Mi amado míster B. (27 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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En mi mesa se sentaron Vic y su chico, Gonza y su chica, Sofi (mi mejor amiga de la universidad), Clau (mi mejor amiga del colegio de San Isidro) y Felipe, obvio. Todo salió impecable, y cada cinco minutos se acercaba alguien a decirme lo bien que la estaba pasando. Mientras comíamos el postre, María, con su vestido gris plata, sus ojos azules y esa cara de angelito que me enamoró la primera vez que la vi, se acercó al micrófono y empezó a cantarme el Feliz Cumpleaños. El resto de los invitados se plegó enseguida y en un instante me encontré con sesenta personas que me miraban con amor, cariño, orgullo, admiración, y coreaban mi nombre. Después vinieron los aplausos, los saludos, y tuve que acercarme al micrófono, casi llorando de la emoción, para agradecerles a todos por haber ido. Volví a mi mesa y, con las miradas todavía siguiéndome, abracé a Felipe y le di un beso en la boca (días después, varios de los presentes me confesarían que esa había sido la primera vez en su vida que habían visto, en vivo y en directo, a dos hombres besándose). Después María empezó a cantar con ese inmenso caudal de voz que tanto me estremecía. Me dedicó «Beautiful», de Christina Aguilera, y a Felipe le cantó «Angel», de Sarah McLachlan.

Luego, Vic agarró el micrófono para dar otro mini recital, más rockero que el de Mary, tras el cual la fiesta se transformó en una especie de karaoke en el que cada invitado quiso tener su minuto de gloria.

Antes de que la gente emprendiera la retirada, Gabi pidió un minuto de silencio y empezó a dar un mini discurso. Llevaba unos pantalones brillosos, apretados (símil piel de lagarto) y una remera sin mangas negra con dibujos estampados en dorado. «Bueno», dijo abanicándose con la mano. «Ante todo quiero agradecer a Martín y a Felipe por esta fiesta increíble. Gracias chicos por invitarme, la pasé muy bien. Pero principalmente quiero desearles muchísima suerte en esta nueva aventura que van a emprender en Miami. ¡Esto, más que un cumpleaños, parece un casamiento!», dijo lanzando una carcajada celebrada por todos. «No, en serio, los veo muy fuertes como pareja y sé que la convivencia les va a venir bien. A vos, Martín», giró la cabeza hacia mi lado, «todos los éxitos para tu nueva vida en el primer mundo. Y a vos, Felipe, gracias por hacer tan feliz a mi amigo... y cuidámelo, porque sino todos los que estamos acá te vamos a ir a buscar, ¿ok?». La gente festejó a Gabi, se rió con él (muchos se rieron de él), aplaudió y siguió tomando. Después del discurso, cada persona que se acercaba a nuestra mesa hacía un comentario del viaje: «¿Así que ya te vas?», «No sabía que iba tan en serio la cosa», «¡Martincito, nos abandonás!», «Felipe, please, cuídalo», fueron las frases que se repitieron hasta el final de la fiesta. Cuando todo terminó, cuando todos se despidieron llenándome de halagos, felicitaciones y agradecimientos, Felipe me ayudó a cargar las bolsas con regalos y volvimos a casa, muertos de cansancio. No hablamos en todo el viaje, y, una vez en el departamento, él fue a su cuarto con un frío saludo de buenas noches y yo me quedé confundido, triste, sin saber qué pasaba por su cabeza, por qué parecía tan molesto conmigo.

El día siguiente lo pasé en San Isidro con la familia. Traté de evadir el tema del trabajo, del viaje y de cualquier proyecto futuro. En vez de eso, dejé que cada uno hablara de sus cosas y traté de intervenir lo menos posible en la conversación. A mamá no le gustaba tocar el asunto Miami porque se ponía mal de sólo pensar que me iría a vivir afuera. Después del té con torta y una larga sobremesa, a la siete y media de la tarde volví para el centro. Cuando llegué Felipe leía en su cuarto, así que aproveché para darme un baño y chequear los regalos del día anterior. Estaba feliz entre tantos libros, compacts y remeritas de todos colores. A las nueve y media Felipe propuso ir a comer a Bella Italia, «antes de que se llene de gente», dijo. Yo acepté encantado y me puse una de las remeras nuevas debajo de mi camperita de cuero negra.

Efectivamente, el lugar todavía estaba vacío. La recepcionista, embobada con Felipe, lo saludó con un beso y nos dio la mesa de siempre en el sector no fumadores. El lugar era elegante, caro, y siempre se llenaba de matrimonios de la high porteña que aún se resistían a la idea de caer en los típicos restaurancitos fashion de Palermo. Pedimos una tabla de quesos italianos con procciuto y unos penne primavera. Felipe mantenía la misma cara de orto que en el taxi la noche anterior.

—¿Estás bien? —pregunté, sabiendo que estaba todo mal.

—Sí, claro —respondió secamente.

—Ya me imagino lo que te jodió, que todos mis amigos hablasen del viaje como si acabáramos de casarnos.

—No, para serte franco me da igual lo que digan tus amigos —dijo, y se quedó pensando—. El problema es que lo pienses tú, las fantasías que tengas —siguió.

—No sé por qué al boludo de Gabi se le ocurrió hacer ese anuncio, pero no importa, lo que cuenta es que yo tenga las cosas claras, ¿no te parece?

—Justamente, lo que me parece es que estás algo confundido.

—Para nada, la idea es pasar un tiempo allá, escribiendo, ¿no habíamos quedado en eso? ¿no es lo que me ofreciste? Ahora, si estás arrepentido, todo bien, me decís y listo, no creas que yo...

—Son demasiadas presiones; tu renuncia, el viaje, el anuncio público... lo único que pretendo es que tengamos un plan. A ver, ¿tú tienes un plan?

—¿Cuánto tiempo te piensas quedar? ¿Vas a querer tener un trabajo? ¿Te vas a molestar cada vez que te quiera dar algo de plata? ¿Qué vas a hacer cuando viaje? Porque, no te olvides, yo viajo cada dos semanas —dijo irritado.

Seguí callado. No tenía la respuesta a ninguna de sus preguntas. Era cierto, no había argumentos razonables que justificaran mi partida. En términos racionales no era conveniente: yo no tenía plata ahorrada, en Miami no conocía a nadie, allá no me esperaba un trabajo seguro y las únicas posibilidades de ganar algo de plata eran lavando copas o sirviendo platos. Y eso para sobrevivir, con suerte. Pensándolo fríamente, Felipe tenía razón, pero a mí nunca se me había ocurrido analizar las cosas en esos términos. Yo sólo quería que mi novio me subiera a su avión y me siguiera mimando como lo había hecho desde el momento en que nos conocimos.

—¿Y tu familia? —siguió, como retándome—. ¿Qué les vas a decir? No puedes seguir con una mentira tan grande. Si te pasa algo, si te enfermas, ¿qué hago?, ¿a quién se supone que debo avisarle? Creo que antes de hacer cualquier cosa deberíamos aclarar estos puntos, porque... ¿Estás llorando?

—Mi amor —dijo agarrándome la mano frente a un par de viejas que parecían escandalizadas con la escena—. No llores, pues. Ya, mejor hablemos de otra cosa. Come, que no has probado nada.

Las lágrimas siguieron cayendo de a poco, sin gritos, sin histerias.

—No te preocupes —alcancé a decir—. Me quedo en casa y listo. No sabía que era todo tan complicado.

—No digas eso. Yo no quiero que te quedes, por favor, no me entiendas mal.

—No, ya está, todo bien.

—No, no, tú te vienes conmigo. Eso sí, solo un par de meses, hasta que lleguen las nenas para sus vacaciones, y luego vemos. Lo que no quiero es prometerte más que eso, no puedo —insistió.

—Yo no te pedí ninguna promesa —me defendí, aunque no fuera necesario.

—Lo sé, pero mi vida es muy complicada, no me puedo comprometer a largo plazo, ¿me entiendes?

—Lo mejor es que cada uno se quede en su casa y no le joda la vida al otro, creo que ése es tu punto ¿no? Ok, lo acepto.

—Te equivocas, yo quiero que vengas, pero sin compromisos.

—Mejor no voy.

—Que sí.

—No.

—Ven, vamos a tomar un helado, a ver si logro convencerte —dijo forzando una sonrisa—. Esto se está llenando demasiado para mi gusto.

Pagó la cuenta y enfilamos para la salida.

—¡Felipe! —gritó una voz de mujer.

—¡Susana! —respondió él, dándose vuelta.

—¡Susana Giménez! —le dije al oído—. ¿Qué hace acá? ¿La conocés?

—Espérame que voy a saludarla —me dijo, y se acercó a la mesa de la diva.

Intercambiaron besos, abrazos, elogios, y se quedaron charlando. Yo me tuve que acomodar en el hall de entrada para no entorpecer el tránsito de los camareros. «¿Qué hace toda esa gente ahí?», le pregunté a la recepcionista. «¿Viste? Está lleno de famosos», me contestó. «Parece que festejan el cumpleaños del Corcho Rodríguez, el novio de Susana», siguió, entusiasmada.

«Ah, mirá vos», le dije, y me quedé parado contra la pared, enojado porque Felipe seguía hablando con las estrellitas y me había dejado de lado olímpicamente.

—Perdona —me dijo después de diez eternos minutos—. No podía dejar de saludar.

—Todo bien, ¿vamos? —dije.

—Sí, vamos —contestó, y me tomó del brazo.

Ni bien abrí la puerta los flashes me encandilaron de tal forma que solo alcancé a cerrar los ojos y cubrirme la cara. Felipe trató de escapar, pero ya era demasiado tarde. Las cámaras nos rodearon y los periodistas empezaron a acosarnos con sus micrófonos, como si se tratara de una conferencia de prensa. «Felipe, ¿viniste al cumpleaños del Corcho? ¿Qué te trae por Buenos Aires? ¿Sos amigo de Susana? ¿Quién es ese chico con el que saliste?» Felipe puso su mejor sonrisa, respondió lo que pudo y corrió al taxi, donde yo lo esperaba, temeroso y avergonzado.

Treinta

—¿Hola?

—¿Martín?

—¿Papá? Ah, hola pá, ¿qué hacés? —Escúchame, acabo de llamar a tu oficina y me dijeron que no trabajabas más ahí...

—Bueno, justo te iba a explicar...

—Y tu madre me acaba de llamar hecha una loca diciendo que te vio en una revista.

—Tenemos que hablar. Te espero a las cinco en casa.

—Bueno.

—Chau.

—Chau.

* * *

Apagué el celular con la mano todavía temblorosa. Corrí al quiosco más cercano y compré todas las revistas de chismes. «Exclusivo: El Novio Argentino de Felipe Brown», titulaba una de ellas en la portada. Me quedé helado. Tenía que pasar, alguna vez se darían cuenta, y ese momento había llegado. Me fui rápido, avergonzado, tratando de cubrirme la cara para que el vendedor no me reconociera. ¿Cómo van a reaccionar? ¿Con qué cara los voy a mirar? ¿Qué dirán de Felipe?, pensé. No, no puedo ir a casa sabiendo que todos saben que me acuesto con un tipo, con ese tipo, como dirían ellos. Soy un cagón, no tengo los huevos para defenderlo, para decir que lo amo, que lo extraño más que a ellos, mi propia familia. De nuevo el celular. -¿Si?

—¡Boludo, dice mi vieja que te vio con Felipe en todas la revistas de chismes!

—Ya sé, Gonza, ya sé.

—Estás jodido...

—No me lo recuerdes.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé, sorry, te llamo más tarde.

Miré la hora: dos de la tarde. Felipe seguía encerrado en su cuarto, durmiendo como un oso en época de hibernación. Por un momento dudé en ir a despertarlo, debía contarle lo que estaba pasando, pero a esa altura ya tenía claro que interrumpir su sueño podía acarrear consecuencias fatales. Volvió a sonar el celular.

—¿Quién es?

—¿Martincito?

—¿Sí?

—Soy yo, tu abuela.

—Isabel, ¿qué tal?

—Decime que no es verdad...

—Discúlpame, ahora no puedo hablar.

—Pero...

—Chau.

Apagué el teléfono. Felipe se despertó de mal humor por los ruidos de mis conversaciones. Le expliqué el problema y le mostré las revistas. Me consoló, me dijo que todo iba a estar bien, que contase con él para lo que fuera, y que enfrentase a mis padres con la verdad, «no matter what». Lo abracé y lloré. Sentí su cuerpo caliente luego de diez horas de sueño, el olor de su piel. Después de almorzar manejé muerto de miedo hasta San Isidro para reunirme con papá. Cuando me vio entrar a casa, me propuso ir al bar de la esquina, para hablar más tranquilos. Una vez sentados frente a frente, yo con mi Coca-Cola y él con su taza de té, empezó el discurso. Se lo notaba nervioso, incómodo.

—Mirá, vos sos mi hijo, y para mí eso es lo más importante. Hagas lo que hagas yo siempre te voy a apoyar en lo que sea.

—Gracias —le dije emocionado.

—Yo sé que vos sos una persona seria, responsable, y por mí podés salir con quien quieras. Ahora, lo que sí me molesta, y mucho, es la mentira.

—Tenés razón.

—Te voy a ser sincero, para mí no es nada nuevo que seas homosexual —usó ese término, cosa que me pareció chocante, una situación algo surrealista viniendo de mi propio padre—. Siempre lo sospeché, y últimamente, no me preguntes por qué, me parecía que andabas en algo raro. Pero vos sabés que nunca los jodí con esos temas, nunca me metí en tus cosas ni en los asuntos de tus hermanos. Ahora, lo que sí me mató fue llamarte a la oficina y que me dijeran que no trabajabas más ahí... no entendí nada, hasta me asusté, imagínate.

—Claro, seguro, tenés razón —volví a decir.

—Me sentí decepcionado, no sé cómo explicarte... engañado. ¿Cómo pudiste inventar tantas mentiras?

—Pónete en mi lugar, ¿qué les iba a decir? No es fácil...

—Entiendo, pero de ahora en más tratemos de ser más sinceros. Cualquier cosa que hagas me la tenés que decir, con la verdad, y sabés que yo te voy a ayudar.

—Bueno, gracias.

—¿Y eso de Brown que vio tu madre en las revistas? ¿Qué hacías saliendo de un restaurante con ese tipo?

—No digas ese tipo. Estamos saliendo, ¿algún problema?

—No, yo sólo quiero que estés bien —trató de hacerse el cool, aunque su expresión demostraba todo lo contrario.

—¿Y mamá, qué dice de todo esto?

—Ya conocés a tu madre, no hace falta que te explique. Está insoportable, no entiende nada...

—Se imagina cualquier cosa...

—Se hace un mundo, dice que Brown es un droga-dicto, un pervertido, que te va a lavar la cabeza... Y empezó con que vos estás metido en drogas, que salís todas las noches, que el tema de sida...

—¡Está loca! —reaccioné.

—Entendela, sabés en qué mundo se crió, sabés que tu abuelo era un castrador incurable.

—¡Ah! Hablando de eso, hoy me llamó Isabel, indignada, no sabés, le tuve que cortar.

—Sí, ya sé, tu abuela se volvió loca, lo único que le preocupa es el escándalo familiar y religioso. Cuando tu madre y yo estábamos de novios, una vez nos pescó juntos en la ducha y empezó a gritar: «¡La Virgen llora, si ve esto la Virgen llora!».

—¡No, qué gracioso!

—A mí ya me hartaron, imagínate, ¡treinta años de casado! —dijo resignado.

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