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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (17 page)

BOOK: Manuel de historia
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—En el dormitorio, vistiéndose. Iba a ir a la oficina del niño Guillermo, o a la de usted, qué sé yo. No hace más que llorar. En el recibidor, con la luz artificial, Verena no se da cuenta. Pero el sol entra por las ventanas del salón y ahí empieza a gritar.

—¿Qué tiene, señor Sebastián? ¿Está enfermo?

—Baje la voz.

—Pero qué le pasó. Le pasó algo al niño Guillermo, seguro. ¿Tuvo un accidente?

—Sí, un accidente, pero no grite.

Demasiado tarde. Deledda ha oído el Verena, y ya está aquí, a medio vestir.

—¿Guillermo tuvo un accidente? —pregunta.

Recuerdo que está sentada en el sofá, cruzada de piernas, y que me mira.

—Dime Sebastián. Lo que sea, dímelo.

Serena, nada alarmada, como si ya lo supiese, como si hubiese estado esperándolo desde hace mucho tiempo hasta finalmente resignarse. Reparo en detalles frívolos: tiene vainillada una media, la falta de maquillaje la envejece. A la luz del día el salón es un depósito de cachivaches. Y bien, hay que hablar.

Hay que castigarte, Deledda. Hay que darte una feroz paliza. Ahora vas a pagar caras todas tus fábulas, tus transfiguraciones. Éramos soles, ahora somos luces cadavéricas. Vas a tener que abandonar el Negresco de Niza, el Excelsior de Venecia, decirles adiós a todos tus recuerdos, a todas tus mitologías, volver a Buenos Aires y trotar como una prostituta por sus calles de crímenes y de robos. Yo soy el encargado de cerrar el museo de tu memoria poética y de traerte a los golpes hasta el prostíbulo. Yo, tu macró, tu monstruoso apache. Error imperdonable el tuyo, querida, haberte enamorado de mí.

Pero Deledda se rehusa. Con las mejillas inflamadas por mis puñetazos, se rehúsa. Ninguna palabra, ningún ademán de protesta, ni una sola lágrima. Simplemente, apoya la nuca en el filo del respaldar del diván y cierra los ojos. Simplemente, se ha dormido. Pasan unos minutos y sigue dormida. Verena la sacude. Es inútil, no despierta. Yo he cumplido mi faena, no tengo nada que hacer aquí, adiós.

Salgo a la calle y no torno un taxi para esconderme de la gente. Camino. Las estúpidas bajan la vista, apuran el paso y huyen del Minotauro suelto por la ciudad. Los hombres me escrutan intrigados, molestos, quizás alguno tenga ganas de cazarme. Los noviecitos se refugian el uno en el otro y después que sortearon el peligro se ríen, los oigo reír. No rehuyo esos encuentros, los provoco. Para volver a la vida necesito del dolor.

Rápido, rápido. Por los pasajes sombríos hay que andar rápido. Tres meses. ¿Qué son esos tres meses? Nada. Son noventa días de ir todos los días al sanatorio, sentarme en un sillón de la pequeña antesala y esperar. Los médicos y las enfermeras van y vienen, siempre apurados, pasan por delante de mí sin mirarme, miraron al monstruo una primera vez y les bastó.

Durante el día no pruebo bocado. A veces tengo sed, pero no me atrevo a pedir un vaso de agua a esas mujeronas de blanco que pasan sin mirarme, como enojadas. Tampoco quiero apartarme de la proximidad de Deledda. Quizá despierte, de golpe, y entonces no sabrá dónde está, qué es esa horrible sala de terapia intensiva con sus aparatos, sus biombos, hombres y mujeres tendidos como muertos en la morgue.

A las seis de la tarde aparece Verena, se sienta en otro sillón y trata de distraerme con su cháchara, yo simulo que lo consigue. A las siete podemos entrar, primero ella, después yo, no más de cinco minutos cada uno. Deledda duerme, desnuda bajo la sábana. Los animales de la tecnología la rodean, la muerden, le clavan sus picos, sus agujas. Yo le tomo la mano, le hablo al oído. El pelo se le va emblanqueciendo en las raíces. Los bandós se han deshecho, se derraman sobre la almohada. Cada tanto los labios sumidos chasquean como degustando el último rastro de un sabor. A veces tiene entreabiertos los párpados, por esa fisura le veo los ojos erráticos, disueltos en un líquido turbio, que parecen buscar a través de la ceguera una imagen que se desliza por el cielo raso.

A las diez, a las once de la noche Verena y yo salimos del sanatorio. Dentro y fuera no hay sino la indiferencia del mundo. Nada me parece más atroz que ese contraste entre mis sufrimientos y la frialdad de los demás. Olvido mi propia frialdad cuando otros sufrían. Verena me toma del brazo, como a un viejo a quien hay que guiar para que no se extravíe, y nada más que ese contacto, nada más que esa mínima solidaridad me basta para sentirme vivo. Ahora duermo en el departamento de Deledda.

Nadie viene, nadie llama por teléfono. Debe de haberse corrido la voz: es una apestada, la madre de un subversivo muerto por las fuerzas del orden. Sin embargo ninguna noticia apareció en los diarios, estas noticias no aparecen en los diarios ni en la televisión. Tampoco he hecho ninguna gestión ante los militares. No me devolverían el cadáver de Guillermo, no me importa qué hicieron con el cadáver de Guillermo. Encima tengo miedo de que me manden a hacerle compañía en alguna fosa común.

Los hospitales son siniestros, pero todavía son más siniestros esos sanatorios de lujo que han adoptado la organización gélida y aparatosa de una empresa comercial norteamericana. Adaptado sólo en apariencia: los cromados, los uniformes vistosos, las empleadas salidas de la peluquería, los médicos atildados como ejecutivos de la City. Debajo, la chapucería porteña y una codicia de mercachifles sin escrúpulos. ¿A qué voy? A sentarme y a esperar, para no dejar sola a Deledda como si también yo la hubiese abandonado, para estar cerca de ella, a pocos metros de la lúgubre sala donde los demás enfermos se renuevan, curados o muertos, mientras ella sigue allí, dormida, insensible al dolor, salvada del suyo, fugada a una sombra o a una luz donde es menos desdichada que yo. Debo agotar todas las estaciones de la expiación. Noventa días y noventa noches de expiación.

Los médicos tecnológicos, las enfermeras inmaculadas y las empleadas del Vogue van y vienen, y yo sentado ahí, un montón de ropa y de pelambre que alguien olvidó. Hace frío. Y ese olor, ese aire a muerte, las camillas, la blancura de golpe horrible de las sábanas y de las vendas, el brillo helado de los cromos, un infierno frío.

Hasta que una madrugada suena la campanilla del teléfono. Sé quienes me llaman y qué van a decirme. Verena se empeña en acompañarme. Atravesamos una ciudad muerta, como las muertas ciudades del Mar Muerto. Nos conducen hasta un subsuelo, hasta un cuarto que parece una catacumba. Hay dos luces mortecinas, un gran crucifijo, una camilla. Sobre la camilla, un pequeño bulto, un maniquí frágil cubierto por una frazada. Verena aparta un extremo de la frazada, se inclina, besa la frente del maniquí. Después se pone de hinojos y reza.

Los hombres no lloran. Los monstruos lloramos. Yo lloro todos mis llantos, fundidos en esa agua ardiente que me brota de la carne, de los huesos, de todos mis órganos. Lloro por años, con una congoja tan desesperada que me promete el perdón.

Han transcurrido desde entonces cuatro años. Durante los primeros tiempos salía, por la noche, a reptar sobre mis patas de toro derrengado. Iba en busca de alguien que me esperaba. No sabía quién era, dónde me esperaba, en qué recoveco del laberinto de calles oscuras y desiertas que elegía para caminar con mi paso de bestia cansada. Una luz, en una ventana, en un edificio, alguien se asoma y me llama por mi nombre.

Mi cabeza se dilata, mis piernas se encogen. La mitad de mi rostro se hipertrofia. Me encierro para siempre, Segismundo monstruoso, en esta torre solitaria. Debo seguir el consejo que Lueiana le dio a su marido. *

* Alusión a «Luciana y el carnicero», de Marcel Aymé. La protagonista le dice a su marido: «Cuando se tiene la desgracia de ser como eres, se tiene también por lo menos la discreción de pasar inadvertido, de vivir en la penurnbra de la trastienda y de arreglar los relojes en silencio».

He traído todos mis libros, todos mis discos. Verena no me abandona. Dice no tener familia. Le digo:

—¿Tampoco novio?

—Qué voy a tener novio, yo. Quién va a quererme.

Me rodean el silencio, el olvido, la indiferencia del mundo. No soy feliz pero, a mi modo, convalezco de todos los dolores. Sueño que no soy el Minotauro sino Quirón, el maestro de una tropa de jóvenes héroes predestinados a la gloria. Sueño con la Castalia de Hermann Hesse, con Guillermos que escuchan arrobados mis lecciones. Mi monstruosidad es la monstruosidad de la sabiduría. De un sabiduría acaso estéril.

Las noticias de afuera me llegan a través de los diarios y de la televisión. Se diría que el país está aletargado, estupidizado. Se ríe de boberías. No sé por qué, pero tengo la impresión de que algo se incuba en esta República Argentina gobernada por los militares, algo aún más espantoso que el caos de años atrás.

Todos los días, de vuelta de hacer las compras, Verena me dice:

—Ay, señor, si viera cómo está la gente. Furiosa. Ya no se callan, ahora todo el mundo protesta. También, no es para menos. Es un escándalo, ya no hay plata que alcance. Dicen que los militares nos van a mandar al tacho a todos.

No son quejas crónicas entre los argentinos bajo todos los gobiernos, esas las que me inducen a pensar en una subterránea acumulación de gases explosivos, de pólvora que algún día estallará. Es otra cosa, una especie de disimulo, de falsa indiferencia de todo un país enmascarado mientras los militares hacen y deshacen a su antojo. No es posible que la psicología argentina haya cambiado hasta el punto de que, a lo largo de cinco años, el pueblo se mantenga mudo y sólo haga oír su voz para protestar por el precio de la carne o de la verdura. Debajo de ese silencio, de ese aparente conformismo político causado por el miedo se está almacenando algo que no sé qué es pero que es temible. ¿A mí qué me importa? Soy un hombre al margen de todo.

Yo escucho a mi Vivaldi, a mi Mozart, leo los clásicos. Cada tanto, por la madrugada, me despierta la invasión del limo color tabaco, con olor a paja seca. Me arrojo de la cama, camino, hago flexiones. Presumo que es la anunciación de la muerte.

Obra del tiempo: ayer pude resistir, hasta el final, los Kindertotenlieder. Demasiado hermosos para llorar a un ser querido. Concluyo este relato con una cita del supuesto y acaso plural Fulcanelli: «La falsificación y la imitación fraudulenta son tan viejas como el hombre, y la Historia, que tiene horror al vacío, a menudo las llama en su socorro». Con otras palabras ya lo había dicho el viejo Heródoto.

1996

El sucesor de Wendell O'Flaherty se llamaba Zoy Bronowski y procedía de New jersey. Era gordo, de mediana estatura, velludo como un chimpancé, con anteojos mal montados sobre la nariz ancha y carnosa. No se quitaba la pipa de la boca, por lo que hablaba apretando los dientes como si estuviera siempre al borde de perder la paciencia.

Entró en el salón donde los doce advisers lo aguardaban un poco asustados. La camisa a cuadros abierta hasta el ombligo, las bermudas deflecadas, las viejas sandalias por las que le asomaban los dedos con uñas corvas: en el palacete francés, Zoy Bronowski parecía un capataz que había entrado para iniciar las tareas de demolición del edificio.

Se sentó a la mesa Directorio con la gracia de un cowboy borracho. Extendió los brazos, negros de tan peludos, y miró uno por uno a los doce jóvenes elegantes que lo contemplaban como niños en el zoológico frente al hipopótamo que emerge del agua y abre las mandíbulas.

Sin dejar de apretar la pipa entre los dientes estiró los labios hacia los costados y por entre el matorral de pelos del bigote y de la barba le vieron lo que podía ser una sonrisa o una mueca de cólera.

—¿Dónde estamos? ¿En un baile de las Hijas de la Revolución Americana? Qué esperan para sentarse.

Los advisers obedecieron, tímidos y dóciles. Ah, los buenos tiempos del difunto Queen Wendy habían pasado. Símbolo de esa desdicha, en el centro de la mesa se echaba de menos el búcaro azul de Sévres con el ramillete de rosas que el finado arreglaba personalmente.

—Boys —dijo Bronowski semblanteando toda la rueda de rostros rasurados, algunos maquillados, cuyas miradas cautelosas o titubeantes convergían en él. Ahora vamos a culturizar en forma. El marica de O'Flaherty no sé a dónde demonios quería ir con sus bailes clásicos en las plazas y su Cristopher Fry por televisión. Entre sus papeles encontré el proyecto de un festival del desnudo en el Luna Park, que creo que es un estadio de baseball. Estaba loco. A los bastardos args hay que darles de comer la basura que consumieron siempre, pero en inglés, por ahora en arginglés. Esta es la idea. Los malditos rojos no van a protestar porque tendrán su tajada: ya está decidido, dentro de poco la ONU internacionalizará a la India y ahí podrán imponer su maldito idioma. Pero Argentina es nuestra, los bastardos args son nuestros. Así que se acabaron las fantasías de O'Flaherty. ¿Qué buscaba, el maldito marica? Internacionalizamos este maldito país por la materia prima y la mano de obra barata, no para que los args sean maricones egresados del Vassar. Si alguno tiene cerebro lo mandamos a América, pero a los demás les daremos la misma basura que comieron siempre, sí señor, primero en arginglés y después en inglés. Los vamos a culturizar en forma. Esta es la idea.

Se echó hacia atrás, miró la araña de caireles y, como si se sintiese estupefacto por lo que veía, se mantuvo unos minutos en silencio. Misteriosamente, los advisers temblaron. Ronnie Fields, sentado al lado de Bronowski, percibió, junto con el aroma del tabaco de Virginia, el olor acre de las axilas.

—¿Quién de ustedes es Sidney Gallagher?

Sidney levantó un dedo:

—Yo.

No dijo «yo, señor» sino ese lacónico «yo» porque, sin explicarse por qué, supo que Bronowski le tenía preparada una maldad. El Secretario seguía contemplando la araña. De golpe, como tomando una decisión, se quitó la pipa de los labios porque necesitaría la boca libre para pronunciar las palabras que en seguida dijo en un tono que no admitía réplica.

—No va a trabajar más aquí, Gallagher. ¿Qué demonios es eso de adviser para el área idiomática arg? El idioma arg desaparecerá como que hay Dios. Lo haremos desaparecer, sí señor. Todo el mundo hablará inglés en este condenado país. Búsquese otro empleo, Gallagher. O vuélvase a América. Han estado vigilándolo. Usted intima demasiado con los args, se ha pasado por el traste las Instructions del Alto Comisionado. Así que no encaja en mis planes de culturización. Sí señor, esta es la idea.

Pero Sidney no regresó a los Estados Unidos. Permaneció o se propuso permanecer un tiempo en Baires. Se fue a vivir con Crist en el sueño del aposento rojo de Reconquista St. y aceptó la oferta que la había hecho Ramón Civedé dos semanas antes.

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