Durante quince días se dedicó a sus investigaciones de becario, a hacerle el amor a la joven que vivía en un departamento de la calle Reconquista y a divertirse juntos gracias a los diez mil dólares, una indemnización por la pérdida de tiempo. Ninguna de esas actividades se relaciona con «Manuel de Historia», de modo que pueden ser pasadas por alto. Pero en el par de semanas algunos pequeños episodios le ocurrieron, algunas experiencias tuvo, algo le sucedió que lo obligaría a volver a la casa de la calle French.
Presenció, por casualidad, dos mitines políticos. Aunque de distintos partidos, los dos lo impresionaron de la misma manera. Oyó arengas exultantes de petulancia, de infatuación y de una retórica ampulosa y hueca. La multitud invocaba los nombres de líderes muertos hacía muchos años o coreaba estribillos monótonos, repetitivos como ideas fijas, que siempre amenazaban a alguien. Grupos de muchachos percutían tamtames tribales, otros grupos pintaban en las paredes, con alquitrán, sentencias de muerte. ¿Qué había detrás de esas ceremonias al mismo tiempo belicosas y fúnebres? ¿Odio o terror? ¿Los argentinos se odiaban entre sí o estaban aterrados? ¿Desahogaban el odio o querían exorcizar el terror que los dominaba?
Frente a un teatro, dos bandos de jóvenes se habían trenzado en una batalla furiosa. Preguntó por qué peleaban y alguien le informó que el motivo de la discordia era la representación de la obra de un autor marxista. A pocos metros de esa gresca, una manifestación de mujeres enarbolaba pancartas que decían: «Viva el clítoris, muera el falo», «Sí al placer, no a la maternidad». Todo era grotesco, anacrónico y ridículo.
En bancarrota, endeudada hasta los ojos, Argentina no tenía ni la humildad ni la dignidad de su pobreza. Fanfarroneaba, se dedicaba a los negocios sucios, a las tramoyas y a las ilusiones del azar y, en cuanto podía, tiraba la casa por la ventana. Leyendo los periódicos o gracias a la televisión, Sidney aprendió que los gobernantes y en general todos los políticos se entretenían en fórmulas recitadas como conjuros mágicos, redoblaban pases magnéticos de una pasmosa puerilidad y mientras tanto el país seguía empeorando día a día, pero ellos persistían, sin desarmar el falso rostro de reyes magos, en sus alquimias medievales.
Pero quizá todo eso no era más que una fachada y detrás se ocultaba una realidad ya no caricaturesca sino atroz: el maridaje de maldad y de estupidez que decía Ramón Civedé. Los argentinos, no importaba lo que fuesen en su vida privada, para hacer la historia se habían vuelto malvados y estúpidos, y habían conseguido transformar un país rico en un país inmovilizado, idiotizado, acosado por los acreedores, entregado a la desesperación de la razón y a la parálisis de la inteligencia en tanto confiaba en el rezo diario de oraciones supersticiosas, triviales o sanguinarias.
En un artículo periodístico firmado con las iniciales D. M. Leyó: «Según Richard Holfstadter, la inteligencia consiste en la capacidad intelectual para captar un problema y resolverlo. Me gusta esa definición. En otras palabras, la inteligencia es el don de encontrar soluciones, de encontrar salidas. Salida, en latín, se dice exitus, exit en inglés. La medida de la inteligencia la da el éxito, Robinson Crusoe era inteligente. Lo contrario de la inteligencia es la estupidez, que nunca acierta con la solución adecuada, con la salida correcta. La estupidez fracasa. Podrá aparentar que se mueve mucho, pero su agitación es la de una mariposa encandilada por una luz muy fuerte a cuyo alrededor bate las alas sin poder librarse del encandilamiento».
La historia argentina en los últimos cincuenta años parecía haberse estupidizado. Pero Sidney se preguntó si era porque los argentinos se habían vuelto estúpidos o porque la maldad les roía la inteligencia. Le recrudecieron los deseos de investigar ese fenómeno. Fuera del país se sentía muy capaz de ese tipo de curiosidades. Y otra vez pensó que Ramón Civedé poseía las claves del enigma, de golpe lo entusiasmó la idea de escribir «Manuel de Historia». De golpe lo abrumó la idea de que se había portado como un canalla.
Durante una breve entrevista obtenida con increíble facilidad, consultó con Borges sobre el manuelisma. Borges le dijo que el neologismo le parecía abominable pero que la teoría que postulaba no lo era. Sidney se ruborizó y en ese mismo momento decidió volver al departamento de la calle French. De los diez mil dólares le quedaban ocho mil.
Se colocó con la nariz pegada a la puerta porque adivinó que Selene le impediría entrar. Después de un largo rato oyó el ruido de cerrojos y de fallebas que en «1996» relacionará con las novelas góticas. Cuando la puerta se entreabrió, apenas una hendedura, una línea de débil luz, le propinó un empellón y se introdujo en el almacén de antigüedades como doce años después lo haría el imaginario adviser: como un policía en busca de un criminal. Se dirigió resueltamente hacia el corredor. A sus espaldas la mujer quiso gritar sin levantar la voz:
—Pero señor ¿a dónde va?
La biblioteca estaba a oscuras. Sidney dio media vuelta. En el pasillo Selene le cerraba el paso, lo miraba con odio o con espanto.
—¿Dónde está? —preguntó Sidney en un tono mandón. Conteste. ¿Dónde está?
La muchacha vaciló como ante la exigencia de un loco. Después señaló la puerta entre las estanterías, la puerta del dormitorio. Sidney la abrió. También esa habitación estaba a oscuras. Tanteó la pared y encontró la llave de la luz. Dos veladores se encendieron, uno a cada lado de la cama. Tendido boca arriba, semicubierto por una sábana arrugada, Ramón Civedé dormía o estaba muerto.
Sidney se aproximó. El monstruo vivía aún: tenía los párpados ligeramente despegados y por esa rendija legañosa se le veían los ojos. Disueltos en un líquido turbio, esos ojos de perro viejo y ciego se movían. Podridos, acuosos, los ojos se movían como si persiguiesen por el cielo raso una lenta imagen errática. El rostro había perdido algo de su deformidad patológica, se había dulcificado. La nariz estaba afilada, rectificada. Los labios, sumidos hacia adentro, como en un gesto de perplejidad meditabunda. El pelo ocultaba las orejas desproporcionadas, se derramaba sobre la almohada como la pelambre de un animal despellejado. La sábana dejaba a la vista los brazos gordos y fofos, el vasto tórax blanco y sin vello, un torso de niño gigante que se dilataba y se contraía a un ritmo casi imperceptible, tan lento que parecía un engaño de los sentidos, parecía que el hombre había dejado de respirar. Sidney se estremeció: la catalepsia.
Enseguida recordó a Thomas de Quincey. «Un día Thomas de Quincey resolvió impartirle al cuerpo la orden de morir, pero el cuerpo lo desobedeció, Quincey fracasó miserablemente. Yo, cuando decida morirme, no fracasaré». Este era el método de suicidarse sin ninguna violencia: un estado cataléptico conseguido mediante el cruce de una última linde de la psiquis. Más allá, el dark continent, el silencio total, la oscuridad total y, por fin, la muerte de la conciencia. Después la muerte del cuerpo sería una añadidura ignorada.
Selene había entrado en el dormitorio, se había ubicado a los pies del lecho. Sidney la interrogó con los ojos.
—Está así desde antiyer —los brazos cruzados a la altura del vientre, miraba la gran testa de engendro mitológico caída sobre la almohada. Con el delantal blanco parecía una enfermera. Como una enfermera, no mostraba ninguna emoción, sólo rendía cuentas al médico sobre el estado del enfermo. A lo sumo estaba preocupada, quizá preocupada por ella misma. ¿No la culparían de haber descuidado al paciente?
Sidney se inclinó sobre el ogro aletargado.
—Ya lo hizo otras veces —continuaba informando la enfermera. Le duraba unas horas y después volvía. Pero esta vez no quiere volver.
—¿Volver de dónde?
—Me dijo que volvía de estar con los muertos.
—No diga disparates.
—Yo repito lo que él me dijo. Me dijo que cuando lo viese así que no me asustara, que no hiciera nada y que esperase.
—¿Llamó al médico?
—No.
—¿Por qué?
—Me lo prohibió.
—¿Cuándo se lo prohibió?
—Un día. Me dijo que le pasara lo que le pasara, yo no tenía que llamar a ningún médico. "Tuve que jurárselo.
—¿Quiere que se muera?
¿Quiere cobrar pronto la herencia? estuvo a punto de añadir.
—Si esa es su voluntad, yo no soy quién para impedírselo.
—¿Sabe que podría ir presa?
—¿Yo?
Lo miraba de ningún modo intimidada, más bien desafiante.
—Usted es el que tendría que ir preso.
Y de golpe empezó a gritar. Con los puños cerrados, gritaba: —No tiene derecho a meterse. ¿Quién se cree que es? Primero lo ilusionó, después se fue con los dólares, no apareció por quince días, y ahora viene aquí tan campante, a dar órdenes. Váyase y déjenos tranquilos.
Sidney se inclinó sobre la gran máscara alabeada.
—Si sigue así puede morirse. ¿No vamos a hacer nada por salvarlo? —dijo en un tono humilde.
—Si se muere la culpa la va a tener usted —ya no gritaba, pero la voz cantarina se había endurecido de rencor.
Sidney pensó: todo es una farsa, una nueva manera de extorsionarme.
—Señor Civedé, soy yo, Sidney Gallagher.
Los ojos pútridos seguían persiguiendo en el techo una señal errante. No, nadie podía fingir esos ojos agusanados. Le tomó la mano izquierda, caída sobre las sábanas.
—Soy Sidney Gallagher —repitió. Si me oye, apriéteme la mano.
Plagiaba, sin saberlo, a Víctor Hugo en su visita a Balzac moribundo.
—Estoy aquí, junto a usted.
La mano, como la de Balzac, permaneció inerte, pero los ojos licuados en agua sucia se deslizaron hacia un costado, se detuvieron en la comisura de los párpados. Parecía que espiaba de soslayo esa mano que sostenía a la suya. Los labios chasquearon como degustando el último rastro de un sabor.
Sidney creyó que su voz había llegado hasta el continente negro e insistió:
—Soy Sidney Gallagher. Vamos a escribir el libro. Escribiremos entre los dos «Manuel de Historia».
—Grítele.
Sidney la miró y ella, la vista fija en el hombre fugado a la región de los muertos, dijo todavía con una aspereza rencorosa:
—Hay que gritarle, prender todas las luces y hacer ruido.
Si lo sabía ¿por qué no lo había dicho antes? Ella misma encendió la araña, les quitó a los veladores las pantallas. El dormitorio se inundó de una luz cegadora.
—¿Si abriéramos la ventana? —preguntó Sidney tímidamente.
—No, da a un pozo de aire. Espere, voy a buscar el tocadiscos. ¿Había una técnica para traerlo de regreso a la conciencia? Una técnica que Selene hasta ese momento se había abstenido de aplicar.
Volvió con el tocadiscos y varios discos. Sidney no sabía nada de música clásica: eligió un disco al azar y acertó. La música era marcial, rítmica, por ratos estridentes. La hizo sonar a todo volumen.
La boca se entreabrió, desdentada, con las encías empalidecidas. Pareció que quería hablar. Sidney imaginó que, si hablaba, la voz sonaría como la inconcebible voz de Mr. Waldemar en el cuento de Poe. No habló. ¿Empezaba a despertar? Pero los ojos habían vuelto a perseguir por el cielo raso la imagen errante y después los párpados se cerraron.
Después la cabeza titánica se movió de un lado a otro, lentamente. Decía que no, sin ganas, con una gran fatiga, o quizá decía que no de una manera débil porque quería hacerse rogar, quería que Sidney siguiera suplicando, siguiera humillándose. Simulaba negarse a volver para que Sidney se convenciera de que su suicidio no era una farsa o para que Sidney lo convenciera de que se sentía arrepentido y que no reincidiría nunca más en la traición. Tres días duró ese duelo entre los dos. Sidney casi no salía del dormitorio. Por las noches se recostaba en un sofá traído del salón y, a intervalos irregulares, día y noche, aullaba en las orejas del ogro. Dormía mal, porque las luces permanecían siempre encendidas y, en el tocadiscos, alguna música estridulaba.
Ramón Civedé se resistía, trataba de resistir, se negaba a abandonar su encapullamiento. Pero los ojos iban limpiándose, iban solidificándose, el agua turbia se evaporaba. La mano derecha, con los dedos agarrotados por la parálisis, frotaba los nudillos contra el pecho. La otra mano alisaba las sábanas. A menudo suspiraba, hacía muecas de disgusto o de perplejidad. La respiración ya era profunda y acompasada, la respiración de los dormidos.
Selena se encargaba de asearlo. Le decía a Sidney:
—Espere afuera. Hay cosas que usted no debe ver.
Le decía:
—Usted no sabe. De rodillas me pidió que no llamara a ningún médico, que no dejara que lo revisaran o que lo llevaran a un hospital. De rodillas me lo pidió.
Había recuperado el carácter vivaracho, la sonrisa pizpireta. Gorgojeaba:
—¿Ve? Anda mucho mejor. Dentro de poco volverá.
Una noche, desde el dormitorio, Sidney la oyó hablar con alguien. La voz era de un hombre joven, un amante, un pariente. No era asunto suyo. Él estaba dedicado a salvar a Ramón Civedé, a salvarlo sin auxilio de la ciencia, nada más que con su devoción, con su abnegación, esa forma de lavar las culpas, de quitarse los remordimientos, la idea intolerable de que un hombre podría morir porque él era un tipo ruin, un norteamericano sob.
Y también, también para disipar la sospecha de que todo podía ser una tramoya urdida por el viejo en complicidad con Selene. Quería poner a prueba al ogro, como el ogro lo ponía a prueba a él. ¿Cuál de los dos sería el primero en rendirse?
Sidney había salido, había ido al Hotel Mallory y después paso por el departamento de la calle Reconquista. Perturbada por los tres días de ausencia de Sidney, la empleada del consulado lo consideró un desertor y la sorprendió en la cama con otro hombre. Decidieron poner punto final a la liaison. Sidney se asombró de sentirse feliz o, a lo menos, aliviado, y retornó a la casa de la calle French con una especie de prisa jubilosa.
Al abrirle la puerta Selene le anunció, gran sonrisa y voz triunfante:
—¿Qué le dije? Volvió. Lo está esperando en la biblioteca.
Sidney había ganado la batalla.
Desde el corredor vio la iluminación que festejaba la resurrección del monstruo. Entró en la biblioteca sin saber qué iba a decir, qué ocurriría. Sentado al escritorio, arrebujado en sus hábitos negros de monje, le dio la misma bienvenida de la primera vez.
—Adelante, señor Gallagher.