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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (3 page)

BOOK: Manuel de historia
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—De «El arpa de pasto».

—Lloré como una loca leyendo ese libro. Pero el personaje que más me gustó no es Verena. Es Cathy, la negra que a cada rato dice je suis fatiguée. ¿De qué hablábamos? De las edades. Usted, por ejemplo. Si me dice que tiene dieciocho años, le creo. Y si me dice que tiene treinta y ocho años, también le creo.

—Tengo veintiséis.

—Como mi hijo Guillermo. Lo felicito. Tan joven y ya adviser de la secretaría de ya no me acuerdo qué.

—Para la culturización.

—Para la culturización. Menudo trabajo van a tener. ¿Qué piensa de nosotros?

—¿De los args? Oh, perdón.

—No lo diga delante de mi marido. Pero a mí no me ofende que nos llamen args. Merecemos el desprecio de todo el mundo.

—Oh, no. ¿Por qué desprecio?

—Memé dice que somos un pueblo de locos y de delincuentes, así que está bien que vengan los loqueros y nos pongan un chaleco de fuerza, y que vengan los policías y nos encierren en la cárcel.

Sidney recordó el punto 5 de las Intructions del Alto Comisionado: «No se los debe culpar».

—En todo caso los locos y los delincuentes fueron los gobernantes, no ustedes.

—Ya veo, tienen órdenes de ser amables.

Como pillado en falta, Sidney se sonrojó. De improviso Deledda Condestábile se levantó y, para dejarlo que se repusiera a solas de su rubor, salió del salón. Él aprovechó la tregua e inspeccionó los alrededores. Sin saber por qué, le pareció que los ocupantes de aquel departamento habían empezado a mudarse a otro sitio o acababan de instalarse aquí, sin tiempo todavía para acomodar las cosas. Era una sensación de abigarramiento precario, de preparativos y de transitoriedad. Las flores agregaban su bienvenida o su despedida.

Deledda volvió como una ráfaga, se sentó en el diván, cruzó las piernas, se alzó la túnica hasta la mitad de las pantorrillas. La malla de una de las medias se había vainillado y remataba en un agujero sobre el empeine. Sin embargo ese descuido no le chocó a Sidney. Se le antojó, más bien, una muestra de desenfado o de desprejuicio, insólita en los args, siempre cuidadosos de la pura apariencia. El rostro hermosísimo parecía iluminado por una luz que se filtraba a través de vitrales policromos. En un rincón había un enorme piano de cola y desde ese piano llegaba hasta Deledda alguna música refinada, Debussy o Fauré.

—Mister Gallagher, el que puede ayudarlo es mi marido, mucho más que la novela. Converse con él. Es un hombre inteligentísimo, un erudito. No lo digo yo, lo dicen todos lo que lo conocen. Lástima que hoy no lo pueda recibir. Está enfermo en cama.

—Oh, lo siento.

Sidney empezaba a ponerse de pie, pero lo atajó un ademán irrebatible.

—No se vaya todavía. La enfermedad de mi marido no es de las que requieren cuidados. ¿Sabe, mister Gallagher? Últimamente no tengo muchas oportunidades de conocer gente joven. Y menos a jóvenes encantadores como usted.

—Oh, thank you.

—No me agradezca nada, no estoy diciéndole un piropo. Por lo general los jóvenes me aburren o me fastidian. O son tontos o son groseros, sin otra alternativa. ¿Sabe por qué? Porque ya no quieren frecuentar el trato con los adultos, que es lo que les daría algún lustre. No salen de su propia juventud y han terminado por volverse todos iguales y todos estúpidos, como todo el que se pasa la vida mirándose al espejo y no mira el mundo. En cambio yo me crié en el mundo. ¿Comprende, Sidney?

Había tardado un poco más que Verena para llamarlo por su nombre de pila. Al vértigo de las palabras agregaba ademanes estudiados, teatrales, pero de un teatro de la vieja escuela, la divina Sarah, la Comédie Française.

—Las muchachas de hoy ¿qué conocen? La camaradería de muchachos de su misma edad, y por eso son guarangas y malhabladas, aunque en el fondo añoren otra cosa que no saben qué es. Pero yo me eduqué en la cortesía de los hombres. En la cortesía, querido mío, no en el sometimiento. Esa es la diferencia con las pobres mártires del machismo, pero es también mi diferencia con las feministas, que creen emanciparse de los hombres imitándolos.

Sidney iba a contestar que ese feminismo, en su país y en Europa ya había pasado de moda, pero un nuevo giro de la conversación, o del monólogo, de Deledda se lo impidió.

—Sidney ¿se siente a gusto en Buenos Aires?

—Muy a gusto.

—¿No extraña Nueva York?

—Nunca viví en Nueva York.

—Pero es norteamericano. ¿Cómo puede sentirse a gusto aquí? No me lo diga. Se lo diré yo. Porque aquí nadie sabe qué va a pasar al día siguiente. Somos todos turistas, ustedes y nosotros. La Argentina es un gran hotel. Pero a la larga la vida de hotel cansa, Sidney. A la larga soñamos con un hogar propio, odiamos el hotel donde nos alojamos.

Sidney consiguió decir:

—Sí, es posible que Baires, que Buenos Aires parezca un hotel y que todos parezcamos turistas. Pero ¿y la gente del resto del país? La pregunta la tomó por sorpresa. Se llevó una mano a la garganta y por varios segundos permaneció callada y como desconcertada.

—No conozco el interior del país —dijo, por fin, en un tono perplejo como si acabase de descubrir lo que hasta entonces había pasado por alto. Para mí la Argentina es Buenos Aires.

Sonrió, como si se disculpara de confesar un vicio que sin embargo no ocultaba.

—Todo el mundo habla de sus raíces. Está bien. Pero yo no tengo mis raíces en un pedazo de tierra sino en una forma de vivir. Por eso ahora me siento desterrada, con las raíces en el aire.

De golpe debe de haber entendido que había que darle al diálogo una brusca voltereta que le pusiese fin.

—Sidney, véngase el viernes a comer con nosotros. Lo esperamos a las nueve. O más tarde, a la hora que usted quiera. Aquí se come cuando llega el invitado, pero el viernes no habrá otro invitado que usted.

Era la primera vez que un arg lo invitaba a comer en su casa. Estaba enterado de que los args cenaban a altas horas de la noche a las diez y hasta a las once p.m. En los restaurantes no se servía comida antes de las ocho p.m. Sidney, acostumbrado a cenar a las seis, debía conformarse con sándwiches y hamburguesas en algún bar. Aceptó la invitación de Deledda Condestábile y los dos se pusieron de pie al mismo tiempo. Verena debía de haber estado espiándolos porque sin necesidad del timbre reapareció con la sonrisa aunque sin los guantes ni la cofia.

Ambas lo acompañaron hasta la puerta. Deledda le tomó una mano entre las suyas y por un rato no se la soltó. Había compuesto un semblante dramático. Pero Verena los contemplaba divertida.

—Sidney, le prevengo que Ramón es un hombre fuera de lo común. A primera vista le parecerá un poco extraño y hasta antipático, y él no hará nada para quitarle esa impresión. Usted no haga caso, no se fíe del coup d'oeil. No porque sea mi marido, pero le aseguro que en este país hay pocos hombres como él, con su inteligencia, con su cultura.

—El señor es un santo —intervino Verena, alegre hasta más no poder.

—El viernes estaremos los tres solos, porque mi hijo dudo de que se quede en casa. Está de novio y todas las noches va a visitar a su prometida, una chica que es un sol. Los novios de ahora quieren verse todos los días, estar siempre juntos. Un error, porque llegan al matrimonio sin ningún misterio el uno para el otro. Yo me casé con Ramón casi sin conocerlo. Usted tendrá la oportunidad de hablar con él y ya verá cómo termina queriéndolo y admirándolo. Sin cambiar de cara cambió de tema:

—¿Qué comidas prefiere, Sidney? ¿Carnes, pastas, pescados? Me imagino que extrañará los platos típicos de su país. No se preocupe, tengo un libro de cocina que me regaló una amiga que vive en Los Ángeles. Sacaremos de ahí alguna receta y se la preparamos especialmente para usted.

Verena volvió a meter la cuchara:

—Aquel budín tan rico ¿se acuerda, señora? Que un vez hice para el cumpleaños del señor Pepe.

—El Persimmon pudding. Si le gusta, se lo hacemos.

Sidney no tenía la menor idea de qué era el persimmon pudding pero, por las dudas, dijo que ese budín era uno de sus platos preferidos.

—Y ahora adiós. Estoy encantada de haber conocido a una persona como usted. El viernes venga con su mujer.

—Soy soltero.

—Entonces venga con quien quiera. Aunque usted querrá hablar a solas con Ramón. Le dije que usted se interesaba en «Manuel de Historia» y está loco de alegría.

—Me tiene intrigado ese título.

—¿«Manuel de Historia»? Es un hallazgo. Manuel porque así se llama el protagonista.

—¿E Historia?

En lugar de contestar, Deledda miró a Verena como pidiéndole socorro. Después le dirigió a Sidney una sonrisa enigmática.

—El viernes Ramón le revelará ese secreto. Adiós, Sidney.

—Adiós, señor Sidney —repitió la voz cantarina de Verena.

El adviser salió del departamento con la impresión de que abandonaba un teatro donde dos consumadas actrices habían representado para él una comedia. A sus espaldas la puerta se cerró con los siniestros ruidos que se oyen en Horace Walpole y en Ann Radcliff. El ascensor seguía allí, vigilándolo. En la calle experimentó una absurda, una inexplicable nostalgia y durante el viaje de regreso no cruzó una palabra con Aníbal Benítez, que lo espiaba de reojo y que sabía cuándo debía mantenerse callado.

La Secretaría para la Culturización tenía su sede en una palacete francés, Libertador Ave. esquina Ocampo St., expropiado a un matrimonio de ricachones args. La primera vez que entró, Sidney se asombró de aquel lujo europeo y decimonónico que según Queen Wendy no tenía nada que envidiarles a la Malmaison o al Hotel Bourrienne. Después conocería otras mansiones también trasplantadas desde Europa piedra por piedra, mueble por mueble y adorno por adorno, algunas ya no francesas sino inglesas que provenían de los Forsyte y de William James. Las creyó el producto de antiguas migraciones de familias aristocráticas que se las habían traído a cuestas. Con el tiempo iba a saber que no pasaban de costosos simulacros adquiridos por args de fortuna, vastas compras en Europa destinadas a ser exhibidas y, después que sus primeros dueños morían, a transformarse en museos, en embajadas extranjeras o en reparticiones públicas.

Wendell O'Flaherty se sentía dueño de casa. Decía mis Sévres, mis Limoges, y si el visitante era joven le preguntaba: «¿Le gusta Watteau? Venga, en mi dormitorio tengo uno». Las sesiones de trabajo no servían para nada, salvo para que el Secretario y su banda chismorreasen con gracia y malignidad. A Sidney la pandilla lo divertía, y después de un rato, pensaba en otra cosa mientras garabateaba monigotes en un papel. Se reunían en un salón de la planta principal, contiguo al despacho de OFlaherty, alrededor de una larga mesa asediada por consolas Directorio y por pinturas auténticas o apócrifas de Debucourt y de Boilly. Muchachos args, solícitamente reclutados por el Secretario, entraban y salían trayendo bebidas y bocadillos. Todas las miradas los perseguían.

A los cincuenta v tres años de edad Wendell O'Flaherty era un sólo golpe de pulcritud y blancura. Tenía el pelo níveo, el cutis blanco, los ojos de un gris blanquecino, usaba ropa de colores claros hasta en invierno y parecía recién lavado, peinado, planchado y manicurado. De estatura mediana, esbelto como un adolescente, hermoso y frágil, afectaba una languidez inofensiva pero era porfiado y perverso y podía ser feroz. Se decía marxista, pero los advisers no ignoraban que su marxismo provenía de su inclinación por los rostros eslavos, ligeramente brutales y crapulosos, que asociaba con la Unión Soviética.

La inclusión de Sidney Gallagher en el equipo de advisers era el resultado a la vez de un error y de una esperanza: Queen Wendy estaba convencido de la homosexualidad de Sidney y, como algunas mujeres aunque con intenciones opuestas y simétricas, se había empeñado en desinhibirlo. Por esa razón y porque estaba enamorado de él desde los tiempos de la universidad, lo atormentaba con procedimientos tortuosos. Sidney, para defenderse de su asedio después de haberse servido de sus influencias en la ONU, le hacía creer que era chastener, lo que lo ponía quejumbroso pero no le marchitaba las ilusiones de redimirlo. El movimiento todavía no había llegado a la Argentina, pero en Estados Unidos se llamaban chasteners los miembros cada vez más numerosos de una especie de cofradía religiosa cuyo primer mandamiento era la abstinencia sexual y el segundo, las persecución de quienes no cumplían el primero. Todos jóvenes, la mayoría universitarios, reivindicaban el nombre de chasteners en su doble acepción: sin llegar a ser los ciento cuarenta mil salvados del Apocalipsis, eran varios miles de vírgenes apocalípticos purificadores y castigadores que sembraban el terror en la costa oeste y tenían dificultades con la policía. Abominaban por igual del sexo, de la droga, del alcohol, del juego, del cigarrillo y del rock, lo que les atrajo masacres espectaculares por parte de las mafias. Cuando O' Flaherty le preguntaba, entre escandalizado y afligido: «Santo cielo, Sidney ¿cómo puede pertenecer a ese Ku-Klux-Klan de eunucos?», él se ruborizaba. ¿Acaso no era un eunuco, aunque pacífico y con la anatomía intacta? Por suerte el Secretario atribuía su rubor a un acceso de ira y entonces se ponía meloso: «Enójese nomás y deme una paliza, si eso le causa placer. No me defenderé».

—Hoy me llamó el alto Comisionado —dijo O'Flaherty con su, voz suave, desganada. En funciones oficiales adoptaba un aire de tedio y de fatiga como si lo obligasen a desempeñar un papel penoso. En privado era una pandereta agitada por un epiléptico—. Notre Darne des Fleurs no está conforme con lo que hacemos. Será porque en los bosques de Palermo, por donde se pasea a menudo, todavía no se practica como en Hyde Park el arte de la flagelación.

—¿Le gusta que lo flagelen? —preguntó Cyril Coates, el adviser para el área de la música, un negro sureño siempre vestido con una ropa de cuero negro tan ajustada que parecía desnudo.

—No, my boy. Notre Dame no es el barón de Charlus. Apuesto a que ninguno sabe quién es el barón de Charlus. Oh, perdón: ninguno, salvo nuestro ángel de la castidad.

Sidney no se dio por aludido.

—Ya nadie lee a Proust. Lo citan pero no lo leen. Dommage. Bien, revenons à nos moutons. Cyril dear: a la vieja dama indigna no le gusta que lo azoten. Es él quien azota a jóvenes vigorosos, que cuestan más dinero que sus plantaciones de rododendros.

—¿Hay rododendros en Argentina?

—No. Se los hace traer de Bélgica.

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