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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Este libro es la crónica de una idea "insensata" que ha provocado apasionadas polémicas pues cuestiona la regla fundamental de la física moderna enunciada por Einstein en su teoría de la relatividad: que la velocidad de la luz en el vacío es constante. El autor, quien es cosmólogo y físico teórico doctorado en la Universidad de Cambridge y profesor en el Imperial College de Londres, presenta una teoría que postula la variación de la velocidad de la luz y plantea que en los primeros momentos del universo la velocidad de la luz era mayor. La postulación tiene implicaciones en eventos como los viajes espaciales, los agujeros negros, la dilatación del tiempo y la teoría de las cuerdas.

João Magueijo

Más rápido que la velocidad de la luz

Historia de una especulación científica

ePUB v1.0

betatron
24.10.2011

Título: Más rápido que la velocidad de la luz

© 2003, João Magueijo

Título original:
Faster than the Speed of Light

Traducción de Elena Marengo

Editorial: Fondo de Cultura Económica

1. PURAS SANDECES

Mi profesión es la física teórica. Según todos los cánones, soy miembro de pleno derecho de la academia, pues he recibido mi doctorado en Cambridge, me fue acordada una prestigiosa beca de investigación en St. John's College, Cambridge (beca que recibieron con anterioridad Paul Dirac y Abdus Salam), y más tarde, una beca de investigación de la Royal Society. En la actualidad, soy
lecturer
del Imperial College de Londres (el equivalente a un profesor titular en los Estados Unidos).

No menciono mis títulos porque quiera alardear sino porque este libro expone una especulación científica que se presta a acaloradas polémicas. Pocas cosas hay en la ciencia tan sólidas como la teoría de la relatividad de Einstein, pero la idea que desarrollo aquí la cuestiona a tal punto que muchos podrían suponer que hacerla pública constituye un suicidio profesional. No ha de sorprender entonces que una reseña sobre este libro publicada en una conocida revista de divulgación científica llevara el título de "Herejía".

Por el sentido con que se usa la palabra
especulación
para desechar ideas con las cuales uno no está de acuerdo, cabría inferir que la especulación no desempeña ningún papel en la ciencia. No obstante, ocurre todo lo contrario. En la física teórica, y especialmente en la cosmología, rama de la física a la cual me dedico, mis colegas y yo consagramos buena parte del día a cuestionar las teorías en vigencia y a analizar nuevas teorías especulativas que puedan dar cuenta de los datos empíricos con igual o aún mayor solvencia. Nos pagan para que pongamos en duda todo lo que se ha afirmado hasta el momento, para que formulemos alternativas alocadas y para que discutamos sin cesar entre nosotros.

Tuve mi primera experiencia en esta rama cuando ingresé a la carrera de posgrado en Cambridge en 1990. No tardé mucho en darme cuenta de que un físico teórico pasa la mayor parte del tiempo debatiendo con sus pares: en cierto sentido, los colegas hacen las veces de experimentos. En Cambridge, se llevaban a cabo reuniones semanales de carácter no del todo formal en las que discutíamos todo lo que teníamos en mente en ese momento.

También existían unos encuentros itinerantes sobre cosmología, en los cuales se reunían físicos de Cambridge, Londres y Sussex para comentar los proyectos que los obsesionaban. Había también un ámbito más rutinario, la oficina, que compartía con otros cinco profesionales en permanente desacuerdo, y a menudo nos gritábamos unos a otros.

Algunas veces esas reuniones implicaban meras discusiones de índole general que giraban tal vez en torno a un artículo recién publicado. Otras veces, en cambio, en lugar de hablar de ideas nuevas provenientes de experimentos, de cálculos matemáticos o de simulaciones en computadora, nos paseábamos por el salón haciendo conjeturas, es decir, debatíamos ideas que no se fundamentaban en ningún trabajo experimental ni matemático previo: ideas que daban vuelta en nuestra cabeza y eran producto de un vasto conocimiento de la física teórica.

Especular es una verdadera diversión, especialmente cuando, después de argumentar durante una hora y convencer a todos los presentes, uno de pronto cae en la cuenta de que algún error embarazoso y trivial arruina toda la especulación, y que ha arrastrado a todos por un camino equivocado o, a la inversa, que se ha dejado llevar con toda puerilidad por una especulación ajena que está viciada en sus fundamentos.

Semejantes ejercicios de argumentación imponen una enorme presión al estudiante de posgrado y pueden llegar a intimidar, en particular cuando se hace evidente en medio de la argumentación que algún colega es mucho más hábil y que uno se ha metido en camisa de once varas. En el plantel permanente de Cambridge no escaseaba la gente inteligente y con deseos de lucirse, gente que no se limitaba a demostrar que uno estaba equivocado sino que puntualizaba, además, que el error cometido era en realidad trivial, al punto que cualquier estudiante de física de primer año podría haberlo descubierto. Si bien esas situaciones me ponían muy incómodo, jamás me deprimieron: por el contrario, obraban como un incentivo. Todos terminamos sintiendo que nadie se gana su lugar en la comunidad científica si no ha concebido algo verdaderamente original.

Durante esas reuniones, uno de los temas que surgía con frecuencia era el de la "inflación". La teoría de la inflación es una de las más difundidas en la cosmología actual, esa rama de la física que pretende responder a interrogantes tan complejos como éstos: ¿de dónde proviene el universo?, ¿cómo acabará?, preguntas que otrora formaron parte de la religión, el mito o la filosofía.

Hoy en día la respuesta científica a todas ellas es la teoría del
big bang
, que postula un universo en expansión, producto de una enorme explosión.

La teoría de la inflación fue formulada inicialmente por Alan Guth, distinguido físico del mit (Massachusetts Institute of Technology), y pulida luego por otros científicos para que respondiera a lo que nosotros, los físicos teóricos, llamamos "los problemas cosmológicos". En particular, aunque prácticamente todos los cosmólogos aceptan hoy la idea de que el cosmos se inició con un
big bang
, hay aspectos del universo que son imposibles de explicar con esa teoría tal como la conocemos. Diré someramente que esos problemas tienen que ver con el hecho de que el modelo del
big bang
es inestable: el universo sólo puede existir tal como lo vemos hoy si uno se las ingenia para concebir de manera muy especial su estado inicial en el momento de la explosión. Pequeñísimas desviaciones del mágico punto de partida acaban rápidamente en catástrofes (como el prematuro fin del universo), de modo que es necesario "incorporar a mano" esa improbable condición inicial en lugar de inferirla de un proceso físico concreto y calculable. Esta situación es muy incómoda para los cosmólogos.

La teoría de la inflación postula que en sus primeros instantes el universo se expandió mucho más velozmente que hoy en día (de modo que "se infló" o aumentó rápidamente de tamaño). En la actualidad, constituye la respuesta más idónea a los problemas cosmológicos y explica el aspecto del cosmos que vemos. Hay razones para suponer que se trata de la respuesta más correcta al problema cosmológico, pero no existen todavía pruebas experimentales que la sustenten. Según los cánones más rigurosos de la ciencia, decir que no hay pruebas experimentales implica que la teoría de la inflación es aún una especulación.

Aunque este déficit no impide que la mayoría de los científicos la acepten con entusiasmo, en el ámbito de la física teórica británica nunca hubo plena convicción de que esta teoría fuera
la
respuesta a los problemas cosmológicos. Sea por chauvinismo (la teoría fue formulada por un físico estadounidense), sea por terquedad o por criterios científicos, en esas reuniones que mencioné antes surgía inevitablemente una y otra vez el tema de la inflación, pero la opinión general era que esa teoría tal como la concebíamos no resolvía ciertos problemas cosmológicos de crucial importancia.

Al principio no le presté demasiada atención porque no era mi especialidad; yo me dedicaba a los defectos topológicos, que permitían explicar elorigen de las galaxias y otras estructuras del universo. (Al igual que la teoría de la inflación, los defectos topológicos pueden dar cuenta de esas estructuras pero, lamentablemente, no explican los problemas cosmológicos.) Sólo empecé a pensar en explicaciones alternativas después de oír hasta el hartazgo que la teoría de la inflación no tenía ningún fundamento en la física de las partículas y que era un mero producto de las relaciones públicas académicas en Estados Unidos... ¡Ay!, la naturaleza humana.

Para los legos no resulta evidente por qué la inflación podría resolver los problemas cosmológicos. Menos evidente aún es por qué sería tan difícil resolverlos prescindiendo de ella. Para el cosmólogo profesional, sin embargo, la exasperante dificultad radicaba precisamente en este último hecho, al punto que nadie había conseguido formular una teoría alternativa. En otras palabras, se aceptaba la inflación a falta de otra teoría viable. Durante muchos años, en lo más recóndito de mi mente —y a veces no tan en lo recóndito—, me preguntaba si habría otra manera,
cualquier
otra manera, de resolver los problemas cosmológicos.

Corría el segundo año de mi beca en St. John's College (y el sexto de mi estadía en Cambridge) cuando un día la respuesta apareció como caída del cielo. Era una mañana lluviosa, típica de Inglaterra, y yo atravesaba los campos de deportes de la universidad bajo los efectos de una gran resaca, cuando, de pronto, me di cuenta de que se podían resolver los problemas cosmológicos prescindiendo de la inflación si se rompía una única regla del juego, aunque, debo reconocerlo, esa regla era sagrada. La idea era de una bellísima sencillez, mucho más sencilla que la teoría de la inflación, pero enseguida me sentí inquieto ante la posibilidad de adoptarla como explicación, pues implicaba dar un paso que raya en la demencia para un científico profesional. Cuestionaba la regla fundamental de la física moderna: que la velocidad de la luz es constante.

Si hay algo que incluso los niños de escuela saben acerca de Einstein y su teoría de la relatividad es que la velocidad de la luz en el vacío es constante
[1]
. Cualesquiera sean las circunstancias, la luz atraviesa el vacío a la misma velocidad, constante que los físicos indican con la letra c: 300.000 km por segundo. La velocidad de la luz es la piedra angular de la física, el cimiento aparentemente sólido sobre el cual se han erigido todas las teorías cosmológicas modernas, el metro patrón que sirve para medir el universo entero.

En 1887, los físicos estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley llevaron a cabo uno de los experimentos científicos más importantes de la historia y demostraron que el movimiento de la Tierra no afectaba la velocidad aparente de la luz. En su momento, ese experimento desconcertó a todos, pues contradecía una noción del sentido común: que las velocidades se suman. Un misil disparado desde un avión se desplaza más velozmente que uno disparado desde tierra, porque la velocidad del aeroplano se suma a la del propio misil. Si lanzamos un objeto desde un tren en movimiento, su velocidad con respecto al andén es igual a la velocidad del objeto más la velocidad del tren. Cabría pensar que lo mismo ocurre con la luz, y que la luz emitida desde un tren se mueve más rápidamente. No obstante, los experimentos de Michelson y Morley demostraron que no era así: la luz tiene siempre una velocidad constante. Así, si tomamos un rayo de luz y preguntamos cuál es su velocidad a varios observadores que se mueven unos con respecto a los otros, ¡todos responderán dándonos un mismo valor para la velocidad aparente de la luz!

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