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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (15 page)

BOOK: Manuel de historia
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Muy de tanto en tanto accede a comer con nosotros, siempre que haya invitados, porque si no los hay se rehúsa a compartir la mesa del gabinete de la princesa Bibesco. Muchachas y muchachos vienen todas las noches a buscarlo, se van no sé a dónde.

Durante las cenas en el comedor grande, a cada rato entra Verena con el estribillo:

—Niño Guillermo, lo llaman por teléfono.

Deledda, pura teatralería:

—Por Dios, Guglielmo, no te dejan comer. Que te llamen más tarde.

Pero, a solas conmigo, está orgullosa:

—Las mujeres lo tienen loco. Es que es tan guapo. Un sol.

Ya archivó la cantinela de que Guillermo quería ser mi amigo. Finge no advertir la tirria que me tiene, el menosprecio con que me trata. Finge no advertir que lo detesto. No sé si le pide que sea amable conmigo. A mí ya no me pide que sea amable con él, que tome la iniciativa. Se ha resignado y ahora apela a la técnica del avestruz. Pobre Deledda, madre de Apolo y amante de Marsias.

Durante todos estos años ha estado prohibido hablar de política en su presencia. Nuestras sorboneadas ignoran los tumultos de afuera, las huelgas, los cuartelazos, el tétrico vaudeville de peronistas y antiperonistas. Pero una noche, entre los invitados, hay un adaucto traído por Castelbruno, un señor de aspecto eclesiástico, un protonotario apostólico que difunde a su alrededor el perfume del incienso. Sentado en uno de los sillones del salón, una copa de vino en la mano, nos mira muy serio y con cara reprobatoria. Es que hemos iniciado uno de nuestros coloquios herméticos.

—Monseñor Carasatorre, oleaginoso: Fue Dioclesiano quien inventó la Tetrarquía, una Trinidad de hecho, puesto que el Júpiter capitolino o solar y el Hércules boyero asumían el papel del doble bajo el nombre de «los dos Césares». Como sabemos, la Escuela de Alejandría fechaba la Era de los Mártires en el reinado de ese emperador. Y su calendario se utilizó hasta el siglo V.

—Maluganis, insidioso: Pero persecuciones contra los cristianos las hubo antes, bajo Septimio Severo.

—Yo: También bajo Caracalla y Aurelio.

—Monseñor Carasatorre, con su santa paciencia: Los sacerdotes, por ese mismo tiempo, dejan de estudiar las costumbres de los peces, que desaparecen de los mosaicos, de los himnos cristianos y de la propia Cena. *

* Esta cháchara procede directamente y casi al pie de la letra de la delirante «Histoire des mythes», de J. Ch. Pichon. Se supone que lo contertulios de Deledda se sirvieron de ese libro para mofarse del adaucto.

Pero de golpe estalla el escándalo. El protonotario apostólico habrá renunciado a comprender pero no renuncia a hablar. Dice:

—Usted mencionó la Tetrarquía. ¿Y quién inventó la sinarquía? Nadie responde, no porque no sepa qué es la sinarquía sino porque no sabemos a dónde quiere ir a parar el adaucto.

—La sinarquía internacional, que es la que en 1955 lo derrocó a Perón.

Todos miramos a Deledda. Ha palidecido: alguien se atrevió a pronunciar, bajo su propio techo, el nombre tabú. Ajeno a nuestros sobresaltos, el protonotario apostólico prosigue:

—Pero pronto Perón volverá al país. No hay sinarquía que pueda impedir que Perón vuelva.

Entonces ocurre un fenómeno curioso: como si la violación del tabú hubiese levantado las demás prohibiciones, se lanzan a un frenético debate sobre política. El tiempo transcurrido desde entonces no ha conseguido borrarme la impresión que tuve en aquel momento: que me descubren un rostro desconocido. Pepe Sorbello se revela peronista. Castelhruno, izquierdista. Maluganis, militarista. Letizia del Piombo, fascista. Monseñor Carasatorre, medieval: todavía cree que el Poder viene de Dios, cree que los gobernantes lo son por la gracia de Dios. Deledda no abre la boca, como si su condición de anfitriona le vedase intervenir en esa polémica entre sus invitados. Pero la conozco: está ofendida y espantada.

No es para menos. Así, la realidad más amarga, la de la política, ha entrado en su casa y descompone las palabras, las imágenes. Un viento sofocante, un mal olor, una horrible borrachera, y los invitados se transforman en energúmenos arrebatados por pasiones vulgares, por un repentino odio. Striptease de Pepe: sólo Perón puede arreglar al país. Striptease de Castelhruno: mientras el país esté dominado por la oligarquía, nos comerán los piojos. Striptease de Maluganis: necesitamos por lo menos veinte años de régimen militar. Striptease de Letizia del Piombo: pero por favor, qué democracia, la democracia es puro comunismo. Y ese introductor de la discordia, el protonotario apostólico, que dice: Pierda cuidado, señora, ya Perón se encargará de poner al comunismo en vereda, y Castelbruno, las vociferaciones de Castelbruno: Dejate de joder, Mario, con Perón, Perón ya no pone en vereda a nadie.

Es posible que la discusión no haya sido tan violenta pero yo la recuerdo violenta, quizá porque la asocio con Deledda, con la expresión de Deledda mirándome, diciéndome con la mirada: ¿Qué les pasa? ¿Éstos son mis amigos? Seré siempre su aliado, su cómplice: mantengo el mismo silencio que ella, debo de haber sido capaz de copiarle su expresión ofendida, escandalizada. Íntimamente no estoy de acuerdo con nadie. Soy un descreído de la política. Todo hombre que dispone de Poder se convierte en verdugo de los hombres. Las únicas revoluciones, las verdaderas, las auténticas, son las que prescinden del Poder. Digamos: la invención de la escritura, la cibernética. Pero la revoluciones que se sirven del Poder o que se cumplen desde el Poder no modifican la estructura del Poder y, a la corta o a la larga, ese Poder intacto recompone el mismo statu quo contra el cual se hizo la supuesta revolución. Si Cristo hubiese querido ser el sucesor de Caifás o de Herodes desconfiaría de él. *

* Pero el cristianismo se impuso en el mundo gracias al Poder. ¿Dónde se impuso? .En el corazón de los hombres, que es su único reino? Ahí el poder lo hizo pedazos. Ya el cuarto Papa, Clemente I, introduce en la Iglesia un espíritu autoritario que Cristo habría condenado.

La polémica, prohibida en casa de Deledda durante tantos años, se desborda, invade el comedor grande, la cámara de Nefertitis, corrompe la comida, la bebida, deja a Deledda muda en la cabecera. Hasta las llamas de los candelabros parpadean estupefactas. Sólo las Verenas sonríen como siempre, como si el manejo de las fuentes les impidiese oír.

Todavía aguarda a Deledda la última revelación de la noche: Guillermo permanece unos minutos callado, escuchando, ya no con la habitual semisonrisa de suficiencia, de tolerancia por los disparates de nosotros, los chiflados, sino con un rostro ceñudo, reconcentrado, como si estuviese atendiendo la propuesta de algún arduo negocio. Pero de golpe se dirige a Maluganis:

—Usted dice que Perón fue un falso redentor de la clase obrera. ¿Por qué?

El ex–embajador, convencido de que el dios lo invita a lucirse, carraspea, se pasa la servilleta por los labios, pone los ojos en blanco. Los demás esperan en silencio, dispuestos, si tarda un poco, a robarle la oportunidad de lucimiento.

—Un redentor, lo admito, porque les hizo conocer la experiencia de que el gobierno no era, para ellos, res inter alios acta, si me explico.

—Perfectamente.

—Pero falso porque esa experiencia no pasó de una ilusión. En verdad Perón gobernó para sí mismo.

—Una ilusión es también valiosa, embajador. Impulsa, al que la tiene, a convertirla en realidad.

Un minuto de sorpresa universal. Deledda está mirando a su hijo como si sospechase que se lo han cambiado por otro. Después los demás exultan.

—Muy bien, Guillermo, muy bien —se babea Pepe Sorbello.

—Pero una ilusión que se frustra durante muchos años termina en un gran resentimiento —ruge Castelbruno, a quien la presencia de Guillermo siempre le produce un estado de exaltación.

—Reconozco que esa fue la astucia de Perón. Se las arregló, para que la ilusión pareciese una realidad. Y los que vinieron después se encargaron prolijamente de hacerles creer a los trabajadores que sin Perón debían perder todas las ilusiones. Ahora llegó el momento, incluso para Perón, de hacer coincidir la ilusión con la realidad.

Todos lo contemplan, admirados, un poco aturdidos, como si el dios hasta entonces silencioso hubiese comenzado a pronunciar oráculos. Yo también, lo confieso. Deledda se emociona, le brillan los ojos: de golpe comprende que, sin ella saberlo, Guillermo se ha transformado en una lumbrera.

—Le diré, joven —el protonotario apostólico se infla como un merengue, pero el dios alza la mano y lo hace callar. De golpe es el único que parece tener autoridad para hablar de política.

—Permítame.

Y de nuevo se dirige a Castelbruno:

—Si Perón no lo hace, será el fin del peronismo.

Castelbruno estruja la servilleta, gruñe:

—No lo hará. El zorro pierde el pelo pero no las mañas.

—Lo hará, Félix, lo tiene que hacer. Es una cuestión de vida o muerte.

Anoto: Guillermo es el único que llama a Castelbruno por su nombre de pila.

—Tendrían que obligarlo —masculla Castelbruno, cada vez más sombrío, como si el hecho de que Guillermo se dirija siempre a él lo apabullase. Pero quién puede obligarlo.

—La juventud. La juventud de ahora, empezando por la peronista, no es la de 1945. El destino del país está en manos de los jóvenes. Y a los jóvenes ya ni Perón podrá engañarlos.

Todos callan. Las pasiones se han dormido, mecidas por esa voz que desciende desde lo alto para mitigar todas nuestras zozobras. Lo aborrezco.

Comentarios de Deledda en el dormitorio:

—¿Qué me dices de Guglielmo? ¿No estuvo maravilloso? Te soy sincera: no lo creía capaz de expresarse así, con ese aplomo, con esa sensatez. Se me ponía la piel de gallina, oyéndolo. ¿Y qué me cuentas de Pepe? Peronista. ¿Y Castelbruno? Socialista o algo así.

No, no pienso echarles en cara sus ideas políticas. Los dos son un sol y los quiero a rabiar. Pero francamente nunca lo hubiera imaginado.

Otro fenómeno curioso: desde entonces Deledda, cuando estamos a solas, habla de política (los demás, por las dudas, no vuelven a las andadas).

—Tengo miedo de que los peronistas ganen las elecciones.

—Las ganarán.

—¿Tú crees? Perón, con la edad y enfermo, se ha vuelto casi místico. Pero los peronistas siguen llenos de prepotencia, de mala educación y de resentimiento. Si ganan, se vengarán de nosotros por tantos años de tenerlos al trote.

Ganan. Unos días antes o, no recuerdo, unos días después Guillermo obtiene su diploma. El terrorismo de izquierda se ha adueñado del país. Las sorboneadas ralean. Todos tienen miedo de salir de noche a la calle.

—Estamos en África, con las tribus en guerra —dice Letizia del Piombo, y no viene más.

—Dios nos castiga por tantos pecados cometidos —dice Monseñor Carasatorre, y tampoco viene más.

—Estoy avergonzado de ser peronista —dice Pepe Sorbello, y no viene más.

Castelbruno rezonga:

—Perón ya está viejo y los jóvenes están locos. Pobre país. Pero sigue viniendo. Maluganis ha desaparecido sin despedirse. Guillermo no está nunca en su casa. Deledda le alquiló y le amuebló (¿Deledda?) una oficina en el laberinto de la calle Viamonte, en el mismo piso donde yo tengo mi bufete. Un patio nos separa. Es innoble, lo sé. Pero a veces apago la luz, entreabro la puerta y espío. Sobre cada puerta hay una claraboya. La claraboya de la puerta de su estudio está casi siempre a oscuras. No hay nadie adentro.

—Deledda: Será un gran abogado, ya vas a ver. Y a lo mejor, cuando se vayan los peronistas, podrá ingresar en la diplomacia.

—Yo: ¿Y cuándo se irán los peronistas?

—Deledda: Algún día se irán. No es posible que esa banda de delincuentes siga gobernándonos.

Muere Juan Domingo Perón. Todos, peronistas y antiperonistas, sabemos que con esa muerte se va una República Argentina y viene otra, a la que presentimos terrible. Comentario de Deledda:

—Qué extraño. Odié toda mi vida a Perón y ahora que se murió lo echo de menos.

Un gobierno absurdo, una grotesca corte de milagros representa la farsa tenebrosa que pronto sume a todo el país en el caos, en la miseria y en el incendio de la subversión armada.

Una noche, en la avenida Figueroa Alcorta, el automóvil de alquiler que me conduce desde el palomar de Viamonte hasta la casa de Deledda empieza a ser rodeado por una flotilla de coches, todos del mismo modelo y del mismo color, ocupado cada uno por cuatro hombres vestidos de civil. Advierto que las puertas traseras están entreabiertas y que asoman armas largas que apuntan hacia afuera.

—Déjelos pasar —le digo al chofer, un joven con barba espesa y toda la apariencia de un estudiante izquierdista.

—No se preocupe. Soy policía.

Hasta ese punto el país se ha convertido en un trágico baile de disfraces. Uno de los automóviles de la flotilla se nos viene encima, la culata de un arma larga golpea en el parabrisas y lo hace añicos, el chofer-policía clava los frenos. Tiene la cara cubierta de sangre y de trozos de vidrio. Maldice entre dientes.

Otra noche, en la explanada de la Recoleta, grupos de jóvenes colocan vallas para interrumpir el tránsito por la calle Junin. Han encendido hogueras. A los gritos, con ademanes prepotentes, ordenan a los automovilistas que no avancen, que se desvíen de contramano o que retrocedan. Uno de los jóvenes es Guillermo. Él no me ve, borrado como estoy por la oscuridad dentro del taxi, pero yo lo veo a él, veo el revólver que esgrime en su mano.

He despertado, por fin.

Aunque no le digo nada, Deledda insiste:

—No sabes disimular. Hasta Verena se dio cuenta. Algo te pasa. Dime qué.

—Te repito que nada.

Un llamado telefónico. Deledda vuelve, sacudida por los sollozos. Horas antes, en el momento en que entraba en su casa, han asesinado. El llanto no le permite hablar. ¿Han asesinado a quién? Al padre, un hombre que era un sol. ¿Al padre de quién? Del Bebe Arriola, uno de los amigos de Guillermo.

Tendida sobre el diván donde presidía, una eternidad atrás, las sorboneadas, llora sobre las ruinas de sus fábulas.

—Qué nos pasa, Sebastián. Qué nos está pasando a los argentinos. Yo no sé reconocer el país donde vivo.

Ya no sabes reconocer el país donde vives ya no reconocerías ni a tu propio hijo porque has estado viviendo, hemos estado viviendo no en la realidad sino en los sueños.

—Uno por uno nos matarán a todos los antiperonistas —gime. Ahora le gusta representar el papel de mártir, de víctima del peronismo.

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