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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (5 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Pero existe otra posibilidad. Puede ser que para ambos, para el granjero y para Cornelia, transcurra un segundo, de modo que el tiempo sigue siendo absoluto. En tal caso, podría ocurrir que el espacio no fuera absoluto. El granjero ve el haz de luz 100.000 km más adelante que Cornelia porque para él ese rayo ha recorrido 300.000 km y Cornelia ha recorrido sólo 200.000 km. Pero ¿qué ve Cornelia? Podría suceder que la distancia que el granjero percibe como 100.000 km a Cornelia le pareciera de 300.000 km (véase la figura 6). En este caso, Cornelia daría también la misma respuesta porque, transcurrido un segundo, las varillas que usa para medir distancias le indicarian que la luz está 300.000 km más adelante; por consiguiente, la velocidad del haz con respecto a Cornelia, según sus propias mediciones, es en efecto de 300.000 km/seg.

Esto implica que los objetos en movimiento parecerían comprimirse en la dirección del movimiento. ¿Podría ser que el espacio se "encogiera" con el movimiento?

Son dos posibilidades extremas, pero hay una tercera: una combinación de las dos. Podría suceder que el tiempo transcurriera más lentamente para Cornelia y que, además, su medida de las distancias estuviera distorsionada con respecto a la del granjero, de modo que los dos fenómenos combinados terminarían arrojando para ella el mismo valor para la velocidad de la luz. Mientras que, para el granjero, ha transcurrido un segundo y el haz de luz está 100.000 km por delante de la vaca, para Cornelia ha transcurrido menos tiempo
y, además
, según sus varillas de medición, el haz está más adelante. De hecho, cuando se hacen todos los cálculos matemáticos, se descubre que lo que explica el dilema es, en efecto, una combinación de los dos efectos.

Solución alocada si las hay. Pero ¿es verdadera? Sin duda: el granjero no tarda en descubrir que toda esta locura tiene un efecto sorprendente sobre su rebaño pues las vacas ¡no envejecen! Como el tiempo transcurre más lentamente para los objetos que están en movimiento, el granjero se pone cada vez más viejo mientras sus locas vacas parecen volverse cada vez más jóvenes. Una vida acelerada y enloquecida conserva su juventud.

El granjero también observa que las vacas se van comprimiendo de manera alarmante hasta parecer discos planos. El movimiento tiene efectos extrañísimos: el tiempo transcurre más lentamente y el tamaño disminuye. Desde luego, nadie ha intentado medir semejantes fenómenos en las vacas, pero los dos se han observado en unas partículas que se llaman muones, generadas por el choque de los rayos cósmicos con la atmósfera terrestre.

Es evidente que en toda esa discusión sobre la sustracción de velocidades algo tiene que sacrificarse. Ese "algo" es la idea de un tiempo y un espacio absolutos. Las vacas de Einstein, es decir, los experimentos de Michelson y Morley, hicieron añicos la concepción del universo como sistema de relojería y despojaron al tiempo y al espacio de su sentido absoluto. Emergió entonces un concepto flexible y relativo del espacio y el tiempo, que adoptó su forma rigurosa en lo que hoy se conoce como teoría de la relatividad.

Cuando uno piensa en la solución que dio Einstein al dilema de la velocidad de la luz, dos cosas llaman poderosamente la atención: su extravagancia y su belleza. ¿A quién se le podía ocurrir semejante idea? ¿Quién era el personaje que la concibió? Pasados ya cien años, todos sabemos quién fue, pero si rebobinamos la película y vemos cómo se desenvolvieron los sucesos en 1905, me temo que la imagen será totalmente distinta.

El joven Einstein era un individualista y, además, un hombre que soñaba despierto. Su rendimiento en la escuela secundaria no fue homogéneo; a veces le iba muy bien, especialmente en las asignaturas que le gustaban. Otras veces, sobrevenía el desastre. Por ejemplo, la primera vez que rindió los exámenes de ingreso a la universidad fracasó. Sentía aversión por el militarismo alemán y el estilo autoritario de la educación en esa época. En 1896, a los 17 años, renunció a la ciudadanía alemana y fue un apátrida durante varios años.

En una carta a un amigo, el joven Einstein se describió con un tono algo despectivo diciendo que era desprolijo, distante y que no despertaba muchas simpatías. Como suele ocurrir con personas de esas características, la gente sensata lo veía como un "tipo perezoso" (la frase es de uno de sus profesores en la universidad). Una vez terminada la carrera universitaria, tuvo dificultades con los círculos académicos, al punto que un destacado profesor libró una verdadera batalla para que no se doctorara ni ocupara un puesto en la universidad. Pero lo peor fue que Einstein tuvo dificultades con el resto del mundo, en otras palabras, se encontró "totalmente desocupado".

Cuando tenía 22 años, su situación era desgarradora. Por un lado, tenía la soberbia de todos los grandes pensadores y en el contacto personal les hacía sentir a todos que las actitudes respetables le parecían banales. Por otro lado, lo atormentaba la inseguridad, pues sabía que para los círculos oficiales él era un caso perdido, pero debía agachar la cabeza y adular a la gente importante para conseguir trabajo. Su padre retrató esta situación en una carta dirigida a un amigo: "Mi hijo se siente muy desdichado porque no tiene trabajo y se convence cada día más de que ha fracasado en su profesión y de que no hay manera de enderezar las cosas".

Pese a todos sus esfuerzos, Einstein nunca tuvo buenas relaciones con la academia, al menos no antes de terminar la mayor parte de los trabajos que le dieron fama. Sus primeros pasos se parecen mucho a los del héroe de la novela
Martin Eden
de Jack London, una injuria eterna para el mundo académico, plagado de mezquindades y luchas por el poder y la influencia. Después de muchas tribulaciones, un colega amigo desde los años de estudio le consiguió un puesto en la oficina de patentes de Berna, en Suiza. No era un trabajo bien remunerado pero, a decir verdad, no había otro.

Allí, en el escritorio de esa oficina de patentes, a los 26 años de edad, el genio de Einstein floreció: no se ocupaba demasiado del trabajo que supuestamente debía hacer pero elaboró, entre otras joyas científicas, la teoría de la relatividad
[6]
. En homenaje al amigo que le consiguió trabajo, muchos años después Einstein comentó: "Entonces, cuando terminé mis estudios [...] me sentía abandonado por todos y sentía que debía afrontar la vida sin saber qué rumbo tomar. Pero él me acompañó en todo momento y con su ayuda y la de su padre conseguí el puesto en la oficina de patentes. En algún sentido, fue lo que me salvó; no quiero decir que me hubiera muerto si no me daban una mano, pero habría sido un lisiado intelectual".

Vemos entonces que "ese personaje" era alguien que se movía en la periferia de la sociedad y que, en última instancia, se sentía bien con esa situación. ¿A qué otro tipo de persona podría habérsele ocurrido algo tan aparentemente demencial como la teoría de la relatividad? Desdichadamente, en la mayoría de los casos, la gente tan excepcional sólo concibe ideas estrafalarias e inútiles, especialmente por el aislamiento en que vive. Tengo en mi estante cientos de cartas que son otros tantos ejemplos de lamentables situaciones similares. Sin embargo, a fin de cuentas nos vemos obligados a reconocer los méritos del personaje: no era un fracasado; era Albert Einstein. Si él no hubiera existido, todos seríamos lisiados intelectuales
[7]
.

El artículo en el cual formuló la teoría especial de la relatividad fue aceptado con rapidez. El director de la revista que tomó la decisión de publicar un trabajo tan descabellado dijo más tarde que el hecho de haberlo aceptado había sido su mayor aporte a la ciencia. Sin embargo, ¿tenía Einstein conciencia de lo que había hecho?

Ya anciana, Maja, hermana del físico, recordó con estas palabras los meses que siguieron:

El joven teórico se imaginó que la publicación del artículo en una revista científica de renombre, que además contaba con muchos lectores, llamaría la atención de inmediato. Pero se decepcionó; después de la publicación hubo un silencio mortal. La actitud general que adoptaron los círculos profesionales fue aguardar y ver qué sucedía. Luego de algún tiempo desde la publicación, Einstein recibió una carta de Berlín: la enviaba el célebre profesor Max Planck, quien le pedía que aclarara algunos puntos que le resultaban oscuros. Fue el primer indicio de que alguien había leído el artículo. El júbilo del joven científico fue enorme porque el reconocimiento de su trabajo provenía de uno de los físicos más eminentes de la época.

En realidad, el trabajo del joven Einstein era transcendental en muchos sentidos, más allá de postular un espacio y un tiempo relativos. A partir de ese momento, la relatividad tuvo eco en todos los ámbitos científicos, y las tribulaciones de Einstein cesaron cuando el mundo entero reconoció su estupenda hazaña. Las consecuencias de la relatividad eran colosales, al punto que, como ya he dicho, el lenguaje de la física actual es en alguna medida el lenguaje de la relatividad especial. Sin embargo, como éste no es un libro sobre la relatividad, permítame el lector destacar lo que, a mi juicio, son las tres consecuencias fundamentales de la teoría.

La primera consecuencia es que la velocidad de la luz —esa velocidad que es idéntica para todos los observadores en cualquier rincón del universo-constituye, además, un límite cósmico. Se trata de uno de los efectos más desconcertantes que se infieren de la teoría especial de la relatividad aun cuando se lo pueda deducir por simple lógica de su principio fundamental. Esbozaré ahora la demostración: si no es posible acelerar ni frenar la luz, tampoco es posible acelerar nada que se propague a una velocidad menor para que alcance esa velocidad, pues hacerlo implicaría que el proceso inverso, la desaceleración de la luz, es posible, lo cual entraría en contradicción con la teoría especial de la relatividad. Por consiguiente, la velocidad de la luz es el límite universal inalcanzable para todas las velocidades que puede adquirir un cuerpo material.

Es un hecho que puede parecer extraño, pero la física suele burlar la intuición. Al fin y al cabo, las películas de ciencia ficción nos presentan a cada rato naves espaciales que quiebran la barrera de la velocidad de la luz. Según la relatividad, sin embargo, no se trata de conseguir un pasaje cosmológico especial para un viaje acelerado, pues esa teoría demuestra que no sería posible conseguir energía suficiente para alcanzar semejante aceleración, cualquiera fuera la naturaleza del motor que se utilizara.

El hecho de que haya un límite para la velocidad ha tenido consecuencias formidables sobre la manera como contemplamos el universo. La estrella más cercana, Alfa Centauri, dista de nosotros tres años luz. Por consiguiente, cualquiera sea la evolución de nuestra tecnología, un viaje de ida y vuelta allí llevaría seis años, medidos en tiempo de la Tierra. Para los astronautas, no obstante, el tiempo transcurrido podría ser de sólo una fracción de segundo, en razón de que el tiempo se retarda. De modo que al finalizar el viaje, habría una discrepancia de seis años entre la edad de los astronautas y la de sus seres queridos que quedaron en la Tierra, cuestión que podría ocasionar algunos divorcios, aunque es de esperar que nada más grave.

Sin embargo, Alfa Centauri es la estrella más cercana; en términos astronómicos está a la vuelta de la esquina. ¿Qué ocurriría si la distancia fuera mayor, si estuviera más en consonancia con las escalas cosmológicas? No exageremos por ahora; limitémonos a contemplar un viaje a la región opuesta de nuestra propia galaxia. Pues bien, esa región está a miles de años luz de nosotros. En consecuencia, aun cuando exigiéramos una tecnología al límite, un viaje de ida y vuelta al otro lado de la galaxia llevaría varios miles de años medido desde la Tierra. Además, si no queremos que la misión espacial se transforme en un cementerio ambulante, tendremos que asegurarnos de que ese lapso represente para los astronautas a lo sumo unos cuantos años.

Ahí, precisamente, está la trampa. Si uno lleva la tecnología al límite e intenta un viaje de ida y vuelta que cubra distancias tan enormes en unos pocos años, esos años corresponderán, no obstante, a miles de años sobre nuestro planeta. ¡Qué misión sin sentido! Al volver, la Tierra sería para los astronautas tan extraña como un planeta desconocido. No se trataría ya de algunos divorcios: los astronautas habrían quedado irremediablemente separados de la civilización de la cual partieron.

Si queremos evitar catástrofes de esta índole, debemos mantenernos a una velocidad muy inferior a la de la luz y no aventurarnos demasiado lejos de nuestro planeta. El radio máximo abarcable debería ser mucho menor que la velocidad de la luz multiplicada por una vida humana: por decir algo, unos diez años luz, cifra ridícula en términos cosmológicos. Nuestra galaxia es mil veces más grande; el cúmulo local de galaxias es un millón de veces más grande.

La imagen que surge de estos razonamientos es que estamos confinados a nuestro pequeño rincón del universo, como si en la Tierra no pudiéramos movernos a una velocidad mayor que un metro por siglo, algo muy limitado. Una imagen muy desalentadora.

 

La segunda consecuencia de importancia de la teoría de la relatividad es una concepción del mundo como objeto de cuatro dimensiones. Habitualmente, concebimos el espacio como algo constituido por tres dimensiones: anchura, profundidad y altura. ¿Y la duración? Todo tiene, en alguna medida, una "profundidad en el tiempo", una duración, aunque sepamos que el tiempo es radicalmente distinto del espacio. De modo que incluir o no al tiempo en nuestra concepción es una cuestión fundamentalmente académica. O lo
era
, antes de la teoría de la relatividad.

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