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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (20 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Para mi eterna vergüenza, debo reconocer que al final cedí y conseguí atravesar esa penosa época de incertidumbre profesional olvidándome de la VSL, tratando de no hablar de ella y de borrarla de mis pensamientos. Nada romántico, pero es la pura verdad. Todos estamos hechos de carne y hueso, y padecemos la inseguridad material, circunstancia que a menudo se apodera de nuestra vida. Tal vez la vergüenza radique en la estructura misma de la sociedad, orientada con voracidad hacia la productividad convencional. Lo sorprendente es que a veces, aun así, la gente consiga tener ideas novedosas.

Una tarde de mayo de 1996, cuando iba leyendo mi correspondencia mientras caminaba por King's Parade, llegó la liberación: me ofrecían una beca de perfeccionamiento de la Royal Society Para mí, eso significaba una sola cosa: ¡la libertad! Podría hacer lo que quería, donde quería y como quería, y estar seguro de que nadie me molestaría durante los próximos diez años. La alegría me puso fuera de mí; por fin podría darme el lujo de ser de nuevo un científico romántico en una época en que el romanticismo es una mercancía sumamente cara.

Por aquel entonces ya conocía bien a Andy Albrecht y habíamos escrito tres artículos en colaboración. Decidí trabajar con él en Londres, pues siete años en el manicomio de Cambridge eran más que suficientes para mí. Lo curioso del caso es que jamás había hablado con Andy del tema de la velocidad variable de la luz. Pero aquel verano sucedió algo que nos mantuvo unidos durante varios años.

Con el estilo pomposo característico de tales instituciones, la Universidad de Princeton organizó una conferencia sobre cosmología para celebrar su 250
o
aniversario. Suponiendo que con su fama era suficiente, la universidad casi no aportó fondos para organizar el evento, de modo que mientras caminaba frente a la lastimosa réplica ampliada de la capilla de King's College (Cambridge) que adorna el campus universitario de Princeton pensaba que a menudo los Estados Unidos copian lo peor de la cultura británica, su arrogancia académica incluida.

Sin embargo, habían elegido al mejor coordinador posible, Neil Turok, quien de inmediato se fijó el objetivo de conseguir que la conferencia fuera sumamente polémica. Me parece que Neil quería ver sangre: organizó las reuniones en forma de "diálogos" entre facciones opuestas de todos los campos de la cosmología que todavía suscitaban debates apasionados. Aunque el término
diálogo
era tan sólo un eufemismo que encubría los encontronazos de científicos que intentaban asesinarse mutuamente, la organización fue productiva. Permítame el lector contar lo que ocurrió durante una de las sesiones como una muestra del clima que imperaba.

Entre los asuntos que figuraban en el temario estaban las pruebas de homogeneidad del universo tal como surgían de los censos galácticos. Pese a lo que dije cuando expuse los descubrimientos de Hubble, la evidencia más rotunda a favor de la homogeneidad proviene de la radiación cósmica, pues no hay aún una única opinión sobre los catálogos de galaxias. De hecho, un equipo de científicos italianos ha analizado los mapas galácticos y ha llegado a la conclusión de que, por lo que sabemos, el universo no es homogéneo sino fractal. Si esto llega a comprobarse, recomiendo al lector que queme el presente volumen, se olvide del
big bang
y comience a llorar.

Sin duda, el tema quedará aclarado cuando contemos con mapas que abarquen una población más grande de galaxias, cosa que no está lejos de suceder. Entretanto, los "fractalistas", como se los llama, desempeñan un papel fundamental en la cosmología: nos obligan a ser honestos. Si tenemos datos lamentables y queremos embellecer su apariencia, no es difícil que la hipótesis de homogeneidad se desprenda de la manera misma de analizarlos, de suerte que se arriba a un producto final tan primoroso como recién salido de la cirugía plástica. En este sentido, los fractalistas han sido muy útiles para mostrar que algunos métodos analíticos de la astronomía son circulares, es decir, dan por sentado lo que presuntamente pretenden probar. Lo confieso, pese a que abrigo la esperanza de que los fractalistas estén total e irreversiblemente equivocados.

En la conferencia de Princeton, Luciano Pietronero, que encabezaba la delegación italiana, expuso su tesis con brillantez. Por desdicha, suponiendo que la victoria sería fácil, el encargado de defender la tesis contraria, la de la homogeneidad, no se preparó bien y tuvo una sorpresa muy desagradable. Para asombro de todos los presentes, aun cuando defendía algo incalificable, Pietronero se las arregló para que su tesis pareciera mucho más lógica.

Se debatieron muchos otros temas y hubo varias sorpresas similares. Recuerdo con especial deleite el debate sobre la velocidad de expansión del universo, es decir, las mediciones actuales de la "constante de Hubble". Si bien los voceros de las distintas posiciones no estaban lejos del consenso, eso no les impidió caer en una hilarante batalla de insultos.

Dada la rigidez que esperaba, comprobé con sorpresa que el clima era electrizante. Los temas principales estaban nítidamente definidos y todos los expositores abundaron en explicaciones. Además, Neil consiguió que el encuentro no zozobrara recurriendo al uso de un colosal y anticuado reloj despertador que ensordecía a todos cada vez que un orador excedía el tiempo estipulado o intentaba acaparar la atención.

Tal era el telón de fondo cuando se planteó la cuestión de si la teoría inflacionaria era realmente la respuesta definitiva a todos los problemas de la cosmología. La sesión en la cual se debatió la inflación fue especial porque la discusión no se limitó al estrado y se generalizó en el auditorio, lo que terminó en una batalla campal. Excitados por el alto nivel de hormonas generado a esa altura, todos nos enzarzamos en acaloradas discusiones que a veces estuvieron al borde de la agresión física. Como era habitual, parecía que el Atlántico dividía las opiniones.

Al final de ese día agitado, me puse a hablar con Andy y otra colega, Ruth Durrer. Aún bajo el hechizo de una jornada tan singular, Andy habló de su obsesión: la necesidad de encontrar una teoría alternativa para la inflación. Como ya dije antes, uno de los artículos fundamentales sobre la teoría inflacionaria fue el primero que publicó Andy, escrito en colaboración con su tutor en la universidad, Paul Steinhardt, cuando todavía no había terminado el doctorado. Andy pensaba que en sus primeros balbuceos científicos no podía estar la respuesta a todos los problemas del universo. Ahora bien, si la teoría inflacionaria no era la respuesta, ¿dónde buscarla? Nos confesó que, al cabo de todos esos años, se sentía perdido, pues todo lo que había intentado había fracasado o había resultado ser la teoría inflacionaria bajo otro ropaje, a menudo más pobre. Nos preguntó si teníamos alguna sugerencia.

De inmediato, Ruth intentó una explicación, pero desgraciadamente parecía una seguidora de la escuela de Turok: usaba la palabra "algo" en exceso y la acompañaba de grandes gestos. Entonces esbocé para ellos la idea de la velocidad variable de la luz. Se hizo un silencio sepulcral; pensaron que bromeaba y que la broma ni siquiera era buena. Era el embarazoso silencio que le sigue a un chiste malo. Les llevó un rato darse cuenta de que hablaba en serio. Como ya estaba acostumbrado a esas reacciones, no me sentí demasiado incómodo. Pero hubo algo que me llamó la atención: me pareció advertir un débil chispazo en los ojos de Andy.

Se dice a veces que los hombres de ciencia se pasan el tiempo en congresos que se llevan a cabo en lugares exóticos, derrochando así los fondos públicos y divirtiéndose a rabiar. Ojalá fuera cierto. No es raro que los congresos sean una pérdida de dinero y de tiempo, pero son increíblemente aburridos. No obstante, cada tanto, una de esas reuniones científicas abre nuevos rumbos. En muchos aspectos, era el caso de la conferencia de Prin-ceton. A los fines de la historia que me propongo contar, baste decir que para mí esa conferencia fue el punto de inflexión en la teoría de la velocidad variable de la luz. Por fin, había conseguido un alma amiga que se pondría a pensar en el problema.

Entre julio y agosto de 1996 estuve en Berkeley, y la suerte quiso que Andy anduviera por allí también. Sin embargo, él estaba muy ocupado escribiendo un libro sobre la flecha del tiempo y yo trabajaba con dedicación exclusiva en otro proyecto, de modo que sólo nos vimos de vez en cuando. Pero, en un momento, mientras contemplábamos la bahía de San Francisco, acordamos que haríamos un intento juntos con la VSL cuando volviéramos a Londres.

Debo reconocer que a los dos nos inquietaba el proyecto y que vislumbrábamos una verdadera pesadilla para el futuro; pero al mismo tiempo me parecía que todo estaba maduro para intentarlo... o yo era tan inmaduro que así lo creía.

8. NOCHES EN GOA

Pasé la noche del 31 de diciembre de 1997 en el Jazz Café de Camden Town
[29]
escuchando a uno de mis músicos predilectos, el saxofonista Courtney Pine. Las desalentadoras palabras que empleó para dar la bienvenida al nuevo año están grabadas para siempre en mi memoria: "Feliz Año Nuevo para todos, pues llegada esta hora, estoy seguro de que ya podemos despedir al año que se va. Fue un año pésimo para mí, pero aquí estoy, y aquí están ustedes también. No fue fácil, pero de algún modo seguimos aquí, con la esperanza de que el próximo año sea mejor: sin duda, es imposible que sea peor". No sé lo que sentía el resto de la concurrencia, pero dado lo que yo había tenido que pasar, esas palabras reflejaban mi estado de ánimo.

El nuevo año comenzó para mí sin grandes novedades. Me había mudado a Londres en octubre y todavía estaba en el proceso de adaptación a mi nueva casa y mi nueva situación profesional, que tenía algunas ventajas rotundas. Por ejemplo, el papel de asesor de los estudiantes que hacían su doctorado me causaba enorme placer. Sin embargo, algunas de mis nuevas responsabilidades, en especial las que tenían que ver con tareas administrativas, me sacaban de quicio. ¿Por qué se perdía tanto tiempo en papeles que nadie leía jamás?

En enero de 1997, de regreso de unas vacaciones en Portugal, descubrí que Neil Turok me había encargado la tarea más deprimente de este planeta... y probablemente de muchos otros. Se me había encomendado la pesada misión de preparar una gigantesca propuesta de subsidios que abarcaba unas diez instituciones distintas distribuidas por toda Europa, lo que implicaba llenar toneladas de formularios y escribir innumerables cartas.

Quien crea que los cosmólogos viven en un ambiente de perpetua efervescencia intelectual tendrá que despedirse de esas ilusiones de inmediato. En realidad, nuestra supervivencia depende de instituciones sumamente burocráticas que administran los fondos para las ciencias y están dirigidas por ex científicos que ya no están en la flor de la vida, de modo que las instituciones cuentan con un gran poder, pero, en otro sentido, son una especie de depósito de desechos intelectuales. En consecuencia, en lugar de consagrar nuestro tiempo a los descubrimientos, nos vemos obligados a desperdiciarlo bostezando en reuniones eternas, escribiendo informes y propuestas sin sentido y llenando interminables formularios cuya única finalidad es justificar la existencia de esas instituciones y su personal senil. Me gusta decir que los formularios para proponer subsidios son "certificados de supervivencia de las momias", pues, por lo que puedo ver, sólo sirven para crear una supuesta necesidad de esos parásitos. ¿Por qué no se funda un hogar de ancianos para los científicos que ya no pueden hacer ciencia?

Sumergido como estaba en esa indolencia intelectual, no podía menos que envidiar a Neil, quien astutamente había elegido ese momento para hacer un viaje a Sudáfrica y eludir tantas estupideces. ¿Por qué no se me había ocurrido hacer un viaje al Polo Sur para esa época? ¿O a la galaxia de Andrómeda? Evidentemente, una falta de previsión funesta.

Aunque nadie me crea, debo repetir que los trámites burocráticos me causan alergia. En esa época desdichada, llegaba al Imperial College al final de la mañana, miraba abatido los temibles formularios que se apilaban en mi escritorio, dejaba todo para después del almuerzo, recorría los pasillos vacíos porque estábamos en las vacaciones de fin de año y, por último, a mitad de la tarde, mortalmente aburrido, exprimía mi cerebro para armar un par de frases banales, tristes simulacros de un entusiasmo que no sentía.

Cuando por fin me retiraba, lo hacía en un estado nauseoso, lleno de desprecio por mí mismo y listo ya para trenzarme en una pelea en algún bar. ¿Acaso estos síntomas no indican alergia? Querría que algún médico me diera un certificado que me declarara incapaz de hacer tareas burocráticas de cualquier naturaleza.

En ese sombrío estado de ánimo, cuando ya había terminado la jornada y me hallaba bebiendo en algún lugar de Notting Hill, conocí a la que sería mi novia, Kim. Llegada esa hora, me sentía tan asqueado que procuraba con desesperación limpiar mi mente de toda esa basura por cualquier medio. De hecho, después de la segunda botella, la sordidez se esfumaba. No es extraño que tantos británicos sean alcohólicos.

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