Pero ya no se ocultaba en la sombra; todas las luces estaban encendidas. Y ya no le señalaba la silla junto a la mesa sino un sillón frente al escritorio. Te guste o no te guste tendrás que aguantarme, le decía. No pienso pedirte perdón por mi rnonstruosidad. Te la fregaré en las narices.
Sidney no apartó los ojos. Quería convencerlo de que no recaería en ninguno de sus antiguos pecados, ni siquiera en ese de rehuirle la mirada.
—Señor Gallagher, estuve pensando que dos sesiones de trabajo por semana, de dos horas cada una no alcanzarán. Ninguna mención de lo sucedido. Sidney recuperaba la tranquilidad.
—Usted se vuelve a su país dentro de seis meses. Nos faltará tiempo. Así que deberá venir todos los días. Sin horario fijo, ya que sabe que de aquí no me muevo.
Había optado por el tono y la mímica de quien fue objeto de una injusta humillación y, después de recibir y de aceptar todas las disculpas, pone bien en claro que su buena fe estafada no está dispuesta a tolerar nuevos fraudes, y que el trato recíproco quedará replanteado según los términos que él mismo dicte.
Sidney tragó saliva. Los diez mil dólares estaban a salvo.
—También he resuelto que el nombre del difunto Marco Denevi aparezca como el del único y verdadero autor de «Manuel de Historia». Al fin y al cabo la idea de escribir un libro así fue suya, y son también suyos muchos de los conceptos que contendrá. En cuanto a las muñecas rusas, usted se encargará de la que trancurre en el futuro, con mi asesoramiento, por supuesto, si es que lo necesita. Yo me ocuparé de la biografía de Manuel.
Sidney seguía tragando saliva.
—Sí, señor. Sí, señor —salmodiaba como un acólito obediente. Cosa increíble: ya no odiaba a Ramón Civedé, le había cobrado respeto y hasta algún afecto. Un suicida que sobrevive al suicidio contra su voluntad suele adquirir, ante sí mismo y ante los demás, cierto prestigio. Sidney nunca dejó de barajar la hipótesis de una maquinación en el suicidio de Civedé y, sin embargo, esa malicia no le impidió sentir por él el apego reverente de un discípulo por su amado maestro. Es posible que se le haya mixturado un impulso expiatorio. Por lo demás, era un joven que no desconocía ni la bondad ni la misericordia. El hombre desdichado que se había rebajado a cualquier matufia con tal de escribir un libro que atribuiría a otro, a un amigo muerto o imaginario, así como antes le había inspirado aborrecimiento y repulsión ahora le despertaba sentimientos filiales.
Civedé, en su nuevo papel de padre o de magister severo, le dijo:
—Señor Gallagher, alguna vez le confesé que nunca había escrito nada que se relacionase con la literatura.
Había escrito los «Diálogos» con el supuesto Marco Denevi.
—Eso es verdad hasta cierto punto. Hace unos años, cuando todavía conservaba el uso de la mano derecha, garabateé un cuento o como usted prefiera catalogarlo. Léalo, si quiere. Le dará la medida de mis pocas o de mis muchas condiciones de escritor.
Le entregó un grueso fajo de páginas manuscritas con una caligrafía despareja y agigantada cuyos renglones, al llegar al margen, se precipitaban hacia abajo. Por la noche Sidney leyó ese texto en su cuarto del Hotel Mallory. Es una historia narrada en primera persona por un tal Sebastián Hondio, quien empieza por declarar que no se llama así. Declaración superflua: es evidente que se trata de un relato autobiográfico de quien en «1996» toma el nombre de Ramón Civedé.
Al día siguiente Sidney le devolvió el cuento, del que había hecho hacer una fotocopia.
—¿Y? ¿Qué le pareció?
—Excelente.
—¿Ahora está más tranquilo? ¿Ya no piensa que va a colaborar con un chapucero?
—Nunca lo pensé.
—Me alegro. Por ser mi primer intento literario no está del todo mal ¿no cree?
—Para mi gusto es muy bueno.
—Gracias señor Gallagher.
De golpe se quitó las vendas que le cubrían las heridas de la dignidad y volvió a tratar a Sidney con la simpatía obsequiosa y hasta un poco servil de la primera vez. La devoción del joven ya le había disipado el rencor y lo que acababa de opinar sobre el relato de Sebastián Hondio terminó de desmantelarle cualquier propósito de hacerse el ofendido. Cuando un rato después dialoguen frente al grabador, lo llamará «mi querido muchacho».
—Se me ocurrió —dijo Sidney con cautela y con humildad— que los personajes de su cuento podrían ser también los de la novela del futuro. Me parecen fascinantes.
—¿Por qué no? —no consiguió disimular una sonrisa de satisfacción. Se los cedo. Al fin y al cabo son personajes ficticios. Los nombres serían ficticios, no los personajes. En 1984 algunos de ellos, o quizá todos salvo el que decidió llamarse Sebastián Hondio, habían muerto. Reaparecen o resucitan en «1996», donde conservan aquellos nombres apócrifos con la sola excepción de Hondio, rebautizado Ramón Civedé para fingir que éste es su verdadero nombre, bajo el cual ha publicado un libro. El viejo dio su beneplácito a toda esta tramoya, presumo, porque así quiso volver a reunirse siquiera en la ficción con seres a los que amó y, quiero creer, que lo amaron. En «1996» todos se han reconciliado, se han perdonado las culpas, las traiciones, las defecciones. Y de algún modo repiten los papeles desempeñados tiempo atrás.
Sidney saqueó el relato de Sebastián Hondio, le sustrajo algo más que los personajes. No se lo echo en cara, como que yo hago otro tanto: en este °1984" robo a mansalva aquella misma narración y, por si fuera poco, también me aprovecho de «la novela del futuro». Me permito algunas innovaciones: el adviser de «1996» se metamorfosea en el becario de la universidad de East Lansing, el nombre de José Sorbello en el anagrama de José Brelloso. Pero el frustrado suicidio de Ramón Civedé copia casi al pie de la letra la larga agonía de Deledda Condestábile.
Después de todo, siempre se ha propagado la especie de que los argentinos no sabemos hacer otra cosa que calcos e imitaciones. Yo soy argentino y estoy disculpado, y Sidney Gallagher, lo haya sabido o no, se argentinizó. Como toda sociedad coloidal, la República Argentina tiene la característica de disolver los caracteres individuales dentro de una misma masa en permanente estado de maleabilidad.
—En uno de sus libros Borges cuenta que una inglesa, cautiva de los indios pampas, se quedó a vivir con ellos en el desierto y se negó a volver a la civilización cristiana. Lo cuenta como una inversión simétrica de otra historia, la de Droctulft, el bárbaro que se alió con los habitantes de Ravenna para defender la ciudad bizantina contra los bárbaros. Borges dice que Droctulft y la cautiva inglesa fueron arrebatados por un ímpetu secreto, más hondo que la razón, que los dos acataron sin saber quizá justificarlo. No trate de justificar el suyo, Sidney. El hecho casi misterioso de que usted se ponga de mi lado no necesita ninguna justificación. Pero yo se lo agradezco.
—¿Lo dice por mi condición de nortamericano?
—Lo digo por su condición de joven.
Sidney sonreía:
—¿Y con quién me compara? ¿Con la cautiva inglesa o con Droctulft?
—Con los dos, mi querido muchacho, con los dos.
Era una manera delicada de quitarles importancia a los dólares y al pago suplementario que le había hecho Selene.
Cuando, terminada la grabación del primer casete, Sidney salió a la biblioteca, Selene lo esperaba en el corredor. Lo condujo hasta un gabinete con las paredes empapeladas de dorado y ahí le dio de comer.
—Estará muerto de hambre, pobre, tantas horas sin probar bocado.
Durante los tres días en que Civedé estuvo reunido con los muertos, la muchacha pareció haber olvidado la escena de violento amor con Sidney. Pero ahora recuperaba la memoria, la coquetería, los mohines traviesos y pudibundos.
—Coma tranquilo —le advirtió con intenciones oblicuas—, que el señor nunca sale de su biblioteca.
—¿Y a él no le sirve?
—Come muy tarde, a las once. Y después se va a dormir. Sidney trató de sonsacarle cómo había conocido a Ramón Civedé. Quería saber si el relato de Sebastián Hondio se ajustaba a hechos reales ocurridos años atrás. Pero la muchacha no soltó prenda. Era una mujer sencilla, candorosa y sensual que, entendiendo la fidelidad conyugal a su manera, no quiso revelar intimidades que debían mantenerse secretas. Ignoraba que Civedé las había contado por escrito y que Sidney las había leído. Esta Selene es la última de las Verenas.
Cuando Sidney le propuso ir juntos a la cama, primero se rió como descubierta en una travesura hecha a escondidas, después se puso muy seria, muy mortificada y a continuación le dijo:
—Ya sabía que me iba a pedir eso. Está bien. Pero conste que lo hago para demostrarle que no soy ninguna desagradecida.
Lo tomó de la mano y lo llevó hasta un dormitorio que, pensó Sidney, había sido de Guillermo.
A las diez y media Sidney abandonó el departamento. La noche era cálida y transparente. Cruzó la calle y en la esquina opuesta, sin saber por qué, se detuvo, miró la torre ruinosa donde se refugiaba el Asteríade. Desde una de las ventanas del quinto piso, Ramón Civedé lo saludó con la mano. Le devolvió el saludo.
Ninguno de los dos sabía, ninguno de los dos podía saber que estaban despidiéndose para siempre.
Esa misma noche, entre las once y las cuatro de la madrugada, espoleado por un inexplicable frenesí, Sidney Gallagher, en su habitación del Hotel Mallory, escribió la narración titulada o fechada «1996». A la mañana siguiente le hizo abundantes correcciones manuscritas. Almorzó a las doce en un bar de la calle Maipú y después fue hasta el departamento de French, entregó a Selene los originales de «1996», le dijo que Civedé los leyera y que él regresaría a las cuatro de la tarde.
Se sentía cansado, satisfecho de sí mismo y feliz. Caminaba por Florida hacia el norte. Al llegar a Tucumán oyó los alaridos.
«Pongamos que me llamo Gantenbein», novela (tediosa) de Max Frisch. «Moby–Dick» comienza: «Llámenme Ishmael». Los cardenales ascendidos a Papa cambian de nombre. Los príncipes ascendidos a reyes cambian de nombre. Ascendido a personaje literario, debo cambiar de nombre.
Acabo de leer, en Diodoro Sículo: Hondio, monstruo de los bosques de Tracia que servía de diversión a los dioses. Estoy escuchando los derrames de los paganos en honor de Nuestra Señora de la Flacura*.
* Se supone que alude a «Le martyre de Saint–Sébastien». Los dos paganos serían Gabriel d' Annunzio y Debussy. Nuestra Señora de la Flacura debe de ser Ida Rubistein, «flaca como las más bellas serpientes», escribió el artificioso Gabriel.
Me presento: Sebastián Hondio.
Retrato del mártir–monstruo: montaje fotográfico de Cecil Beaton para hacer reír a sus amiguitas. Corpachón de hombre alto y corpulento, patas cortas y torcidas de toro, falo de toro (pero menos quebradizo), cabeza de Minotauro, rostro trucado (las facciones del toro y de Pasifae, mezcladas).
Padres: desconocidos (el toro fue degollado y Pasifae se hizo la distraída). Hubo un par de viejos que se atribuían el honor de haberme engendrado. Rechazo esa pretensión. Me compraron (eran muy ricos, había que ser muy rico para comprarme) y me criaron. A los veintidós años (los míos), cumplida su ambición, murieron, y yo me libré del peso de mostrarme agradecido, de ser obediente, amable, burgués.
Los héroes deben ignorar quiénes son sus progenitores y crecen al cuidado de una pareja de padres putativos. Cristo no quiso ser menos. Yo tampoco.
El héroe se distingue desde su infancia por tres atributos: belleza, fuerza e inteligencia. ¿Qué pasó conmigo? Se olvidaron de la belleza y de la fuerza. Soy grande y débil y soy horrible. En compensación, inteligencia por partida triple. Con un obsequio adicional: la memoria del perro Argos. Estoy hecho para comprenderlo todo y para recordarlo todo.
Profesión: sufrir.*
* Plagiado de «El cónsul», de Gian–Cario Menotti.
Aquiles se disfrazó de mujer, Hércules se disfrazó de hilandera, yo me disfracé de abogado. Quería salvar de la horca al muchachito inocente que le clavó la azada a un hijo de puta.*
* Alusión a un episodio de la vida de Abraham Lincoln cuando era candidato a senador y perdió.
A los minotauros nos atraen los laberintos. Buscamos un laberinto y cuando lo encontramos nos quedamos a vivir en él. Lo recorremos lentamente, con la esperanza de que en algún recodo nos transformemos en otro, en Teseo. Cuando el Minotauro de Creta vio a Teseo lo confundió con ese sueño, dobló las patas, inclinó la cerviz y mugió con dulzura. Teseo pudo matarlo como a un buey. Después se daba ínfulas, pobre idiota.
Yo encontré mi laberinto en la calle Viamonte, cerca del Palacio de justicia. Es vasto como un palacio apostólico y enredado como el barrio de la judería en Toledo. Tiene escaleras regias, una infinita red de pasillos entrelazados por patios. A cada lado de los corredores, puertas con un número en el dintel. Elegí la puerta que tiene el número 666, la cifra de la Bestia.
El laberinto debería estar vacío, sin otro habitante que yo. Pero durante el día lo invade una horda de abogados, de procuradores y de clientes que litigan por dinero. Sus pleitos son mezquinos, disputas de comadres y de mercachifles. Durante el día me encierro en la celda 666. Espero al muchachito que salvaré de la horca. No viene. Leo novelas.
A la noche, cuando el laberinto se despuebla, lo recorro galería por galería, patio por patio, escalera por escalera, pasillo por pasillo, recoveco por recoveco. Luces brumosas, mortecinas antorchas de llama inmóvil me guían a través de la oscuridad y de la incesante bifurcación.
Por un momento soy feliz. Por un momento soy el único morador del laberinto, le restituyo su locura, su belleza. Me siento poderoso y terrible corno el hijo de Pasifae y del toro. Soy una reencarnación del monstruo, cuyo nombre, Asterios, es también mi nombre secreto. Pertenezco a la raza de los Asteríades.
Habrá otros. No los conozco, no sé donde están. Los he buscado a altas horas de la noche por sitios infames. Nos reconoceremos en seguida, pensaba. Una mirada nos bastará. No los encontré. Deben de ocultarse, cada uno en su dédalo. O habrá uno por vez, por cada generación. Uno en cada país, en cada ciudad. No nos es permitido juntarnos, debemos vivir separados y escondidos. Yo había quebrado mi clausura y sería castigado.
Mientras soy joven, mi monstruosidad ya me ha moldeado el falo y las patas. Las prostitutas caen de rodillas como delante de un ídolo. Los sastres, al tomarme las medidas, hacen un gesto de azoramiento que deben reprimir porque dispongo de mucho dinero, soy un buen cliente. Sin embargo mis compañeros de la Facultad algo intuyen en mí: mi presencia los hiela. Me hablan, pero ninguno es mi amigo. Los profesores me toman examen con la expresión de asistir, contra su voluntad, a un espectáculo indigno de ellos. Me pondrán a regañadientes las calificaciones más altas.