya se había ido a vivir a Milwaukee.

Al día siguiente el Secretario Wendell O'Flaherty le dijo:

—Santo cielo, Sidney, qué cara. ¿Dónde pasó la noche, y con quién? O con quiénes. Lástima que no haya ido al Adonis: habría presenciado una escena de antropofagia erótica que desgraciadamente la policía militar interrumpió en lo mejor. Mister Universo junior estuvo a punto de ser devorado por sus adoradores, como en aquella obra de Tennesse Williams, Suddenly Last Summer, creo que se llamaba. De todos modos quedó tan maltrecho que deberá guardar reposo por algún tiempo.

El Secretario no era adivino como Tiresias, no podía saber que pronto padecería en carne propia aquel rito caníbal. Su cadáver apareció desnudo y mordisqueado en unos terrenos baldíos junto a las vías del B. M. Railway. Pero quienes le clavaron en el cuerpo eucarístico los colmillos enloquecidos de amor no fueron sus adoradores sino las ratas.

1984

El joven (¿norteamericano?) que después escribirá «1996», donde se hace llamar Sidney Gallagher e imagina ser adviser de la secretaría para la Culturización en un hipotética República Argentina bajo Mandato de las Naciones Unidas, le solicitó por teléfono, al hombre a quien llama Ramón Civedé, una entrevista. Empleó el mismo cortés desparpajo y la misma insistencia persuasiva que había usado con Ernesto Sábato. Pero mientras el célebre escritor accedió en seguida a recibirlo en su casa, el ignoto Ramón Civedé lo sometió a un exasperante interrogatorio previo. La voz era juvenil y melodiosa. Finalmente convinieron una cita para un martes a la tarde.

El edificio era sólido y alguna vez habría sido suntuoso, ahora parecía aguardar la demolición. No tenía portero eléctrico, pero la puerta de calle estaba entreabierta. Sidney subió hasta el quinto piso en un ascensor enorme, de reja, con espejos, izado por cables que se balanceaban amenazadores. Vio un amplio vestíbulo en penumbras, vio una puerta de doble hoja, vio gruesos herrajes de bronce. Todo era viejo y estaba percudido. Oprimió el botón de un timbre pero no oyó ningún sonido.

Después de varios minutos rechinaron cerrojos, cadenas y fallebas, una de las hojas de la puerta se abrió y apareció una mujer joven, muy maquillada, vestida como para concurrir a una fiesta nocturna. La mujer era linda y vulgar, parecía disfrazada con una ropa que no le pertenecía. Miró a Sidney en los ojos y le sonrió:

—¿Sí?

—Soy Sidney Gallagher. El señor Civedé está esperándome.

—Ah, sí. Pase.

El salón era un vasto depósito donde, hacía muchos años, gente de todas las condiciones sociales había ido guardando objetos heterogéneos para desprenderse de ellos, para venderlos en pública subasta o a la espera de poder rescatarlos. Después el depósito había sido clausurado y los objetos seguían allí, amontonados en cualquier forma, y como nadie venía a llevárselos el almacén había cobrado una absurda inutilidad, ya no formaba parte del mundo de los vivos, parecía irreal corno una utilería teatral abandonada o como los sótanos de un montepío que cerró sus puertas un siglo atrás.

La mujer que guiaba a Sidney en zigzag por entre los montículos de mercadería sin dueño viviría en otra parte. Se había emperifollado para recibir a ese turista excéntrico que quería visitar el almacén y, apenas él se fuese, también ella se marcharía. A Sidney lo asaltó la curiosa idea de haber ido hasta allí en busca de una reliquia, de algún objeto raro y precioso que nunca había visto, que no sabía qué era, que jamás encontraría y que sin embargo le pertenecía. Mientras caminaba iba mirando el colosal revoltijo como para descubrir, entre las caóticas colecciones deterioradas, aquel tesoro que había venido a buscar.

Las ventanas estaban cerradas y las cortinas, corridas. Desde un rincón donde cien años atrás la habían abandonado olvidándose de apagarla, una lámpara difundía una tenue luminosidad amarillenta. Sidney percibió el olor del encierro y de la vejez. Vio, lejos, un fúnebre piano de cola. Vio un reloj cuyas agujas señalaban las doce.

La mujer se detuvo en la embocadura de un corredor largo y tenebroso, miró a Sidney y otra vez le sonrió con aquella sonrisa provocativa.

—El señor lo espera en la biblioteca —susurró. El escote del vestido de seda le dejaba al descubierto el nacimiento de los pechos. Sidney avanzó por el pasillo, que le pareció un túnel abovedado y ligeramente descendente. Las paredes estaban tapizadas de libros, los libros le advertían que por allí llegaría hasta el hombre que lo aguardaba. En seguida oyó la música. Era una música melancólica, de una luctuosidad opulenta, a la que se acopló una voz de contralto que cantaba, en alemán, una melodía tan dolorosa como el acompañamiento orquestal y con su mismo boato fúnebre.

Desde el otro extremo del túnel avanzaba hacia él un rectángulo iluminado, la entrada a la biblioteca. Los libros del corredor eran una anticipación o una metástasis de estos otros, varios miles, que se amontonaban en estanterías de madera negra. Cuando Sidney franqueó el rectángulo iluminado la música se interrumpió, cumplida ya la misión de atraerlo, y entonces oyó la voz juvenil y melodiosa que lo había interrogado por teléfono.

—Adelante, señor Gallagher.

La voz surgía del fondo de la larga y angosta biblioteca y de una semioscuridad donde sólo alcanzaba a distinguirse un escritorio y, detrás, a un hombre sentado. En la parte central de la habitación había una mesa y, sobre esta mesa, una lámpara encendida, cuya luz no iba más allá de un círculo de tres metros de diámetro dejando el resto de la biblioteca sumido en aquella penumbra mortuoria. Cuando Sidney llegó a la mesa sobre la que estaba la lámpara encendida la voz le ordenó:

—Siéntese, señor Gallagher.

Sidney se sentó en una silla junto a la mesa, dentro del círculo de luz y a unos diez pasos del escritorio detrás del cual Ramón Civedé le impartía aquellas órdenes.

—Usted me dijo por teléfono que buscaba un ejemplar de «Manuel de Historia».

—Sí, señor.

—Porque pensó que le resultaría útil en sus investigaciones sobre la República Argentina.

—Sí, señor.

—Pero que en varias librerías le informaron que la edición está agotada.

—Sí, señor.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la semioscuridad, Sidney empezó a ver que el hombre tenía el pelo blanco y que vestía ropa negra o azul, pero las facciones eran una sola mancha pálida y borrosa.

Se oyó una risa sofocada o un jadeo. Después la voz tomó inflexiones irónicas.

—Si yo fuese vanidoso no desmentiría a los libreros, señor Gallagher. Como no lo soy, le revelaré la verdad. La edición no pudo agotarse.

—Oh ¿no?

—Porque el libro nunca fue editado.

La sorpresa o la irritación provocaban en Sidney el efecto de devolverle automáticamente el uso del inglés.

—¿Really? —balbuceó— ¿Never?

—Y nunca fue editado porque todavía no ha sido escrito.

Sidney se ruborizó, creyó que Ramón Civedé le tomaba el pelo.

—Ya sé, el finado José Brelloso lo cita en su repertorio a propósito del manuelisma, que es la palabra que a usted lo trajo hasta aquí. Brelloso era amigo mío. Una vez le conté mi idea de escribir una novela y le hablé del manuelisma, que no es ningún argentinismo sino una palabra inventada por mí. Pero a Brelloso le gustaban las bromas. Sin consultarme incluyó en su diccionario el manuelisma. No sería extraño que otros recojan esa impostura y la propaguen a los cuatro vientos. Porque así es nuestro país, señor Gallagher.

Sidney entendió que no le quedaba más que levantarse e irse. La voz, ahora autoritaria, lo obligó a permanecer sentado.

—Deploro defraudarlo. Ahora sabe que ha venido en busca de un libro que no existe y de un falso argentinismo.

—What a pity.

—En cambio yo he tenido el placer de conocerlo.

—Me too.

—Por favor, repítame lo que me dijo por teléfono. ¿Por qué se interesó tanto en el manuelisma?

—Resume mis propias teorías sobre, well, sobre los argentinos.

—Me halaga esa coincidencia. Sí, es imposible comprendernos si no se parte de la triple premisa que postula el manuelisma: un pasado mítico, un futuro utópico y, entre ambos, la cancelación del presente. No necesito aclararle que el manuelisma no es el nombre de ninguna enfermedad mental sino un mero recurso literario. Pero usted vino a la República Argentina con otros propósitos. ¿Qué universidad le otorgó la beca, me dijo?

—La de East Lansing, señor.

—¿Dónde queda East Lansing?

—En el estado de Michigan.

—Ah, al norte, junto a los grandes lagos. Buen clima frío, elogiado por Emerson. Dichoso país el suyo, señor Gallagher, que tiene universidades y tiene estudiantes que se interesan por el idioma de los argentinos en el que los argentinos no se interesan. Pero cuidado: nuestro idioma no es uno, son muchos.

—¿Indeed? ¿Muchos? ¿Dialectos, quiere decir?

—No. Somos una Babel de la semántica. Todos usamos los mismos materiales lingüísticos, pero los significados difieren. Los constructores de la torre se dispersaron en el espacio. Nosotros, en el tiempo mental, en el tiempo espiritual. ¿Se volverá pronto a los Estados Unidos?

—En seis meses.

—Magnífico. ¿Y a qué se dedicará, cuando egrese de la universidad?

—Quiero ser escritor.

—¿Escribir novelas, cuentos?

—Esa es mi intención.

—Magnífico. Que un joven como usted, con una figura que parece predestinarlo a la vida mundana, prefiera el oficio arduo y solitario de la literatura me conmueve. Porque no lo insultaré creyendo que se propone escribir pacotilla al estilo del señor Robbins o del señor, ese otro, cómo se llama…

—Mis modelos son Carson McCullers, Truman Capote. También me gusta Salinger.

—Magnífico. Y ya habrá hecho sus primeros intentos, me imagino.

Algunas narraciones cortas, muy malas.

—No lo dirá por modestia.

—No soy modesto.

—Eso está bien. La modestia es la más inocente de las rnentiras, decía Chamfort. O como dice el refrán: fray Modesto nunca llegó a prior. Los escritores que afectan creer que lo que publican no vale nada son unos hipócritas que agravian a sus lectores. Si no vale nada ¿por qué lo publican? habría que preguntarles. Y si no vale nada y yo lo leo y lo encuentro bueno ¿soy un imbécil?

Sidney se sintió obligado a retribuirle atenciones.

—Señor Civedé. De «Manuel de Historia» ¿no ha escrito nada?

—Ni una línea.

—¿Cuándo la escribirá?

—No lo sé. Algún día, supongo.

—Me intriga el título.

—Un juego de palabras. En lugar de «Manual de Historia» «Manuel de Historia». Manuel por el nombre del protagonista e Historia porque es la biografía de un hombre que vive, en los cincuenta años de su existencia, los quinientos que vivió el país.

—Es una excelente idea —dijo Sidney mientras pensaba que era una locura.

—Pero no me propongo narrar, porque de lo contrario la novela sería infinita, los episodios históricos ocurridos a lo largo de los quinientos años, sino la evolución del carácter y de la mentalidad de Manuel como consecuencia de la historia. Debería titularse «­­­Manuel de Buenos Aires», porque en rigor el protagonista no sale nunca de la ciudad. Pero ya hay una novela, «Adán Buenosayres», para colmo famosa, de modo que se me ocurrió ese otro título un poco abusivo, lo sé, que me costará los dardos de la crítica.

—La tiene muy pensada.

—Masticada y rumiada, más bien. Usted se preguntará qué persigo con un libro así, sin argumento, sin acción, la novela de ideas de que habla Válely. Se lo diré. «Manuel de Historia» llevará un subtítulo: «Vidas de malvados y de estúpidos».

—A Infle shocking.

—Hay algo que nadie puede negar. Los políticos dirán lo que quieran, podrán descargar toda la artillería de la retórica, pero la realidad es esta: si en un país riquísimo la mayoría de los habitantes vive en la pobreza y muchos niños se mueren de hambre, es porque allí reinan la maldad y la estupidez.

—¿No tiene miedo de que sus compatriotas se sientan insultados?

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