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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

Manuel de historia (12 page)

BOOK: Manuel de historia
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Verena, cualquier Verena de la colección, sale a recibirme alborozada como Penélope delante de Odiseo vuelto de sus aventuras.

—Ay, qué buen mozo que se ha venido, señor Sebastián.

No han leído «El Apollon de Bellac» pero aplican su método. *

* Decirles a los hombres que son hermosos, a todos, no importa gque sean feos, viejos, gordos. Lo creerán.

En cambio las botellas de vino, los postres o los helados destinados a la mesa no le arrancan ningún aspaviento. Me los quita de las manos como me tomaría el sombrero. Pensará que las efusiones de gratitud le corresponden a Deledda, no a ella. Tiene razón.

Oigo las voces de Deledda y de Guillermo que discuten en algún remoto cuarto. Ya habituada a esas escenas o quizá para paliar el mal efecto que, según imagina, me produce una pelea tan poco oportuna, Verena se dedica a distraerme con su charla.

—¿Sabe, señor Sebastián? —mientras yo me apresto a sentarme para no dar el espectáculo de mis piernas. Hoy va a venir una vieja que no me gusta nada. Hace el mal de ojo. La señora Deledda se ríe, pero yo sé reconocer a la gente que hace el mal de ojo. Usted hágame caso: cuando la vieja lo mire, con las dos manos haga los cuernos sin que ella se dé cuenta. A mí esa bruja puede mirarme todo lo que quiere. ¿Ve, señor Sebastián? Tengo un pedacito de coral en el bolsillo.

Los gritos de Deledda han terminado y ahora hace su aparición sin ninguna señal de su cólera de hace apenas unos segundos. Viste una túnica hasta los pies, casco de estrás, largos collares de perlas, más perlas en las muñecas, en los dedos. Viene hacia mí tendiéndome los brazos, ofreciéndome para que se lo bese el rostro bellísimo, iluminado por un vitral que se enciende sólo para ella, el rostro crispado en la expresión que reserva para mí y para mi beso, expresión de arrobo escatológico, una santa que se apresta a recibir la Sagrada Forma. En seguida, de golpe jovial, le dice a Verena:

—Por favor, sírvenos un jerez.

Y se sienta en el sillón que todos sabemos que le está destinado y que no comparte con nadie.

Con mis provisiones en la mano, Verena fragua un semblante desolado.

—Lo siento, señora, pero ayer monseñor Carasatorre se lo tomó todo. No dejó ni una gota.

Deledda suspira.

—Paciencia. Si monseñor oficiase misa más seguido, no se engolosinaría con mi jerez. Entonces sírvenos un whisky. Verena trueca la desolación por el bochorno.

—Ay, señora. Hace un rato la botella de whisky se me cayó al suelo y se rompió.

Deledda pone los ojos en blanco.

—Dios mío. Y ahora qué le damos de beber al señor Sebastián.

Verena tiene una súbita inspiración.

—El señor Sebastián trajo vino. ¿Les sirvo vino, señora? Deledda, pasando por alto el origen de esas botellas providenciales como si fuese un asunto que no debe ventilar delante de la servidumbre (pero después, a solas, me dice: Tú siempre tan atento, aunque no debiste molestarte, en esta casa podrá faltar el pan, nunca el vino), despacha a Verena con un aleteo de mano.

—Ve, ve. Y no te demores hablando por teléfono con tu novio. Comemos a las diez en punto. Avísale al niño Guillermo que ya llegó el señor Sebastián.

Comeremos a las once o a las doce. La farsa con el jerez liquidado por monseñor Carasatorre y con el whisky derramado no pretende engañarme, como que se repite demasiado a menudo con ligeras variantes. Es un homenaje que me tributa Deledda: delante de mí ciertas miserias no deben dejarse ver a cara limpia, tienen que adornarse con un poco de teatro. Por lo demás, a ambos nos seducen las convenciones artísticas.

Si Deledda se ha vestido así es porque hoy habrá invitados Y cenaremos en el comedor grande, la cámara de Nefertitis lo llama Letizia del Piombo. Misteriosamente alertados de que esa noche Deledda «recibe», aparecerán dos o tres comensales motu proprio, cuya llegada provoca bienvenidas alborozadas y ominosas demoras en sentarse a la mesa, porque cada añadidura de cubiertos significa el agregado de un trozo de carne y de una papa que dehen cocinarse cuando el resto de la comida ya estaba a punto.

Mientras tanto, en el salón, cada uno empuña un vaso cuyo contenido no será renovado, de modo que hay que beberlo con parsimonia, y damos comienzo a la sorboneada.

Según Deledda, los que todavía no me conocían estaban locos por conocerme. A ellos les habrá hecho la misma historia: yo me moría de ganas de conocerlos. Y acaso una recomendación: Sebastián, a primera vista, te parecerá un hombre un poco extraño, pero por favor, sé amable con él. Ya verás, después de tratarlo un rato, que es inteligente, encantador. Cumplían, eran amables conmigo.

Les costaba. Si usaban anteojos se los quitaban para poder mirarme sin estremecerse. O imitaban a las buenas señoras de «La piedra lunar»: miraban varios centímetros a mi derecha, varios centímetros a mi izquierda, como buscándome en la sombra sin atinar a encontrarme. Cuando yo hablaba, fingían escucharme con tanta atención que los ojos se les perdían en el vacío. Pero otros se negaban rotundamente a soportar mi presencia: no volverían nunca más, no sé si por propia voluntad o porque Deledda les hacía saber que tenían la entrada prohibida.

Cinco de ellos no sólo son amables conmigo. Además, intiman conmigo y no apartan los ojos. Son monseñor Carasatorre, abate mundano proveniente del siglo XVIII; el ex-embajador Maluganis, alias Memé, soltero y retirado del servicio; Letizia del Piombo, viuda de un dudoso marqués italiano; José Sorbello, soltero, infatigable compilador de argentinismos, y el doctor Castelbruno, soltero, médico, que ha inventado una terapéutica universal a base de emplastos de barro.

Los cinco sufren (o simularán que sufren, tal vez; son bondadosos) la misma alucinación que Deledda: soy para ellos el hombre más simpático y más encantador del mundo. Y, por añadidura, el más inteligente, el más culto. Bien, en esto no necesitan alucinarse. Los hombres se abstienen de añadir que soy buen mozo. Pero Letizia, cuando Deledda no la oye, me dice:

—Lástima no haberte conocido antes de que te pescara Deledda. No te habría dejado escapar.

Me lo dice a mí, el Minotauro de quien las mujeres huyen en la calle.

Quizá los cinco, con Deledda los seis, escondan alguna monstruosidad que no se manifiesta como la mía en un físico anómalo, pero que simpatiza con la mía y la encuentra atrayente. De todos modos sé que no son de la raza de los Asteríades sino de otra, aliada nuestra.

Los amo. No importa lo que sucederá después, ahora los amo. Si me lo pidiesen, los sumiría en el mismo éxtasis que a Deledda la hace prorrumpir en el lenguaje angélico. Pero Deledda, increíblemente, me cela. Me cela con Letizia del Piombo y con cualquier mujer, aún con las que se niegan a mirarme. No exagero. Yo mismo estoy asombrado.

Los siete vivimos en un mundo que nos pertenece, hasta donde no llega ningún eco de afuera, quiero decir, del país de opereta donde los tirios y los troyanos de arrabal tienen todos los días alguna escaramuza. Deledda no quiere que se hable de política.

(Sigue una colección de retratos de los cinco integrantes del basso ostinato, que Sidney Gallagher en «1996» copiará impunemente, sin saber que yo me adueñaré de su «novela del futuro» y la publicaré. Así y todo, prefiero sus copias, menos detallistas que los originales y con algunas pinceladas satíricas que éstos no tienen. Por eso aquí elimino los retratos pintados por el supuesto Sebastián Hondio, i.e., Ramón Civedé).

Imaginemos, para dar una idea: esta noche, además del elenco estable de nosotros siete (a los cinco Deledda los apoda el passo ostinato) ha venido a comer una adaucta, una señorita con aires tajantes de aristocracia. A mí me mira una vez y no me mira más espantada de lo que vio, rechaza la copa de vino que le ofrece Verena y pide, en un tono ofendido, un vaso de agua para reponerse del susto. Debe creer que ha entrado aquí por equivocación. Entonces nos lanzamos a una de esas sorboneadas que ahuyentan a los adauctos. (Lo reconozco: ahora admito que éramos estúpidamente crueles).

—Maluganis, con su cara más candorosa: Los chinos jamás beben agua.

—Monseñor Carasatorre, voz untuosa que surge de un confesionario: Hubo en Calabria una secta de herejes que negaban el bautismo con agua. Interpretando tortua via una frase de Joaquín de Flora, su coterráneo, se bautizaban con vino a la espera del Paráclito, que los bautizaría con aceite.

—Yo, para provocarlo, pero mis irreverencias no lo escandalizan, creo que se complace en azuzármelas: ¿Y después se bebían el vino del bautizo, como ustedes el de la consagración?

—Letizia de Piombo: Tratándose de calabreses no me extrañaría nada. Una vez, en la iglesia de Santa Eufemia, en Longobucco, vimos con mi marido a una campesina que se tomaba toda el agua bendita de la pila bautismal.

—Yo: No me negará, monseñor, que es preferible el vino antes que el agua y, por supuesto, que el aceite.

—Maluganis, los ojos en blanco: Bello es el pasaje donde el abad de Flora, en su «Concordia novi et veteris Testamenti», evangelio de los joaquinitas que escribió después que un ángel se le apareció en el convento y le dio de beber el cáliz de la sabiduría…

—Yo, lo interrumpo sin miramientos: No quiso beberlo todo y el ángel le dijo que si hubiese apurado toda la copa ninguna ciencia se le escaparía.

—Monseñor Carasatorre, su mansedumbre encubre mal el regocIjo de devolverme el alfilerazo: Alcanzó a beber suficiente licor místico como para convertirse en un iluminado.

—Maluganis, un poco irritado porque no lo dejamos lucirse: Bello es el pasaje en el que profetiza la última edad religiosa de los hombres, presidida por el Espíritu Santo.

—Yo: La de la libertad, el amor y la contemplación, la era de los amigos, el verano que dará el trigo y los lirios. El gusto literario por las progresiones le dictó ese poema en prosa. Pero, como profecía, no vale mucho más que las predicciones apocalípticas de los teólogos gibelinos contemporáneos suyos, que por todas partes veían las señales del Anticristo.

La adaucta bebe el vaso de agua pero no consigue reponerse del susto. Monseñor Carasatorre, desde el interior del confesionario, la amonesta:

—Un himno goliárdico, atribuido a cierto canónigo Primat, hace alabanza del vino. Recuerdo dos versos: «Vinum sit oppositum morietis ori, Deus sit propitius tanto potatori».

Y uniendo a la catequesis la praxis, se embucha un buen trago del chablis que traje yo.

—Pepe Sorbello, nadie diría que este nombre aparentemente frágil y tímido es capaz de bromas homéricas que, eso sí, sólo perpetra en sus libros que nadie lee: El adjetivo goliárdico deriva del nombre de un obispo Golis o Goliat.

—Yo: me hace reír, monseñor, con eso de cierto canónigo Primat. Pero Hugo Primat de Orléans fue un personaje famosísimo durante la baja Edad Media en todo el Occidente cristiano.

—Monseñor, sonriente: Famosísimo por sus desórdenes. Inauguró una raza de clérigos vagabundos, lujuriosos, jugadores, pendencieros y simoníacos que se decían juglares de Dios pero que no cantaron más que indecencias.

—Yo: Les dieron un poco de alegría a una iglesia demasiado melancólica y a un mundo sombrío.

—Maluganis, pérfido: Ese es un prejuicio suyo, mi querido Sebastián. La baja Edad Media se parece más a un cuadro de Brueghel que a una pintura de Giotto.

—Yo, con el despecho de verme contrariado: No lo dudo. Pero aún así está atravesada por la mugre, por las pestes, por las supersticiones y por los señores feudales. Incluso sus gaudentes y sus vagantes son siniestros. Por lo menos Primat hacía reír hasta a los severos monjes de Cluny, según cuenta Ricardo de Poitiers. *

* Esta cháchara parece inverosímil, extraída de algún tratado de Gebliart o de Renan. Consúltese, sin embargo, el libro «Diálogos de Marco Denevi con Ramón Civedé» (Buenos Aires, s/i). Ahí se verá cómo dos argentinos, en el último tercio del siglo XX, podían sostener este género de pláticas.

La adaucta, convencida de que la hacemos objeto de una burla injuriosa, mira a Deledda pidiéndole explicaciones.

La aparición del doctor Castelbruno suspende las sorboneada y sume a la intrusa en nuevos sobresaltos, en nuevas sospechas de que le estarnos tomando el pelo. Castelbruno la abraza como para estrangularla, le propina besos que parecen mordiscos, le hace sentir sus zarpazos. Son modales de Castelbruno, de los que nadie se salva.

Le dice a Pepe Sorbello:

—Te traje un argentinismo.

Pepe bate palmas:

—¿Sí? ¿Cuál?

—Acabo de oírselo a un paciente. Lurpia.

—Qué hermosa palabra. Lurpia. ¿Y qué significa?

—Mala mujer, hija de puta, bruja.

La adaucta ya no mira a Deledda para pedirle explicaciones. Ha cortado todo trato hasta con la dueña de casa que con toda mala intención la invitó a este aquelarre. Encapsulada en su disgusto, se dedica a contemplar las paredes.

Deledda sonríe. Está más hermosa que nunca con su peplo griego y una vincha de terciopelo que le atraviesa la frente y le Sostiene los bandós. No tengo la menor idea de cómo era Ana de Noailles, pero se me ocurre que Deledda se parece a Ana de NoaiIles. Maluganis le dice «ma belle Cleó», por Cleo de Mérode. Deledda, halagada. Es tan hermosa que es imposible que no piensen: cómo pudo enamorarse de Quasimodo.

Como el Trigorin de Chejov, Sorbello siempre lleva consigo una libretita donde anota el argentinismo que acaba de regalarle Castelbruno.

—Voy a averiguar el origen de lurpia —dice.

Ya lo averigüé yo. Busqué en el diccionario y estaba. Es un localismo de Orense.

—¿Y significa mala mujer?

—No. Significa vulva.

Pero Castelbruno no ha dicho vulva sino la espantosa palabrota que, para colmo con su vozarrón, golpea en los oídos de la señorita distraída en mirar las paredes. La señorita pide un segundo vaso de agua.

A las once Verena anuncia que podemos pasar al comedor grande. Es un refectorio de doce metros de largo por seis de ancho, con las paredes forradas de madera oscura, una araña de cristal de Venecia y muebles estilo Primer Imperio tirando más a Egipto que a Pompeya. La cena transcurre al resplandor de dos grandes candelabros. La cámara de Nefertitis yace en una penumbra en cuyo centro flota, suspendida del vacío, iluminada por los dos candelabros, la gran balsa resplandeciente de platería, de cristalería, de porcelanas y de encajes. Jamás una flor. Las flores, dice Deledda, son para los muertos, sólo deben ser cortadas para los muertos. Los vivos no tienen derecho de arrancarlas de las plantas y de encerrarlas en un florero. Si algún despistado le trae un ramo de flores, el ramo desaparece en manos de Verena y al día siguiente Deledda lo depositará en la bóveda de la familia, en la Recoleta.

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