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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (4 page)

BOOK: Manuel de historia
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—Santo cielo, qué extraño país. Todo viene de alguna otra parte.

Entró un ordenanza arg con el servicio de café. Todos lo miraban, le sonreían. El muchacho simulaba no darse cuenta pero, quizás a despecho de sus costumbres sexuales, era evidente que se sentía halagado, adoptaba gestos arrogantes de actor que se mueve sobre un escenario a la vista de un público adicto. O'Flaherty y sus advisers hablaban en inglés, pero como no dejaban de mirarlo y de sonreírle, el arg entendía que era el blanco de la atención general y aunque no fuese gay, pensaba Sidney, el narcisismo machista unido a la avidez de dólares le dictaba ese exhibicionismo complaciente que luego, a solas con otros compañeros, se disculparía transformándose en desprecio y en burlas por aquellos extranjeros afeminados.

—Qué bocado para la Madonna dei Fiori —gimió el Secretario con un mohín de dolor que arrancaba sonrisas. Pero no le revelemos que por unos cuantos latigazos podría ganar una fortuna en los bosques de Palermo. Sería capaz de abandonarnos, el muy ingrato.

—A mí me gusta más el otro, el que tiene cara de siciliano —dijo Ronnie Fields, un gigantón con el físico de un rugbier que en las fiestas íntimas de Queen Wendy hacía de travesti. No soy masoquista, pero por ese italiano sería capaz de dejarme flagelar gratis. Parece escapado del Satiricón.

—Santo cielo, Ronnie —se lamentó Bobby Dalberg, el adviser para la televisión. Era el más temible de todos. Su mordacidad, revestida de un falso candor gemebundo de solterona, no se detenía ante nadie, ni siquiera ante el Secretario. Si alguien se ofendía hacía escenas, pedía perdón y hasta derramaba lágrimas. Un minuto después reincidía en el vitriolo. Tan flaco y tan huesudo que O'Flaherty decía que estaba hecho nada más que de fémures, feísimo, granujiento, usaba una peluca color zanahoria y se maquillaba con frenesí. Todos estaban de acuerdo en que sus sarcasmos procedían de una contradictio in adjecto: aspiraba a ser amado por bellos efebos y no soltaba dólares, con el resultado previsible de tener que dedicarse a la masturbación y a la insidia. Santo cielo, Ronnie, cómo puede gustarte ese enano.

—Enano, pero con una musculatura de gladiador y una cara tan viciosa que me hace poner colorado.

—No será de vergüenza —suspiró O'Flaherty, cuya languidez parecía esa tarde un poco forzada, como si debiera sobreponerse a la tentación de agitar la pandereta. Santo cielo, hablan como personajes de Gore Vidal. Por supuesto, tampoco han leído a Gore Vidal. No perdieron nada.

Sidney dejó de oír esa cháchara. Pensaba en Deledda Condestábile, relacionó su imagen con lo que acababa de decir Cyril Coates: «Qué extraño país, todo viene de alguna otra parte». Deledda venía de otra parte y de otro tiempo.

Lo despabiló una discusión entre el negro y Bobby Dalberg.

Eran lo que se tomaban más a pecho la culturización de los args.

—¿Quién no tiene dificultades? —protestaba Cyril Coates. Cuando se movía, el traje de cuero rechinaba. Desde el Alto Comisionado para abajo, todos.

—Todos, menos nosotros —le replicó Bobby Dalberg con un rictus burlón y las modulaciones beatas. No quedan rastros de cultura arg, si es que alguna vez la hubo. Parecería que no, que las únicas originalidades args en materia de cultura fueron el mate y el tango, una bebida que ya nadie toma y una danza que ya nadie baila. Todo lo demás es plagio.

—Santo cielo, Bob, no seas injusto —se encabritó Cyril Costes, cuyos modales amanerados se le figuraban a Sidney, como siempre que los advertía en un negro, una parodia, una imitación deliberada. Argentina es un país absolutamente original. Horrible y atrasado, pero original. Es el único pueblo que sufre de esquizofrenia colectiva.

Sidney miró de reojo a O'Flaherty. ¿No decía nada? La teoría de Coates ¿también era fantastic and childish? Pero el Secretario se había distraído en la contemplación de dos muchachos args que evolucionaban alrededor de la mesa.

Bobby Dalberg sonrió. Le encantaban las polémicas. Primero las provocaba y después las mantenía a cualquier precio, con imbatible y tranquila tozudez.

—Santo cielo, Cyril, no bromees. Estábamos hablando de la cultura arg. No pasa de una serie de ejercicios prácticos de cultura extranjera, como si durante todo el tiempo hubiesen estado preparándose para el día en que viniéramos nosotros y les tomáramos examen. Muy bien, niños, el día llegó y aprobaron el examen. Felicitaciones para todos, todos diplomados cum laudem et ad eundem. Estamos en la tierra de nuestros fieles y amados discípulos. Lejos de ofrecernos resistencia, nos abren los brazos.

—Sí, pero además son esquizofrénicos —insistió Cyril Coates, ahora con una voz estridente que delataba su irritación no contra los args sino contra Bobby Dalberg, cuya sorna dulzona podía exasperarlo. Tienen dos mentalidades simultáneas, una identidad débil, les cuesta conectarse con la realidad. Son miméticos y fabuladores.

Sidney pensó: el manuelisma.

—Pero mi pobre Cyril —ahora Bobby Dalberg afectaba la indulgencia de un adulto frente a un niño que dice disparates. Eso no es esquizofrenia, es adolescencia mental. Cuándo te convencerás de que estamos en un país de adolescentes que, por haber sido separados de sus padres, no saben quiénes son y se dedican a imitar a los demás para inventarse parentescos, la familia que no tienen.

—Son ineficaces, desprolijos, ciclotímicos —el sureño cacareaba sus agravios ya sin mirar a Bobby, se dirigía a los otros advisers como buscando que le dieran la razón. Lo único que saben hacer es improvisar sin el menor escrúpulo, al contrario, con una gran inmoralidad intelectual, y encima se ofenden si uno los critica. Estoy harto. Les pido cualquier cosa, les pregunto si pueden conseguirlo o si lo saben hacer, me contestan que sí, que lo tienen o que lo hacen mejor que nadie, y después resulta que no, que lo que me traen es un mamarracho, o me vienen con la excusa de que no encuentran lo que les pedí.

—En resumen, Cyril —suspiró el otro como dándose por vencido. Con los args no conseguiste llegar al orgasmo.

Debió intervenir Wendell O'Flaherty para poner punto final a los chillidos del negro. A las seis terminó la reunión sin haberse resuelto nada. Los advisers se dispersaron entre murmullos de citas para la noche, en el Adonis.

El Secretario le dijo a Sidney:

—Venga conmigo.

Entraron en el despacho, una sala octogonal amueblada para Josefina de Beauharnais, donde descollaba un coqueto bureau de cajou con incrustaciones de marfil.

O'Flaherty se tendió de flanco Sobre el fauteil d'apparat mientras Sidney permanecía de pie como un postulante. El Secretario no lo invitó a que se sentara: sosteniéndose el mentón con dos dedos de uñas barnizadas, miraba fijo el tintero de bronce coronado por una pareja de águilas imperiales. Parecía meditar y haber olvidado que Sydney estaba ahí. Después habló en aquel tono displicente y hastiado de todo.

—¿En qué anda, Sidney?

A su técnica de hacerse el distraído había que oponer la técnica de hacerse el tonto.

—¿En qué ando, señor? No comprendo.

O'Flaherty suspiró, puso la expresión inconfundible de quien se sobrepone a la estupidez ajena, contra la cual no hay otro recurso que la paciencia.

—Quiero saber a qué se dedica, my boy.

—A lo mío, señor.

El Secretario resopló por la nariz una risita irónica.

—¿De veras? ¿Y qué es lo suyo? Le confieso no recordarlo.

—Preparar un estudio sobre los niveles del lenguaje en la República Argentina.

—No diga República Argentina. Diga Argentina a secas. ¿Y qué ha hecho, hasta ahora?

—Pienso reportárselo muy pronto por escrito, señor.

—¿Muy pronto? Bravo, Sidney. Usted, al revés de los args según Cyril, es eficiente y prolijo.

Como si tratase de desentrañar el significado de sus propias palabras repitió, en un tono falsamente pensativo que alarmó a Sidney:

—Sí, eficiente y prolijo.

Hubo un silencio. O'Flaherty se acariciaba las mejillas imberbes mientras sus ojos demasiado claros vagaban por la habitación como para comprobar que todo estaba en orden. Sidney no podía menos que admirarle la esbeltez, las facciones delicadas y como todavía en embrión, el pelo sedoso artísticamente revuelto. Pero detestaba su aire femenino y lánguido, esa indolencia de gata adormilada que esconde las garras retráctiles.

Hasta que, sin desarmar el desmayo felino de la postura, sin levantar el tono de voz, en apariencia con la inocente intención de preguntar algo que no le interesaba pero que servía para prolongar el diálogo, el Secretario susurró:

—¿Y qué clase de niveles lingüísticos fue a investigar en una casa de French Street?

Sidney enrojeció. Por suerte O'Flaherty reprimía un bostezo y se examinaba las uñas, como si hubiese olvidado su propia pregunta o no tuviese interés en la respuesta. Pero al cabo de unos segundos levantó los ojos transparentes, donde Sidney vio un destello de cólera.

—Hay un libro que creo que me resultará muy útil para mis estudios. Como no lo conseguí en ninguna librería ni lo tienen en la Central Library, fui a pedirle un ejemplar al autor.

—¿Se lo dio?

—No, señor. Es un hombre viejo y enfermo y no pudo recibirme. Deberé volver otro día.

—¿Quién lo atendió?

—La mujer.

—¿También vieja?

Sidney vaciló. El deseo de fastidiar al Secretario y una repentina y vaga solidaridad con Deledda Condestábile, el temor de ofenderla aún a distancia lo impulsaron a retocar la verdad:

—No, señor. Muy joven. Y muy hermosa.

O'Flaherty se puso de pie, toqueteó al pasar las esfinges que meditaban sobre la chimenea y fue a colocarse frente a Sidney. Estaban tan juntos que sus cuerpos se rozaban. De golpe le tomó la mano. Los ojos vítreos, casi incoloros, brillaban con una luz que ya no era de cólera.

—Cuídese, my boy. Los args son peligrosos, en especial las mujeres. Voy a darle un consejo: no intime con los nativos de este horrible país. Un muchacho como usted podría verse en apuros, tan serios que no seré yo quien lo salve.

Lo decía él, que correteaba de noche por las calles de los pubs y de las disquerías en una constante leva de jóvenes a los que llevaba a admirar el Watteau de su dormitorio.

—¿Qué clase de apuros, señor?

Sin soltarle la mano, el Secretario se hizo el desentendido.

—Otra cosa. Esta noche vaya al Adonis. Actuará Mister Universo junior, que acaba de llegar gracias a mis gestiones. Lo conocí el verano pasado en Pismo Beah, donde ese Antinoo no podía ir a la playa sin provocar tumultos. No se pierda el espectáculo, vale la pena. ¿Irá?

—Sí, señor.

—Siempre me dice lo mismo y después no va nada. ¿En qué anda, Sidney? Ahora ya no le pregunto por su trabajo.

—¿Y por qué me pregunta, señor?

O'Flaherty lo miró como dispuesto a darle un bofetón. Pero enseguida se sonrió. Y le asestó, nomás, el sopapo, suave como una caricia.

Sidney no fue por la noche al Adonis. Había ido un par de veces. El show consistía en una exhibición de bodybuilders que giraban en rueda sobre una tarima iluminada por spots cenitales. Alrededor, un público sin mujeres susurraba en la penumbra. Cuando, cada dos minutos, la rueda se detenía y los hércules en slip adoptaban una postura estatuaria, inflaban los músculos y miraban a los espectadores con expresión asesina, el local se poblaba de gritos histéricos. Después descendían de la tarima y en el bar la concurrencia los rodeaba, los piropeaba, los más audaces les palpaban la musculatura. Ellos, muy serios, agradecían con modestia, aceptaban una gaseosa y revelaban los secretos de la halterofilia y del físico-culturismo como si se tratara de una religión en la que les correspondía el magisterio. Según los advisers de la Secretaría para la Culturización, eran todos anafroditas y no se podía contar con ellos más que para usarlos como excitantes.

A Sidney le parecían conmovedores. Depilados, aceitados, esclavos de una disciplina monástica, algunos ya nada jóvenes, convertidos apenas pasaban los treinta años en monstruosos fardos de fibra empaquetada con las cuerdas en relieve, se ponían patéticos y hasta ridículos en su afán de exhibirse. Pero, cosa curiosa, los complacía la admiración de los hombres. Lo mismo que los travestis, ejercían sobre Sidney una fría fascinación. Las dos veces que había concurrido al Adonis no podía desviar la vista de esos Apolos que hipertrofiaban la imagen física de la virilidad y al mismo tiempo se habían apartado de todo contacto con la mujer. Eran como los dioses penates, los ídolos vírgenes de una religión masculina que adoraba sus propios atributos y se encerraba a venerarlos a solas, lejos de aquellas que querían devorárselos. Recordó una frase del chofer Aníbal Benítez, a propósito de las colosales dimensiones del falo de alguien: «¿Para qué le sirve? Para mostrárselo a los amigos, nada más». Esas palabras lo habían hecho reflexionar sobre los caracteres de la sexualidad masculina.

Los bodybuilders no mostraban el falo («¿se fijaron?» —decía Queen Wendy— «dommage, no se les desarrolla»), mostraban el cuerpo desnudo como si se considerasen dotados de una cualidad cuyo valor era ése: satisfacer el orgullo masculino. Pero el público del Adonis de buena gana los habría hecho descender del altar de la castidad. A la segunda vez Sidney se hartó, no del espectáculo en la tarima sino de la histeria de la concurrencia, que arruinaba una ceremonia que hubiese podido ser de una religiosidad extraña y, para él, fascinante.

En un snack bar comió dos hamburguesas y bebió un vaso de leche. Después caminó por el sector de Baires que dominaba: Corrientes Ave., Lavalle St., San Martín Sq., Santa fe Ave. Ya era noche cerrada pero la ciudad tenía, como siempre, una animación de día de fiesta. Para Sidney, cualquier ciudad extranjera estaba poblada de misterios novelescos. Sin embargo, tres meses después de haber llegado, Baires seguía pareciéndole un enorme supermarket: escaparates colmados de mercaderías, el ir y venir de clientes ansiosos, el vasto olor indescifrable. Los palacetes no le corrigieron esa impresión: eran la sección regalos del supermarket. Pero ahora, mientras forcejeaba entre la multitud de compradores y de curiosos enardecidos como en vísperas de Navidad, recordó a Deledda Condestábile, la veraneante del Negresco, la pasajera del Excelsior. Sí, también Baires podía ser misteriosa. Sintió, otra vez, aquella punzada de nostalgia.

Pandillas de muchachas y de muchachos se cruzaban con él y lo miraban descaradamente, le sonreían. Su estatura le impedía pasar inadvertido, todo su aspecto lo sindicaba como un turista adinerado o como miembro del gobierno internacional y, en los dos casos, como un socio seguro para cualquier negocio de sexo o dólares. En Europa, en los States, todas las variaciones de la sexualidad se habían vuelto lícitas y habían cobrado la forma del matrimonio. La pornografía era como el boxeo, un espectáculo presenciado por quienes no lo hacen. Pero la ola de la libertad sexual llegaba con retraso a Baires y golpeaba en esa juventud sin patria, la juventud del arginglés, que parecía vivir de paso por un Hong-Kong canallesco donde todos eran turistas, como decía Deledda, turistas dispuestos a agotar las aventuras efímeras, permisivas y sin mayores compromisos que buscamos en los viajes.

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