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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (23 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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A esa misma conclusión había llegado por otros caminos en uno de mis apuntes de Goa. En realidad, es increíble que no me haya dado cuenta antes, pues cualquiera con un conocimiento elemental de geometría diferencial lo habría advertido de inmediato. Las ecuaciones de Einstein nos indican que la materia curva el espacio-tiempo y que la curvatura resultante es proporcional a la densidad de energía. Ahora bien, la curvatura debe satisfacer un conjunto de identidades que se llaman "identidades de Bianchi", exigencia matemática que no tiene nada que ver con la relatividad general. Se trata de proposiciones del tipo 1 + 1 = 2, que valen para cualquier espacio-tiempo independientemente de su curvatura. Pero si la curvatura es proporcional a la densidad de energía, según lo expresa la ecuación de campo de Einstein, ¿qué implican las identidades de Bianchi con respecto a la energía? Nada más y nada menos que su conservación.

Detengámonos aquí un instante: acabo de decir que la curvatura es proporcional a la densidad de energía, lo cual equivale a decir que la curvatura es igual a la densidad de energía multiplicada por un número. ¿Qué es ese número, denominado constante de proporcionalidad? Escondida en esa constante, acecha la velocidad de la luz. En otras palabras, si la constante de proporcionalidad es realmente una constante, las identidades de Bianchi implican la conservación de la energía; pero si ese factor no es una constante —como ocurriría si la velocidad de la luz fuera variable—, esas identidades implicarían una
violación
de la ley de conservación de la energía. Desde luego, la exposición pormenorizada de la argumentación es algo más compleja, pero lo que acabo de decir da una idea aproximada de mis apuntes de Goa. Había descubierto que, si la velocidad de la luz variaba, la energía no podía conservarse.

Por consiguiente, se nos presentaban dos líneas de pensamiento que indicaban que la energía no se conservaría si la velocidad de la luz era variable. Cuando hicimos los cálculos necesarios para saber en qué medida se violaba la ley de la conservación, todo encajaba: los dos enfoques arrojaban resultados coincidentes. En ese momento, hicimos un descubrimiento increíble.

Nuestras ecuaciones indicaban que la magnitud del cambio en la energía total del universo estaba determinada por la curvatura del espacio. Si la gravedad curvaba el espacio sobre sí mismo dando origen a un universo cerrado, la energía se evaporaría; si el espacio tenía forma de silla montar y el universo era abierto, se generaría energía a partir del vacío. Ahora bien, puesto que según la célebre fórmula de Einstein, E = mc
2
, hay una equivalencia entre masa y energía, en un universo cerrado desaparecería la masa, y en un universo abierto, se crearía materia.

Se infería de allí una consecuencia impresionante. Para comprenderla, recordemos que en un universo cerrado la densidad de materia supera la densidad crítica característica de un mundo plano. A medida que el universo cerrado perdiera energía, el excedente de densidad de materia se reduciría, y el universo evolucionaría hacia una configuración plana o crítica. Por el contrario, en un universo abierto aumentaría la energía y, por consiguiente, la densidad de materia. Pero hemos visto que en un universo abierto en todo momento la densidad es inferior a la densidad crítica. En consecuencia, si no se conserva la energía, cualquier deficiencia de la densidad de materia con respecto al valor crítico se recuperaría, de modo que el universo se vería empujado de nuevo a la configuración crítica, la plana.

En ese escenario, pues, lejos de ser improbable, un universo plano era inevitable. Si la densidad cósmica difería de la densidad crítica característica de un universo de geometría plana, el hecho de que no se cumpliera la ley de conservación de la energía empujaría de nuevo las cifras hacia el valor crítico. Por ende, la planitud, en lugar de ser una cuerda floja, una cornisa, se transformaba en un gran desfiladero, camino obligado para todos los otros universos posibles. Además, en un universo de geometría plana, no se creaba ni se destruía materia. Acabábamos de descubrir un nuevo valle para la planitud que no arrancaba de la teoría inflacionaria.

Estábamos exultantes. Nos habíamos puesto a resolver uno de los problemas cosmológicos, el del horizonte, y habíamos tropezado con la solución de otro que aparentemente no tenía relación con el primero: el de la planitud. Paulatinamente, en medio de nuestras lucubraciones, caímos en la cuenta de que los resultados excedían nuestros propósitos. Cuanto más nos zambullíamos en la física, más eran los problemas cosmológicos que en apariencia quedaban resueltos, a veces de manera inesperada.

Evidentemente, podíamos explicar el origen de la materia. A partir de propiedades aparentemente abstrusas de la teoría, como la posibilidad de que se creara materia porque la velocidad de la luz variaba, descubrimos con sorpresa una explicación del origen de toda la materia del universo. No es uno de los enigmas tradicionales del
big bang
, pero para mí es una cuestión más fundamental aún, algo que todos deberíamos preguntarnos alguna vez: ¿cómo nació el universo? La VSL aportaba una respuesta.

El feliz resultado de esos primeros empeños desencadenó un período de trabajo arduo durante mayo y junio de 1997. Sabíamos que estábamos por fin en el camino correcto y ese hecho nos hizo avanzar cada vez más lejos. En aquel tiempo, yo estaba tan entusiasmado que a menudo me quedaba en la oficina del Imperial College hasta muy tarde, a veces hasta las cinco de la mañana. Elaboraba los detalles que iban surgiendo de la nueva teoría y a cada paso descubría propiedades interesantísimas. Me hice amigo por ese entonces de algunos integrantes del servicio de seguridad de la institución, que sin duda debían pensar que yo era un bicho raro. Había también un estudiante que trabajaba por la noche y parecía el conde Drácula. La primera vez que lo vi recorriendo de un extremo al otro el pasillo pasadas las dos de la mañana, pensé que tanto entusiasmo estaba afectando mis facultades mentales.

Por desgracia, esos estados de gran euforia no son frecuentes en la ciencia, pero cuando ocurren, producen efectos extraordinarios, como una enorme descarga de adrenalina difícil de igualar por otros medios. Siempre me pregunto si esa es la razón por la cual los científicos son tan raros: tal vez, después de experiencias intelectuales tan intensas, los placeres comunes de la vida —comer, beber, charlar con los amigos— parezcan aburridos. Quizá por ese motivo tantos de nosotros nos suicidamos desde el punto de vista social.

Sin duda, yo estaba a punto de transformarme en un solitario animal nocturno: volvía a casa muy tarde, caminando por calles vacías y envueltas en un silencio inquietante y muy raro en una ciudad tan grande. Creo que pocos lo saben, pero algunas zonas del centro de Londres albergan una gran población de zorros que se adueñan de la ciudad durante horas. Yo mismo no lo sabía hasta que me aventuré en esas noches sobrenaturales. Cuando volvía a casa agotado y con la mente totalmente embarullada, me encontraba de golpe con esas criaturas que desfilaban tranquilamente delante de mí con su tupida cola. De vez en cuando, alguno de ellos se detenía y me miraba, preguntándose tal vez qué clase de animal nocturno era yo. Luego, se deslizaba en algún jardín para reaparecer unas cuadras más allá, después de recorrer atajos conocidos sólo por los zorros, habitantes de una ciudad paralela que está fuera de nuestro alcance.

En esas noches pobladas de zorros, trabajé también en algunos pormenores fastidiosos. Por ejemplo, era necesario calcular en qué proporción tenía que cambiar la velocidad de la luz y cómo lo haría. En aquel tiempo, tanto Andy como yo concebíamos la variación de la velocidad de la luz como un cataclismo cósmico que había sucedido en la época primigenia del universo, cerca de la época de Planck. A medida que se expandía, el universo se enfrió hasta alcanzar una temperatura crítica, momento en que, según nuestra visión, la velocidad de la luz pasó de un valor muy alto a otro muy bajo. Nos imaginábamos algo así como una transición de fase, como cuando el agua se transforma en hielo a medida que la temperatura desciende hasta el punto de congelación. Análogamente, nos decíamos, el universo habría alcanzado una temperatura de "congelación", por encima de la cual la luz debía haber sido mucho más veloz y "líquida", y por debajo de la cual se habría cristalizado formando esa luz "lenta" y glacial que observamos hoy. Más tarde, descubrimos que esa no era la única posibilidad, aunque sí la más simple, pero por ahora nos basta con imaginarlo así.

Por consiguiente, la tarea que nos aguardaba consistía en imponer condiciones a esa transición de fase que nos permitieran resolver el problema del horizonte. Calculamos que, para una transición de fase de la velocidad de la luz acaecida en el tiempo de Planck, el factor de reducción de la velocidad de la luz tendría que haber sido un 1 seguido de 32 ceros, si es que queríamos una conexión causal del universo observable en su totalidad. Si el lector pensaba que una velocidad de 300.000 km/seg es muy grande, piense en esa misma cantidad, agréguele 32 ceros y obtendrá una cifra realmente increíble. De hecho, ese valor era el mínimo exigible y nos apabulló tanto la cifra que decidimos postular escenarios en los cuales la velocidad de la luz en la época de Planck fuera infinita. En tales circunstancias, la totalidad del universo observable habría estado en contacto, en razón de esa velocidad descomunal.

Según ese escenario, apenas el universo salió de la transición de fase, se encontró transitando la cuerda floja de la planitud, aunque esa situación ocurrió después de que la planitud se transformara en un desfiladero por obra de la reducción de la velocidad de la luz. A partir de esta conclusión, la cuestión radicaba en calcular cuánto tenía que cambiar la velocidad de la luz para que ese malabarismo primigenio garantizara al universo las condiciones necesarias para recorrer con seguridad la cuerda floja de la planitud en su vida posterior. El resultado fue el mismo que habíamos obtenido antes para el problema del horizonte: la velocidad primigenia de la luz tendría que haber sido igual a la actual multiplicada por un factor con 32 ceros. Aunque en ese momento no lo sabíamos, ese hecho no era mera coincidencia.

Así siguieron las cosas... mientras yo pasaba en vela buena parte de esas largas noches, se iba materializando por fin ante mis ojos un auténtico tesoro. A esa altura, habíamos descubierto dos cosas fundamentales: que variar la velocidad de la luz implicaba violar la ley de conservación de la energía y que esto permitía resolver el problema del horizonte y, por añadidura, el de la planitud. Nuestro supuesto, además, nos proporcionó un par de dividendos adicionales; nos permitió, por ejemplo, explicar el origen de la materia No obstante, aún nos faltaba analizar un elemento crucial: ¿qué pasaba con la constante cosmológica?

Desde un comienzo, nos pareció evidente que tenía que haber una interacción interesante entre la constante cosmológica y la velocidad variable de la luz, pues, al fin y al cabo, si ésta pierde su categoría de constante y se transforma en un ser salvaje y variable, ¿por qué la energía del vacío debería ser una constante rígida? En efecto, pronto advertimos que, si c no era constante, la energía almacenada en el vacío tampoco podía ser inmutable. La energía del vacío se puede expresar en un todo de acuerdo con Lambda, ese extraño objeto geométrico que introdujo Einstein, pero mirando las cosas más a fondo se descubre que la velocidad de la luz también desempeña un papel en la fórmula. En general, se puede observar en los cálculos que la energía del vacío aumenta si la velocidad de la luz se incrementa
[36]
.

A la inversa, si la velocidad de la luz decreciera en el universo primigenio, la energía del vacío disminuiría abruptamente y se canalizaría en la materia y la radiación. De modo que postular la variación de la velocidad de la luz nos permitía hacer algo que era imposible en los modelos de expansión cosmológica, incluso en los de expansión inflacionaria: sacarnos de encima la omnipresente energía del vacío. Quiero recordar que la dificultad de la constante cosmológica radica en que la energía del vacío no se reduce con la expansión, a diferencia de lo que ocurre con la materia y la radiación. Por eso mismo, la energía del vacío acabaría predominando en todo el universo muy rápidamente si no halláramos una manera de eliminarla radicalmente en el universo arcaico. Pues bien, el modelo de VSL aportaba un mecanismo posible para hacer desaparecer la energía del vacío, proporcionaba una manera de convertirla en materia, permitiendo así que el universo se expandiera en su edad adulta sin la amenaza de ser dominado por la nada. Habíamos encontrado la manera de exorcizar la constante cosmológica.

De más está decir que las cosas no eran tan simples como acabo de describirlas. Sabíamos que el mecanismo no era perfecto, y que sólo resolvía un aspecto del problema que planteaba la constante cosmológica tal como los cosmólogos lo habían ido caracterizando y modificando a lo largo de los últimos decenios. Sin embargo, llegados a ese punto, a veces me era imposible no sentir que la teoría de la velocidad variable de la luz era un ejercicio de pedantería, pues estábamos resolviendo problemas que ya estaban resueltos... en la teoría inflacionaria. Nos habíamos topado con algunas sorpresas bellísimas, pero, en rigor, ¿qué había de nuevo, excepto la idea misma de que la velocidad de la luz podía ser variable? Pero, súbitamente, el panorama de la VSL cambió en su totalidad cuando descubrimos que esa hipótesis permitía derrotar al monstruo proverbial, Lambda. La teoría inflacionaria no podía resolver el problema de la constante cosmológica, pero nuestra teoría, sí.

A fines de junio de 1997, ya estábamos listos para lanzar al mundo nuestro preciado engendro. Habíamos trabajado mucho y acumulado una cantidad colosal de notas. Yo estaba más entusiasmado que nunca, y Andy parecía también muy complacido.

Entonces, repentinamente, Andy se acobardó. Sin que hubiera algún motivo aparente, empecé a sentir que se sentía incómodo con nuestro temerario proyecto. Lo que no advertí en ese momento fue que las vacilaciones de Andy podían descarrilar totalmente la teoría.

9. CRISIS DE MADUREZ

Con la perspectiva que dan los años, veo que la teoría de la velocidad variable de la luz fue producto de un colosal vaivén maníaco depresivo. Hasta junio de 1997, Andy y yo habíamos estado sumergidos en un incesante clima de gran entusiasmo. Pero los seres humanos somos criaturas alérgicas a la felicidad eterna, de modo que ese estado de ánimo tenía que acabar. Nos aguardaba un período más sombrío.

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