Me resisto a creer que el mundo me rechaza. Cuando se es joven, eso parece imposible, uno lo atribuye a un momentána malentendido que pronto se disipará. Yo, joven, todavía estoy en paz con el mundo. Mi soledad es todavía un noviciado, una espera. No me quejo y soy relativamente dichoso.
Después la espera me parece demasiado prolongada, me abruma, descubro que el dinero puede disipar el malentendido. Por un tiempo me rodeo de prostitutas y de bufones a sueldo. Mis correrías nocturnas son canallescas. Prefiero no recordar esa época de mi vida, esa desesperada depravación artificial a la que me sometí nada más que por eso, por desesperación.
La monstruosidad de los Asteríades empieza a trepar hasta mi rostro, retoca la forma de mis rasgos hasta entonces provisorios. Las amiguitas aristocráticas de Cecil Beaton miran la foto trucada y no se ríen, hacen un mohín de disgusto. El falo de toro, visible en mi entrepierna, las irrita como una broma soez agregada a un insulto. Cuando se topan conmigo en la calle bajan los ojos, apuran el paso, las más tímidas se detienen a curiosear el escaparate de un comercio de herramientas, de artículos ortopédicos, vigilan por el cristal de la vidriera y después que yo me he alejado siguen caminando a toda prisa, huyen del peligro.
Durante el día me encierro en mi madriguera del laberinto de Viamonte. Ya sé que no salvaré de la horca al muchachito. Leo con voracidad omnívora. Por la noche voy a los lugares infames donde busco a mis congéneres. Sentado a una mesa solitaria, en la penumbra, me embriago y espío. Ningún Asteríade se me acerca. Estarán lejos, ocultos. Sólo me queda la felicidad de los sueños.
Y sin embargo, una noche, todo cambia. Una noche, en una de mis diarias recorridas por el laberinto, encuentro a Ariadna extraviada. Ariadna buscaba a Teseo y me halló a mí. Increíblemente, por no sé qué giro fantástico, me confundió con Teseo. La llamaré Deledda, en homenaje a su novelista preferida.
Leo supongamos, la biografía de un personaje histórico cuyo trágico fin conozco. Desde las primeras páginas, cuando el personaje es todavía un niño feliz y no sabe lo que yo sé, se me encoge el corazón. Todos los episodios de su vida están dañsdos por el triste desenlace. Si yo fuese un dios, me negaría a conocer de antemano el destino de los hombres.
Siempre veré a Deledda con el rostro, abofeteado, con las mejillas inflamadas por los golpes que yo le propino ocho años después, ella sentada en un sofá, yo de pie, hace cuatro años, la mañana del día en que ella comenzó a morir una muerte de noventa días.
Pero no, debo olvidar ese momento atroz, debo evocarla tal como la vi aquella primera vez en el palacio apostólico. Viene de los roaring twenties, de la posguerra del 14, de las novelas de Paul Morand y de Francis Scott Fitzgerald. Usa la echarpe de Isadora Duncan, la pamela de Victoria Sackville–West, se peina con los bandós de Virginia Woolf. Huele a violetas de Parma. Es una veraneante del Negresco de Niza, del Excelsior de Venecia, es amiga de Jean Cocteau, de Diaghilev y de Katherine Mansfield. Pudo asistir al escándalo del estreno de Le sacre du Printemps, sentarse a la mesa del rey desterrado Carol de Rumania y de madame Lupescu. La preceden y la siguen la música de Fauré y de Chausson, las canciones de Reynaldo Hahn, las gymnopedias de Erik Satie.
No está asustada por haberse extraviado en el laberinto sino asombrada y divertida como si no atinase a descifrar un acertijo. Viene hacia mí, resuelta, para hacerme partícipe de la broma.
—Perdone. Soy una tonta, me perdí. Hace mil horas que estoy dando vueltas sin dar con los ascensores.
Tono de mujer mundana que ya ha agotado el conocimiento de la gente y nadie puede amedrentarla. Tampoco yo. Me mira y no recula. Será porque a la luz de las antorchas no me ve bien, todavía no se ha dado cuenta de que no soy Teseo, de que soy el Minotauro. Aprovechemos. Me ofrezco a guiarla, pero no hacia el patio de los ascensores. ¿Se anima a bajar por la escalera?
Es un sólo piso. Se anima. Pensará que sufro de claustrofobia.
—¿Usted trabaja aquí? ¿Es abogado?
—Soy abogado, tengo aquí mi estudio, pero no trabajo. ¿Otra adivinanza? Deledda se desentiende de la solución.
—Pensé que también usted se había perdido.
—Habría sido para mí una hermosa manera de perderme. Tampoco se da por aludida. Les atribuye a mis palabras un significado a su gusto:
—Sí, es un edificio hermoso.
¿El columbario le parece hermoso? Deledda, he empezado a amarte.
—Esta escalera, por ejemplo. Me siento una marquesa con peluca y miriñaque. Pero usted se ha olvidado de ofrecerme el brazo.
—Perdón.
Le doy el brazo para que los tacones no la hagan rodar por los peldaños demasiados gastados. Trato de mostrarle siempre el perfil. Mi perfil es todavía pasable.
—Por casualidad ¿conoce al doctor Billetdoux?
—¿Santiago Billetdoux? Fuimos compañeros en la Facultad.
—Ah, son amigos.
Típico razonamiento de Deledda.
—Me citó en su estudio a las ocho, pero no encontré a nadie. Por favor ¿me dice la hora?
—Las nueve y diez.
—¿Ya las nueve y diez? Nunca voy a corregirme. Me citan a una hora, llego una hora antes o una hora después. Seguro que Jacques, que es la puntualidad en persona, a las ocho v un minuto creyó que yo no vendría y se fue. Si no era por usted, seguía dando vueltas como Genoveva en el bosque.
¿Genoveva de Brabante? ¿Alusiones literarias? A mi juego me llamaron.
—Hemos invertido los papeles —le digo.
—¿Sí? ¿Cómo es eso?
—He sido yo quien le dio el hilo a Ariadna.
—¿Y usted quién es? ¿Es Teseo?
—Soy el Minotauro.
Se ríe, sé que me mira. No puede verme las piernas.
—Le fils de Minos et Pasiphaé —recito, ligeramente modificado, el verso de Racine.
Me retruca, rápido, al vuelo:
—J'entends. De vos douleurs la cause m'est connue.
Ni en ese momento ni nunca sabrá que lo que acaba de decir ha dejado de ser un endecasílabo de Phédre.
Vaya, un abogado que cita a Racine.
—Le envidio a Billetdoux una clienta que también cita a Racine.
—Si es por eso, abandono a Jacques y me paso con armas y bagajes al doctor…
—Hondio. Sabastián Hondio.
—Jacques me habló de usted.
Imposible. De todos modos me alarmo.
—Lo quiere mucho.
¿Quién me quiere mucho? ¿Santiago Billetdoux, que en la Facultad jamás me dirigió la palabra y que ahora, cuando por casualidad nos encontrarnos frente a frente, me saluda con la expresión de una solterona delante de una prostituta?
Pero Deledda, lo sabré pronto, inventa fábulas rosas como otros inventan chismes malévolos. Aquella noche, en el palacio apostólico, me contagió por primera vez su mitomanía.
Digo:
—Yo también lo aprecio mucho.
Después el contagio va a ser frecuente. No, es otra cosa, una especie de delicadeza, el temor de herirla, la vergüenza de que sus fabulaciones queden en descubierto. Entonces me apresuraré a solidarizarme con ella, a secundarla. Si la realidad la pone en ridículo no estará sola. Me tendrá a mí siempre a su lado, cómplice suyo, compinche suyo incondicional y fiel en las duras y en las maduras.
Ya estamos caminando hacia la puerta de calle. Unos segundos más y todo habrá terminado.
—Lamentaría defraudarlo, doctor Hondio. Pero no es un pleito lo que le traigo.
—¿Ninguna testamentaría multimillonaria? ¿Ninguna quiebra de una empresa multinacional? Respiro. De eso no sé nada.
—Apenas una consulta sobre alquileres.
—Mi especialidad —miento.
Sí, con tal de que no se vaya soy capaz de algo más que mentir. Pero hemos llegado a la calle. Los automovilistas, de golpe mis verdugos, me iluminan la cara con los faros de sus coches. No puedo seguir dándole el perfil, la miro de frente. Pondrá la rnisrna expresión de Billetdoux, me saludará fríamente y se marchará casi a la carrera, todavía con un estremecimiento. ¡Dios mío, pensar que estuve hablando con ese tipo, los dos solos en aquel horrible caserón!
Debo de divertir a un dios caprichoso que se aburre, que se complace en cambiar de juego aunque no cambie de juguete. Deledda me mira a los ojos, apoya su mano en mi antebrazo, dice:
—Si no está apurado invíteme a tomar un café.
Todo ha dado un violento giro de ciento ochenta grados. Soy un hombre encantador, gusto a las mujeres, si alguna que otra se ríe de mí es porque se trata de un mujer estúpida y vulgar, no debo hacerme mala sangre, las mujeres cultas e inteligentes me ven como soy, un hombre que las fascina con su personalidad enigmática. Por lo demás, el mundo es un lugar delicioso y la gente es buena.
Vamos al café. Está crudamente iluminado y lleno de gente. Nos sentamos y sin embargo Deledda no se sobresalta, no desvía la vista. Sigue mirándome a los ojos con sus ojos color turquesa, nítidos en el rostro de cerámica rosada. Alrededor se reanuda la ceremonia del culto contra el Minotauro. Lo sé sin necesidad de mirar. Hombres y mujeres se ponen misteriosamente de acuerdo para martirizarme y, puesto que no pueden matarme, para que huya y me esconda.
(Aquí hay un largo párrafo tachado).
Pero Deledda no advierte esa liturgia que yo sigo de reojo, incapaz de sustraerme al dolor. Deledda no mira a nadie más que a mí. Somos Dea y Gwynplaine. *
* Personajes de «El hombre que ríe». Dea es ciega y Gwynplaine, un monstruo.
Los demás no pueden tolerarlo. Dos mujeres se levantan y se van, furiosas. Alguien se ríe a carcajadas y el mozo, cuando nos sirve el café, me arroja una mirada despreciativa. No me importa. Deledda me dice:
—Me gustaría que cualquier noche viniera a comer en casa.
Una semana después somos amantes. Me dirá:
—Lo supe desde el primer momento.
—¿Supiste qué?
—Que si seguíamos viéndonos me enamoraría de ti.
—Y sin embargo quisiste seguir viéndome.
—¿Qué es eso de sin embargo?
—¿No tuviste miedo?
—¿De quererte?
—De arrepentirte.
—Tonto. ¿No serás tú el arrepentido?
Somos Dea y Gwynplainer, la Bella y la Bestia. Está ciega, nunca advertirá los avances de mi monstruosidad, la cabeza de toro que se me va agrandando lentamente, los rasgos trucados de Pasifae y del toro que se separan como minúsculas galaxias, las patas cada vez más cortas y más torcidas. Algún día Castelbruno, me llamará Toulouse Lautrec. Deledda lo oye, le pregunta, enarcando las cejas:
—¿Por qué lo llamas Toulouse Lautrec?
Castelbruna, borracho, se ríe y no responde, enseguida duerme como un tronco, ronca.
No tengo nada que envidiarle a Protesilao. *
* Héroe de la guerra de Troya, menos famoso por sus hazañas guerreras que por el tamaño de su miembro viril.
Una compensación. Gracias, dioses, dios.
En una noche de amor mató de placer a su esposa Laodamia.
Deledda no sucumbe de voluptuosidad pero, en el momento culminante, balbucea un idioma ininteligible, un lenguaje místico. En la carpa somos Europa y el Toro. Dato adicional y acaso casual: nací bajo el signo de Tauro.
Alquila un departamento enorme, laberíntico, construido para mí. La primera vez tuve la sensación de que Deledda acababa de instalarse, sin tiempo todavía para acomodar las cosas, o que había empezado a mudarse a otro sitio. Quiero decir, una sensación de desorden precario, de transitoriedad. Después voy a saber que alrededor de Deledda siempre flota ese ambiente de preparativos de viaje. Ignoro cuáles son sus medios de vida. Ni ella me lo dice ni yo se lo pregunto. Pronto debo sacarla de apuros con gruesas sumas de dinero.
¿No debería mencionarlo? Sería estúpido. Por lo demás, no la rebaja ante mis ojos. Lo hice porque quise y porque me gustaba hacerlo. Para mí nada tenía valor en comparación con esa generosidad suya: amarme, permitirme que la amara. La felicidad de ir todas las noches a su casa, ser recibido como el invitado de honor, el hombre al que había estado esperando desde niña. Eso me decía y yo le creía. Yo, la Bestia que durante el día se guarnecía en la madriguera señalada con el número 666.
Es hija y nieta de diplomáticos. Vivió de país en país, de ciudad en ciudad. Chapurrea con acento impecable varios idiomas. Ha leído todos los libros, unas pocas páginas de cada uno. Ama la ópera y el tango. Se casó con un attaché español del que se divorció un año después del nacimiento de Guillermo. Nunca me habla de su ex–marido. No me habla de ningún hombre que haya sido su amante. ¿Debo creer que soy el primero? Entonces creo qu soy el primero.
Llego al departamento a eso de las nueve de la noche. Me recibeuna Verena de la serie de las Verenas. Deledda las llama a todas así, un nombre que leyó en «El arpa de pasto». Dice que es el nombre más hermoso del mundo. De «El arpa de pasto» sólo recuerda ese nombre y la frase que pronunciaba una negra, Cathy: je suis fatiguée. Y que, cuando lo leyó, lloraba como una magdalena.
Bien, a menudo dice que ha llorado por esto y por lo otro, la muerte de seres que amó, eso no es ninguna originalidad, pero también lloró la primera vez que fue a la ópera, La Fenice, la primera vez que subió a un trasatlántico, la primera vez que vio el mar, el día que conoció a Victoria Ocampo, cuando se enteró en Cannes del suicidio de Alfonsina Storni, cuando recibió una carta de Enrique Larreta, cuando asistió a un concierto de Alfred Cortot, a un recital de Edith Piaf. Pélleas et Mélisande la hace llorar durante toda la función, La Traviata la hace llorar durante todo el último acto, la lectura de «Estafa de cielo» la hizo llorar hasta el sollozo.
—A veces lloro de emoción estética —dice—, como cuando vi el Campidoglio en Roma. No podía contenerme, era más fuerte que yo.
No sé si todas las Verenas merecen llamarse Verena, pero está bien que todas tengan el mismo nombre. Están todas cortadas por la misma tijera: un poco más altas o un poco más delgadas, tienen una figura que se repite bajo el uniforme negro, el delantalillo, la cofia blanca, los guantes blancos.
Todas representan el mismo personaje: la mucama pizpireta, confianzuda, la confianza se la da Deledda o el hecho de que no se le pague con puntualidad. Al ex–embajador Maluganis le dicen señor Memé. A José Sorbello, don Pepe. A mí, señor Sebastián. Entre las instrucciones que les imparte Deledda debe de figurar una: tratarme como si yo fuese el hombre más guapo, más inteligente y más bueno del mundo.