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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (13 page)

BOOK: Manuel de historia
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Una vez un botarate le trae una caja de celofán con una orquídea dentro. Deledda, contra su costumbre, no se controla, le dice:

—Se equivocó de fecha. Mi entierro es mañana.

El botarate se ofende, da media vuelta y se va. Deledda arrepentida, gime:

—Dios mío, ese hombre no tiene sentido del humor.

—Yo, en su lugar, mañana te enviaría otra caja de celofán con otra orquídea, una cinta violeta y una tarjetita: sentido pésame.

Sonríe, aliviada:

—¿Ves? Eso estaría bien: me lo tendría merecido. Nos reconciliaríamos.

Pero el botarate no le perdona el exabrupto y la amistad fenece para siempre.

Los platos, por lo general chinos, las copas y los cubiertos provienen de distintos juegos. Cada comensal tendrá delante de sí un servicio de mesa combinado exclusivamente para él, una distinción conferida a su rango. Después de alguna práctica se puede reconocer, en esas combinaciones fortuitas en apariencia, un orden jerárquico. Digamos: si un precioso y solitario vaso de Murano ha sido colocado frente a un comensal es porque ese comensal necesita consuelo, debe ser tratado con especiales miramientos por todos nosotros. Si el infeliz, en babia, bebe el vino de la confortación sin una palabra de gratitud, no groseramente directa sino camuflada de elogios hacia el ópalo en el que se lo han servido, Deledda sufre. Ha sido ella la que, un rato antes de que lleguemos, dirigió la combinación de platos, copas y cubiertos. Los adauctos deben conformarse con lo que Verena les elija por su cuenta, habitualmente un plato color lacre y copas azules. Desde la cabecera, Deledda le señala a cada uno su sitio. A mí no hay necesidad de señalármelo: el primero a su derecha, no importa que haya algún invitado de honor, relegado a la primera silla de la izquierda. Si alguien todavía no está enterado, ahora ya lo sabe: soy el amante de la anfitriona. Es increíble pero es así. El amante, no el marido: la otra cabecera permanece vacante. La intrusa descubre, pues, que Deledda además de excéntrica es una viciosa: se acuesta conmigo. Sentada a mi derecha, trata de que yo no la roce ni con el codo y mira hacia su derecha o hacia adelante, nunca hacia la izquierda ni aún cuando Deledda le dirige la palabra. Es una vestal obligada a sentarse junto a un sátiro desnudo, feo y maloliente. En el curso de la noche sacaré a relucir mi erudición mitológica: el falo de los sátiros era bífido. Letizia del piombo ríe a carcajadas. ¿Se imaginan las ventajas? Dice. La señorita tose: un trozo de carne se le ha quedado atravesado en al garganta.

Verena y una Verena suplementaria, contratada para la ocasión, entran sonrientes como actrices llamadas al escenario para ser aplaudidas. Deledda les consentirá cualquier desliz menos que no sepan servir la mesa. Las someterá, me imagino, a aprendizajes feroces. Ahora pasan las fuentes y las salseras con lo movimientos impecables de sacerdotisas instruidas desde pequeñas en todos los secretos de la liturgia. Conmigo se permiten algunos ritos especiales, al margen de los ordinarios: soplarme al oído que la salsa de hongos está deliciosa, aconsejarme que me abstenga de las arvejas, duras como municiones. Quieren hacerles ver, a los demás, que yo no soy un invitado como ellos. A sus ojos, mi papel de amante de Deledda me da mucho prestigio. Deledda nunca las regaña por estos excesos de confianza: la ayudan a «imponerme».

Cuando hemos empezado a comer aparece Guillermo. Ahora es todavía un adolescente. Los adolescentes varones suelen ser desgarbados, granujientos y estúpidos. Teoría de Castelbruno: a esa edad los testículos segregan, junto con las hormonas sexuales, el jugo del cretinismo, necesario para que el pobre chico no se dé cuenta de que está transformándose en el sirviente de la mujer. Pero cada tanto, dice, la naturaleza hace una excepción y entonces el adolescente es hermoso y no es cretino, adivina lo que la sexualidad le tiene preparada: la servidumbre en beneficio de la mujer. De modo que, en las vísperas de la esclavitud, aprovecha estos fugaces años de libertad y se dedica a despreciar a las mujeres y a dominar a los hombres. Es el efebo: Ganimedes, Hylas, Jacinto, Antinoo. Introduce el escándalo en las convenciones sexuales. Las mujeres lo miran con una especie de pánico, los hombres se hacen los distraídos, por las dudas.

Pero un hombre no desvía la vista. Un hombre de mirada verdosa, áspero y velludo, de piel más amarga que la piel de los demás hombres. Ese hombre sucumbe ante el efebo. Entre nosotros hay uno, se llama Castelbruno. Como el marqués de Bradomín, detesta a Wagner. Pero, al revés del marqués de Bradomin ama a los efebos. Recuerdo, un día.

—Castelhruno, un poco borracho: Sí, para la Historia el hombre es el protagonista. Para la naturaleza es una simple añadidura sometida a los designios encarnados por la mujer: multiplicaos, hijos míos, multiplicaos aunque nadie sepa para qué. Si el hombre sirve a esos fines, todo le será perdonado. Pero si no sirve nada le será perdonado.

—Yo: ¿Será por eso que se hizo protagonista de la Historia? ¿Para reservarse un ámbito de libertad?

—Castelhruno: Un ámbito de dominio. La Historia es el desquite del hombre contra la naturaleza. En la naturaleza es el servidor de la mujer. En la Historia quiso ser el dueño. Ahora ni eso, carajo. Ahora las mujeres también quieren mandar en la Historia, malditas sean.

—Yo: Las odiás.

—Castelhruno: No las odiaría si no fuesen tan crueles, tan despiadadas. Vos lo sabés.

—Yo, con un candor exagerado: ¿Por qué tengo que saberlo?

Castelhruno: Está bien. Yo sí lo sé. Consiguieron que un hombre, si no les sirve, sea considerado un amoral aunque sea un santo. Hijas de puta.

—Yo: Los griegos y los pieles rojas…

—Castelhruno: Dejate de joder, nosotros no somos griegos ni pieles rojas. Vivimos en una sociedad judeo–cristiana que le dice al homosexual: por el sólo hecho de existir ya estás en falta. Te toleraremos con una condición: no hacer escándalo. Hacer escándalo significa amar.

—Yo: Esos prejuicios ya no los tiene…

—Castelbruno, a los gritos: ¿Quién no los tiene? No los tendrás vos, ni Deledda, ni Letizia, ni Maluganis, ni siquiera monseñor Carasatorre. Pero los tiene la sociedad.

—Yo: Está llena de homosexuales que no son perseguidos.

—Castelbruno: ¿Ah, sí? ¿No me digas? No son perseguidos pero son despreciados. A un homosexual no se le puede dar poder porque se tiene miedo de que lo chantajeen. Y si se tiene miedo de que lo chantajeen es porque la homosexualidad es una vergüenza, un vicio, una enfermedad en el mejor de los casos. Además, fijate la diferencia entre el homosexual y la lesbiana. La lesbiana es una mujer que se pasó de la raya. Arriesga la chismografía pero no se expone a la extorsión. En cambio el homosexual es menos que un hombre porque no les sirve a las mujeres y es menos que una mujer porque tampoco es mujer. Está por debajo del nivel humano. Esto es lo que consiguieron las mujeres.

—Yo: No exagerés.

—Castelhruno: Andá y decíselo a ese ministro que fue obligado a renunciar porque descubrieron que no le gustaban las mujeres.

Esta conversación la mantuvimos dentro de un taxi. Conmigo todas las confidencias están permitidas: se da por descontado que no estoy en condiciones de condenar a nadie.

Después que Castelhruno descendió del taxi el chofer me dice:

—¿Su amigo es trolo? ¿Con esa pinta de macho? Pero por qué no se pega un tiro.

Años después Castelbruno seguirá ese consejo. Ahora la aparición de Guillermo en el comedor grande le enciende en la mirada ese verde malsano, ese verde mosca.

Guillermo da vuelta alrededor de la mesa saludando uno por uno a los comensales. Su aparición fue saludada por un coro de exclamaciones, de grititos. Reparte apretones de manos, besos, abrazos. Como empezó por el invitado ubicado a la izquierda de Deledda yo soy el último y entonces parece ya tan harto de carantoñas que me dedica un saludo distraído. Después va a ocupar la otra cabecera, el sitio que le está reservado, la silla de Adonis. Se produce un momentáneo silencio. Todos lo miran como para cerciorarse de que es verdad, el joven dios, el efebo heráldico (misterioso título que una vez le dio monseñor Carasatorre) está ahí, sentado a la mesa. Ha consentido en venir y a lo menos por una hora no los abandonará. Los hombres que lo ven por primera vez parecen incómodos. Las mujeres que lo ven por primera vez lo miran, pensativas, como si sospechasen que se les ha tendido una trampa.

Después todos, el bajo continuo, los invitados ocasionales, los adauctos, todos quieren lucirse delante de él. Su presencia no paraliza la lengua de nadie, se las enardece. Rivalizarán entre ellos como fieras para demostrarle que son simpáticos, que son encantadores, que son inteligentes, cultos, desprejuiciados, que no todas las ventajas están del lado de la juventud, que los muchos años tienen sus compensaciones, lo han vivido todo, lo han conocido todo, disponen de experiencias y de recuerdos que a él le faltan todavía, sacan a relucir sus viajes, sus aventuras, sus anécdotas siempre frescas, siempre renovadas, y si alguien toca un tema cualquiera los demás caen sobre el tema y se lo disputan a dentelladas. Los asuntos más escabrosos son desnudados y paseados delante de él sin ningún remilgo, sin el menor tapujo, al contrario, con la perversa fruición corruptora que los puros estimulan en los nostálgicos de una inocencia perdida demasiado pronto y demasiado abruptamente.

Pasan de un análisis malévolo de las razones que le permitieron a Ana de Foligno ayunar durante doce años sin que se le perjudique la salud, a una polémica sin pelos en la lengua sobre los ritos iniciáticos de los Templarios, de ahí a una interpretación pornográfica de la glosolalia de las hermanas Fox, y de ahí a la refutación ardorosa de una teoría cismática de Castelbruno, según la cual la Iglesia que fundó Cristo era la comunidad de los esenios del Mar Muerto y no la de los cristianos acaudillados por el impostor Pablo de Tarso.

Yo entremeto en esas sorhoneadas mi voz pedante, insufrible, mis ironías, mis pullas, echo más leña al fuego con mis irreverencias; con paradojas y argumentaciones que tienen la virtud de no permitir que la conversación languidezca. Recuerdo:

—Deledda: ¿San Adaucto? Nunca oí hablar de San Adaucto. Monseñor Carasatorre: Significa añadido. Como no se sabe su nombre, fue añadido al martirologio de San Félix.

—Yo: La Iglesia es tan codiciosa de santos que no quiere perder ni a los anónimos y les inventa un nombre sin temor al ridículo.

—Deledda: ¿Figura en el santoral?

—Monseñor: Por supuesto. Su memoria se celebra el 30 de agosto.

—Castelbruno: El día de mi nacimiento. Me salvé de llamarme Adaucto.

—Monseñor: Y de llamarse Rosa. El 30 de agosto de también la fiesta de Santa Rosa de Lima.

—Sorbello: En el campo el nombre de Rosa es aplicado indistintamente a varones y mujeres.

—Letizia: En el campo, mi querido, el santoral hace estragos. Cuando yo era chica teníamos en la estancia un peón que se llamaba Siete Fundadores.

—Monseñor: Habría nacido un 12 de febrero.

—Yo: En cambio defenestraron a San Jorge. Lo siento por él, no por el dragón.

—Deledda: Cómo. ¿San Jorge ya no es santo?

—Yo: Inglaterra y Abisinia se quedaron sin su patrono. Pero el dragón puede dormir tranquilo, pobre animal.

—Letizia: Primero los hacen subir a los altares, después los desalojan. No es serio.

—Yo: Ya la habían hecho bajar a Santa Filomena de Mugnano.

—Monseñor: Nunca había subido. Tampoco Julián el Hospitalario. Son santos de leyenda.

—Castelbruno: ¿A los católicos no se les va la mano con tantas vírgenes y tantos santos?

—Monseñor: Eso debe regocijarnos. Prueba la abundancia de la virginidad y de la santidad.

—Letizia: Arduino, no comprendiste. Castelbruno te pregunta si no exageran el culto por la virgen tal o por la virgen cual, por San Fulano y San Mengano. Casi casi ha desplazado al culto por el sencillo Dios.

—Yo: Les matan el punto al paganismo y a los mil dioses de la India.

—Monseñor: Hijos míos, Dios es tan infinitamente grande que los hombres necesitamos llegar hasta Él a través de gradaciones, de peldaños. Los santos, humanos como nosotros, son la escala que nos conduce, que nos eleva hacia el Todopoderoso.

—Yo: ¡El Todopoderoso! Es una palabra que da escalofríos.

—Castelbruno: ¿No tienen miedo de que la fe de la gente se atasque a mitad de camino, engolosinada con esos intermediarios más reconocibles?

—Yo: O con la mera estatuaria.

—Monseñor: Mi querido Sebastián, le daré la misma respuesta que Gregorio II le dio al emperador León el Isáurico.

—Yo: La conozco, monseñor.

—Deledda: Dios mío, Sebastián, qué no habrás leído, tú.

—Pepe Sorbello: Isáurico significa semi bárbaro.

Desde entonces llamamos adauctos a los comensales añadidos a última hora, isáuricos a los que nos miran con ojos catatónicos sin participar de las sorboneadas. La señorita sentada a mi derecha es una adaucta isáurica.

Letizia es capaz de preguntarles:

—Perdón. ¿Usted no será adaucto, por casualidad?

El otro la mira azorado:

—¿Si soy qué cosa?

—Ah, no. Me habrá parecido.

Cada tanto vienen unos caballeros escuálidos, envejecidos, que comen en silencio, que beben en silencio la copa de la confortación, pero que ni siquiera nos miran con los ojos atarantados de los isáuricos. Aparecen de a uno, por turno. Después no volverán nunca más. Nadie, incluida Deledda, los recordará, los mencionará nunca más. Una noche, una comida, el vaso de Murano, y después el olvido. No sé por qué, pero se me ocurre que son antiguos amantes de Deledda a quien le hacen una visita ad limina antes de morir.

Guillermo come sin ganas, si es que no rechaza plato tras plato. Nunca prueba lo que yo he traído. Pero está atento a la conversación salvo cuando hablo yo, porque entonces mira fijo a Deledda (a Deledda pendiente de mis labios) como pidiéndole explicaciones. Sé que repito esta frase. Porque la escena se repite: más de una vez alguien mira fijo a Deledda como pidiéndole explicaciones, explicaciones sobre mi presencia, alguna justificación de por qué yo estoy ahí en lugar de estar escondido donde nadie me vea. Entonces Deledda me toma una mano, me hace algún mimo. Está ahí porque lo amo, les dice. Y después los despedirá de modo que no vuelvan. A la adaucta isáurica sentada a mi derecha la acompañará hasta la puerta, le dirá:

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