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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (21 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Hay borracheras tristes y alegres. Como la mayoría de los mediterráneos, soy un bebedor alegre, para quien un vaso de buen vino forma parte de las cosas buenas de la vida. Para los europeos del norte, la bebida suele ser triste; beben cantidades colosales con el único objetivo de borrar de la conciencia la sordidez de una jornada impregnada de rivalidad protestante. Yo corría el riesgo de caer en ese tipo de actitud hacia la bebida si no hacía algo drástico para evitarlo.

Casualmente Kim también se dedica a la física. Tratamos de evitar los temas científicos, pero una de aquellas noches me sentía tan asqueado de mí mismo que rompí la regla. A decir verdad, sólo intentaba sacudirme de encima la pegajosa sensación de repugnancia que todo científico merecedor de ese nombre siente cuando debe enfrentarse con las políticas de la ciencia. No es de extrañar que me desahogara con un sermón sobre lo más demen-cial que tenía a mano, la teoría de la velocidad variable de la luz, más para entretenerme, en realidad, que para divertir a mi interlocutora.

Había hablado con Kim sobre la teoría, pero sólo al pasar. Esa vez me explayé, tratando de adornar mis ya lunáticas ideas con ropajes más psicóti-cos todavía. Cuando Kim me preguntó por qué tendría que variar la velocidad de la luz, le contesté sin vacilar que se trataba de un efecto proyectivo de las otras dimensiones. Lo dije sin pensar, pero resultó que la idea tenía cierto sentido.

Los intentos realizados por Einstein para unificar la gravedad con todas las otras fuerzas de la naturaleza tuvieron muchos retoños, entre ellos las teorías de Kaluza-Klein, según las cuales vivimos en un universo multidi-mensional que no tiene solamente las cuatro dimensiones (las tres espaciales y el tiempo) perceptibles. Según el modelo más sencillo de Kaluza-Klein, el espacio-tiempo tiene en realidad cinco dimensiones: cuatro espaciales y una temporal. Si esto es así, ¿por qué no vemos la cuarta dimensión espacial? Klein sostuvo que esa dimensión es muy pequeña y por eso no la percibimos. Si dejamos provisoriamente de lado el tiempo, conforme a este modelo vivimos sobre una lámina tridimensional dentro de un espacio tetradimensional. Estamos "achatados" sobre la lámina, de modo que jamás advertimos el espacio mayor que nos engloba.

Se trata de una concepción que puede parecer abstrusa y cualquiera puede preguntarse por qué demonios el universo tendría esas características. No obstante, los primeros intentos por unificar todas las fuerzas de la naturaleza recurrieron a ese modelo. Sin entrar en detalles, diré que el artilugio radica en explicar la electricidad como un efecto gravitatorio en la quinta dimensión. En los modelos más sencillos del tipo Kaluza-Klein, la única fuerza existente en la naturaleza es la gravedad: todas las otras son ilusiones creadas por la gravedad cuando toma atajos por las dimensiones adicionales.

Si bien el propio Einstein consagró buena parte de sus últimos años a este enfoque, la mayoría de los físicos nunca lo tomó en serio y lo consideró la apoteosis de una física desquiciada. Tal vez sea útil contar una anécdota relativa a Kaluza, uno de los creadores de la teoría. Era un hombre que no se disculpaba por ser teórico y mostraba irritación ante el tono condescendiente que empleaban los físicos experimentales para referirse a él y a sus ideas. Vale la pena recordar que durante el siglo XIX, la física teórica era la "hermana pobre" de la física: los "verdaderos" físicos hacían experimentos. En efecto, el hecho de que un gran número de científicos judíos hayan intervenido en los grandes avances teóricos de la física de principios de siglo xx revela claramente la combinación de esa actitud con un ubicuo antisemitismo. Tal era el panorama cuando Kaluza, que no era un nadador experto, se propuso disipar los matices negativos que tenía la palabra
teórico
y le apostó a un amigo que podría aprender a nadar limitándose a leer libros. Reunió gran cantidad de material relativo a la natación y, una vez satisfecho con su comprensión "teórica" del asunto, se sumergió en aguas profundas. Para sorpresa de todos, salió a flote.

Actualmente, ya nadie piensa que las teorías de Kaluza-Klein sean excéntricas, al punto que las teorías modernas de la unificación las utilizan con toda naturalidad. Aquella noche, mientras charlaba con Kim, se me ocurrió utilizarlas en la teoría de la velocidad variable de la luz. Era una idea apasionante que me hizo olvidar los desagradables formularios.

Mi argumento descansaba en el hecho de que en algunas teorías del tipo Kaluza-Klein la cuarta dimensión espacial adicional tiene tamaño finito pero además es curva. Según esa concepción, no vivimos en la superficie de una lámina delgada (como dije antes) sino sobre un cable cuya "longitud" representa las tres dimensiones extensas de nuestra experiencia cotidiana y cuya sección normal es una circunferencia muy pequeña y representa la dimensión espacial adicional que no podemos percibir. Es algo difícil de imaginar, de modo que recomiendo al lector observar la figura 1. No era ésa mi idea, pero la mayoría de las teorías modernas del tipo Kaluza-Klein suponen dimensiones adicionales circulares.

Supongamos ahora que los rayos de luz se mueven describiendo hélices, es decir, rotando alrededor de la dimensión circular adicional y desplazándose al mismo tiempo a lo largo del cable, es decir, a lo largo de las tres dimensiones perceptibles (figura 2). Esta insólita geometría del universo implica que la constante fundamental, la velocidad de la luz, es su velocidad a lo largo de la hélice y no la que concretamente observamos, que sería su proyección sobre el "eje" del cable tridimensional. La relación entre las dos velocidades se refleja en el ángulo de la hélice. Si ese ángulo pudiera variar según una dinámica determinada, podríamos observar una variación en la velocidad de la luz como efecto proyectivo, sin salimos del marco de una teoría en la cual la velocidad de la luz fundamental, multidimensional, seguiría siendo constante.

La dificultad radicaba en poder explicar por qué la velocidad de la luz que se observa parece constante, lo que en este escenario equivale a fijar el ángulo que determina la hélice. Mi idea consistía en cuantizar el ángulo, como se hace con los niveles de energía de un átomo. La teoría cuántica postula que la mayor parte de las cantidades existen sólo como múltiplos de unidades básicas indivisibles denominadas cuantos
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. Así, la energía de una luz de cierto color debe ser un múltiplo de cierta cantidad mínima de energía, la que corresponde a un único fotón de ese color. Análogamente, los niveles de energía del átomo están organizados como los peldaños de una escalera: los electrones adoptan órbitas que deben estar comprendidas dentro de un conjunto de valores posibles.

Figura 1: El universe de Kaluza-Klein. Según esta concepción el universo es un cable multidimensional cuya “longitud” involucra las tres dimensiones espaciales observables. La dimensión adicional está compactada o enrollada en forma de circunferencia.

Figura 2: Propagación de la luz en el universo de Kaluza-Klein. Si la luz avanza reptando por la superficie del cable, describiendo una hélice, su velocidad real es mucho mayor que la velocidad tridimensional que observamos. Si pudiéramos hacer que la luz se propagara en forma rectilínea a lo largo del cable, observaríamos una velocidad mayor.

Con idéntico espíritu, yo abrigaba la esperanza de que el ángulo de la luz helicoidal en el modelo de Kaluza-Klein pudiera adoptar solamente ciertos valores. Así, cada uno de los valores angulares posibles implicaría una velocidad de la luz distinta para nuestra percepción, pero un salto entre un nivel cuántico y otro exigiría una gran cantidad de energía. Por consiguiente, sólo en el caso de los colosales niveles de energía del universo primigenio se podría "desenrollar" la hélice y "ver" un valor mayor de la velocidad de la luz. Al menos, ese era mi deseo.

En el momento en que lo pensé no lo sabía, pero la idea no era totalmente nueva. Se sabía desde mucho tiempo antes de las teorías de Kaluza-Klein que las constantes de la naturaleza (la carga del electrón o la constante gravitatoría de Newton, por ejemplo) son distintas cuando se las contempla desde la perspectiva del espacio total o cuando las perciben seres tridimensionales como nosotros. En general, los dos conjuntos de valores están relacionados por el posible tamaño variable de las dimensiones adicionales. El problema de semejante enfoque es que cae de lleno en el impenetrable reino de la teoría cuántica de la gravedad, de modo que prever el comportamiento del modelo es más una adivinanza que una ciencia rigurosa.

Mi modelo era algo mejor (la idea de cuantizar el ángulo de la hélice no es mala), pero entrañaba otros problemas. Por ejemplo, el nivel mínimo de energía sería en realidad aquel en que no hay rotación en la dimensión adicional, es decir, el de un desplazamiento rectilíneo en el sentido del eje de la hélice; pero ese valor corresponde a la mayor velocidad tridimensional posible, y lo que yo pretendía era precisamente lo opuesto: quería que la velocidad de la luz fuera mayor cuando el universo estaba caliente, no cuando estaba frío. Había maneras de salir de ese atolladero, pero eran inverosímiles.

Nunca exploré la idea plenamente, pero me hizo pensar en la velocidad variable de la luz durante mucho tiempo. Me reveló que había tres caminos, aunque imperfectos, de implementar la teoría dentro del marco de la física conocida. El año anterior, no sólo había conseguido un colaborador; también había adquirido más confianza.

Unos días después, Neil volvió de su viaje y descubrió que yo había hecho muy poco con respecto al proyecto de los subsidios y, peor aún, que lo hecho era prácticamente inútil. En esa época, Kim trabajaba con Neil, y volvió al día siguiente de Cambridge muy divertida porque a Neil mi desempeño no le había parecido nada del otro mundo; según ella, había dicho: "no se le puede confiar a João ninguna tarea administrativa".

A consecuencia de aquella idea rudimentaria, en enero de 1997 dediqué todo el tiempo a la teoría de la velocidad variable de la luz. En alguna medida, era una manera de desintoxicarme del patológico comienzo de año. Por fin, tenía la seguridad necesaria para trabajar en la teoría a toda máquina y contaba también con la motivación y la confianza indispensables para hacerlo.

Sin embargo, me hallaba casi solo pese a lo que habíamos acordado con Andy en el verano anterior. Él estaba muy entusiasmado con la VSL y escuchaba con regocijo todas las tonterías que le decía, pero también estaba muy ocupado para dedicarse a cualquier tipo de ciencia. Se estaba transformando en un mártir de la burocracia. Las cosas llegaron a tal punto que tuvo que encerrarse en la oficina para poder hacer algo. Aun así, apenas iba al baño, las secretarias lo acosaban con pedidos. Le sugerí que llevara un orinal a la oficina, pero creo que nunca tomó en serio un consejo tan atinado.

Desde luego, me sentía algo impaciente: al fin y al cabo, me había trasladado al Imperial College para hacer ciencia y no para quedar enterrado bajo una montaña de basura burocrática. Sé perfectamente que él debió sentirse aún peor, pues también pasaba por malos momentos en su vida privada, que fueron empeorando.

Desde Chicago, Andy se había mudado a Londres con su mujer y tres hijos para ocupar un cargo titular en el Imperial College. No tardó en descubrir que en Gran Bretaña se supone que los hombres de ciencia viven como monjes: en la pobreza, preferentemente sin familia y en una situación deprimente. Detrás de esa situación está el tabú que impide discutir asuntos económicos; ningún académico debe hablar de dinero. Supongo que esa actitud proviene de la época en que los académicos de Gran Bretaña eran todos caballeros ricos. Cuando la composición social de la academia cambió, los nuevos profesionales provenientes de la clase media y la clase obrera copiaron los peores aspectos de la clase alta, en un todo de acuerdo con la tradición británica. Cada vez que yo mencionaba los bajos salarios en las reuniones, los asistentes empezaban a mover las colas en las sillas con incomodidad. Hablar de dinero era algo vulgar; sólo un latino
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podía tener tan mal gusto.

La actitud británica puede resumirse en una máxima: la solución para el hambre en el mundo es que todos perezcamos de hambre, que nadie se alimente. Digo esto porque los ingleses no sólo parecen disfrutar la estrechez sino que aborrecen a cualquiera que parezca próspero y feliz. Recuerdo bien que la Universidad de Cambridge les amargó la vida a los estudiantes que provenían de Europa continental y contaban con jugosos fondos, al extremo de poner por escrito la argumentación siguiente: si los doctorandos ingleses vivían en la pobreza, ¿por qué no podían hacerlo también los extranjeros? Cuando me compré un departamento nuevo, debí sufrir los desaires de un pariente de uno de mis estudiantes, persona que antes me trataba con deferencia. Más tarde reconoció que no podía soportar el hecho de que hubiera escapado de las sórdidas condiciones en que él vivía. Gran Bretaña es el único país del mundo en que la gran mayoría de la gente inculta
quiere
que sus hijos sean también incultos: "lo que es bueno para mí, es también bueno para ellos".
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