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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (9 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Desde luego, a veces la ciencia procede de la manera opuesta, y así es mucho mejor. La experimentación puede adelantarse a la teoría y podemos tropezarnos con hechos nuevos mediante la observación. En tal caso, la teoría
confirma y explica
las observaciones realizadas, y el papel del teórico consiste en recopilar nuevos datos y formular una teoría que "los explique a todos", es decir, el teórico debe hallar un marco dentro del cual todas las observaciones tengan sentido y sean coherentes.

Por consiguiente, ambos métodos, la predicción y la confirmación, desempeñan un papel importante en la ciencia y no se excluyen entre sí. Así, las ideas de Einstein sobre la gravedad se vieron confirmadas de manera apabullante por dos observaciones.

En 1915 había un ÚNICO fenómeno conocido que la teoría gravitatoria de Newton no podía explicar. Los planetas giran alrededor del Sol describiendo órbitas prácticamente circulares, aunque una observación más fina revela que en realidad se trata de elipses de forma "casi circular". La figura 2 muestra esos dos objetos geométricos, una circunferencia y una elipse, exagerando sus diferencias para hacerlas más patentes. Como se ve en la figura, la elipse tiene dos ejes. Cuanto mayor es la diferencia de longitud entre los dos ejes, tanto más se diferencia la elipse de una circunferencia, o tanto mayor es su
excentricidad
, si usamos la jerga de las matemáticas.

Con excepción de Mercurio y Plutón, las órbitas de los planetas de nuestro sistema solar no son muy excéntricas. Por ejemplo, porcentualmente los ejes de la órbita terrestre difieren muy poco entre sí, de modo que nuestra distancia con respecto al Sol no varía demasiado. Así y todo, el hecho de que las órbitas planetarias no sean circunferencias es perfectamente observable con instrumentos astronómicos, y ya era conocido a comienzos de la revolución copernicana (expresión elegante para referirse al hecho de que se dejó de situar a la Tierra en el centro del sistema solar y se reconoció, en cambio, que el Sol era su centro). En un principio, la forma elíptica de las órbitas fue una inferencia obtenida a partir de las observaciones astronómicas del matemático Johannes Kepler, que formuló lo que hoy se conoce como primera ley de Kepler.

En alguna medida, se puede considerar a la primera ley de Kepler como una consecuencia de la teoría newtoniana. De hecho, en sus famosos
Principia
[11]
Newton dedujo la ley de Kepler mediante cálculos matemáticos. Sin embargo, la deducción de Newton supone que el sistema solar está formado por el Sol y un único planeta (que puede ser cualquiera). En realidad, hay varios planetas en el sistema, de modo que cada uno de ellos está sujeto a la atracción gravitatoria del Sol y, en menor medida, a la atracción de los otros planetas. Por consiguiente, es necesario refinar los cálculos originales de Newton y la mejor manera de hacerlo es en primer lugar pensar que los planetas sólo sufren la atracción del Sol y describen por ende órbitas elípticas y, en segundo lugar, que esas órbitas se ven perturbadas por la acción gravitatoria del resto de los planetas y se modifican en consecuencia. De esta manera, sólo es necesario calcular esa pequeña desviación.

Se trata de un cálculo clásico en la física, cuyo resultado —aplicando la teoría de Newton— es que, debido a las perturbaciones ejercidas por todos los otros planetas, cada elipse debe rotar muy lentamente sobre sí misma; en otras palabras, su eje mayor debe cambiar lentamente de dirección mientras el planeta, por su parte, la recorre a mayor velocidad. La trayectoria planetaria que predice la teoría de Newton, entonces, es una especie de rosetón, como el que se presenta en la figura 3. El efecto es muy pequeño, de modo que al cabo de una sola revolución del planeta, el hecho de que la elipse no se cierre es casi imperceptible y cada "año" el planeta recorre un territorio apenas diferente del que recorrió el año anterior. La rotación total de la elipse sobre sí misma se cumple al cabo de miles de revoluciones, es decir, de miles de "años" del planeta en cuestión.

Este fenómeno fue observado en el siglo XIX en un momento en que se habían descubierto ya todos los planetas hasta Urano, y la coincidencia entre las observaciones y los cálculos fue excelente en el caso de las órbitas de Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Sin embargo, en el caso de Urano hubo algunas discrepancias entre lo observado y los datos calculados a partir de la teoría. Cuando se calculaba el efecto de perturbación sobre la órbita de Urano teniendo en cuenta todos los planetas interiores (Neptuno y Plutón no se habían descubierto aún), el rosetón observado no coincidía con los cálculos. Ya sea en la teoría o en las observaciones, algo fallaba.

Podemos saborear retrospectivamente una obra maestra de la predicción debida al astrónomo francés Urbain-Jean-Joseph Le Verrier, quien confiaba tanto en la teoría de Newton que se permitió dar un paso audaz: llegó a la conclusión de que la única manera de resolver las discrepancias era postular la existencia de un planeta más lejano que ejercía un efecto perturbador sobre Urano y explicaba las observaciones en coincidencia con la teoría.

Ese planeta, bautizado con el nombre de Neptuno, debía estar tan lejos del Sol que su imagen era muy débil, lo cual explicaba por qué los astrónomos no lo habían visto hasta entonces. Le Verrier avanzó aún más y calculó diversas propiedades del hipotético planeta; en particular, indicó en qué lugar y en qué momento los astrónomos podrían verlo. Pocos años después, Neptuno fue descubierto, precisamente donde Le Verrier había indicado. Sin duda, una hazaña admirable
[12]
.

Ese episodio contribuyó en gran medida a corroborar la teoría gravitato-ria de Newton. Sin embargo, muy poco después, se descubrió otra anomalía en la órbita de Mercurio. Sucede que la órbita de Mercurio es muy excéntrica y rota sobre sí misma a mayor velocidad que las de otros planetas. Aun así, el período necesario para que la órbita de Mercurio cumpla un giro completo sobre sí misma es de 23.143 años terrestres. No debemos confundir ese período con el año de Mercurio, tiempo que el planeta tarda en recorrer la elipse orbital, y que es de sólo 88 días terrestres.

Aun teniendo en cuenta los efectos perturbadores de todos los demás planetas, los cálculos realizados aplicando la teoría de Newton arrojaban sin embargo una cifra diferente de las observaciones: según ellos, la órbita de Mercurio debía cumplir un giro completo sobre sí misma en unos 23.321 años terrestres. Por algún motivo, la órbita elíptica de Mercurio rota más velozmente de lo previsto según la teoría de Newton. Una vez más, los astrónomos llegaron a la conclusión de que algo fallaba, ya fuera en la teoría o en las observaciones.

No ha de sorprender que, en vista de su éxito anterior, Le Verrier repitiera su razonamiento y postulara la existencia de un planeta más cercano al Sol: Vulcano. Según él, Vulcano debería ser más pequeño que Mercurio y estar muy próximo al Sol, de modo que observarlo sería muy difícil: por un lado, su imagen sería muy débil y, por el otro, su posición tan cercana al Sol impediría verlo de noche. Esta hipótesis explicaría por qué no se lo había observado antes. Le Verrier hizo todos los cálculos necesarios para que los astrónomos se pusieran a buscar a Vulcano y se dispuso a oír por segunda vez un aplauso triunfal.

No obstante, cuando se inició la búsqueda de ese hipotético planeta, los resultados fueron decepcionantes: nadie pudo observar a Vulcano. Pasaron los años y, de tanto en tanto, algún astrónomo aficionado que procuraba alcanzar la gloria informaba que había "observado" el planeta, pero ninguno de esos anuncios pudo verificarse. Vulcano cayó en la misma categoría que hoy ocupan los ovnis; los que estaban empecinados en verlo, lo veían; pero nadie pudo detectarlo con medios científicos rigurosos. De modo que los hombres de ciencia no sabían qué pensar y el tema de Vulcano se transformó en un misterio con el cual todos convivían aunque nadie conseguía explicarlo.

¡Imaginen entonces el júbilo que sintió Einstein cuando comprobó que, aplicando su teoría de la gravedad a la órbita de Mercurio, los resultados coincidían exactamente con las observaciones sin necesidad de postular la existencia de Vulcano! La discrepancia entre los cálculos obtenidos con su teoría y los que se obtenían con la mecánica newtoniana era apreciable en el caso de Mercurio y despreciable en el caso de todos los otros planetas. Así, su teoría podía disfrutar de todos los aciertos de la teoría de Newton y, además, explicar el único problema que ésta no podía resolver. Un éxito rotundo.

Según lo que el propio Einstein contó después, durante algunos días el entusiasmo lo dejó fuera de sí; no podía hacer nada y se sumió en una especie de sopor propio de los ensueños. La naturaleza le había hablado. Por mi parte, siempre digo que la física es divertida porque puede procurarnos enormes descargas de adrenalina. En aquel momento, Einstein debía haber recibido una sobredosis.

Le faltaba otra confirmación de la naturaleza, esta vez relativa al peligroso terreno de las predicciones. Desde el comienzo de sus reflexiones, Einstein había llegado a la conclusión de que, si se decidía a aceptar con toda seriedad el experimento de Galileo en la torre inclinada, había que admitir que la gravedad también afectaba a la luz. Si es verdad que la gravedad no diferencia entre los objetos que "caen", el comportamiento de la luz bajo la acción de la gravedad debía ser el mismo que el de otros objetos veloces. Según su teoría, cuanto más lentos son esos objetos, más se curva su trayectoria bajo el efecto de la gravedad. Por consiguiente, según Einstein, los rayos de luz debían curvarse en la cercanía de objetos de gran masa, aun cuando la curvatura fuera muy pequeña. El tema era cuánto se curvaban.

La respuesta variaba según las teorías, incluso cuando se adoptaban aquellas que, en una aproximación burda, se reducían a las predicciones de Newton. Einstein llevó a cabo los primeros cálculos al respecto alrededor de 1911, y lo hizo, de hecho, aplicando su teoría de la velocidad variable de la luz. A fin de maximizar el efecto para que los astrónomos tuvieran oportunidad de observarlo, buscó un escenario particular.

En primer lugar, puesto que cuanto más grande es la masa, mayor es el efecto gravitatorio, eligió el objeto de mayor masa de nuestras inmediaciones para que la desviación de la luz fuera mayor: el Sol.

Una vez tomada esta decisión, consideró los rayos luminosos más próximos al Sol, pues sabía que el efecto de la gravedad decrece muy rápidamente con la distancia; por ende, cuanto más próximo al Sol estuviera el rayo de luz en cuestión, tanto más se desviaría su trayectoria.

A continuación, pensó qué sucedería con la imagen de las estrellas que se observaban en el cielo muy cerca del disco solar o, más específicamente, calculó en qué medida se alteraría su posición aparente a raíz de la desviación de los rayos de luz.

Sin embargo, nadie puede ver estrellas muy próximas al Sol, pues si se puede ver el Sol, ¡no es de noche! Aunque no siempre es así. En lo que concierne a los astrónomos, para superar estas situaciones existen los eclipses. Durante un eclipse total, el disco de la Luna cubre totalmente el disco solar, de modo que es posible ver las estrellas próximas al Sol en una suerte de noche insólita que se produce en pleno día.

El escenario de Einstein, por consiguiente, es el que presentamos en la figura 4. Como se ve allí, la gravedad del Sol debe actuar como una lupa gigantesca que desplaza las imágenes hacia afuera, al punto que a veces se utiliza la expresión
lente gravitatoria
para describir este fenómeno. Incluso es posible ver estrellas que se encuentran "detrás" del Sol, pues los rayos de luz pueden "doblar una esquina", siempre que la esquina tenga masa suficiente.

Desde luego, el efecto es muy pequeño, de modo que todo este sutil experimento exige pericia y algunos artilugios adicionales. Se impone, evidentemente, la búsqueda de cúmulos estelares en lugar de estrellas aisladas y el cálculo de su posición aparente relativa bajo la distorsión que implica el paso de los rayos luminosos por la cercanía del Sol. Hay muchos grupos de estrellas de esta índole en el cielo, de modo que, con algo de suerte, fue posible encontrar uno que se hallaría detrás del Sol (con respecto a un observador terrestre) durante un eclipse total. Todo lo que restaba hacer era tomar dos series de fotografías del cúmulo en cuestión: una cuando el Sol se hallaba muy lejos de él y otra durante un eclipse, cuando la luz del cúmulo rozara el Sol. Luego, había que comparar las placas. En la última serie de fotografías el cúmulo de estrellas tenía que parecer ampliado, como si se lo examinara con una lupa (véase la figura 5).

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