Entretanto se despertó mi instinto de adelgazamiento. Me arrastré hacia el teléfono y con el resto de mis fuerzas marqué el número de la sucursal de vigilancia:
—Vengan ustedes rápido… rápido… de lo contrario… vamos a comer chocolate…
—¡Vamos inmediatamente! —gritó desde el otro extremo del hilo el profesor—. ¡Ya estamos en camino!
Poco después, frenaba chirriando el automóvil de los vigilantes del peso delante de nuestra casa. Irrumpieron por la puerta y tomaron por asalto la cocina, donde nos revolcábamos sobre montones de papel de plata, restos de fruta asada y crema líquida. Todavía pudieron salvar media pastilla de chocolate. Todo lo demás había encontrado el camino de nuestros estómagos y nos había hinchado hasta volvernos irreconocibles.
El profesor nos sentó sobre sus rodillas, a mí a la derecha, a la mejor de todas las esposas a la izquierda.
—No os preocupéis, hijos míos —dijo en tono paternalmente consolador—. No sois los primeros a quienes sucede tal cosa. Son ya muchos los socios nuestros que en unas pocas horas volvieron a recobrar todo el peso que habían perdido durante años. Vamos a comenzar por el principio.
—¡Pero sin colinabo! —supliqué con voz débil—. ¡Por lo que usted más quiera, sin colinabo!
—Sea, pues —decidió el profesor—, solamente lechuga verde…
Hemos abandonado las filas de los disminuidores de peso controlados. Habíamos fracasado estrepitosamente.
A veces tengo, de perfil, un aspecto algo fofo, y la mejor de todas las esposas presenta en algunos puntos de su cuerpo nuevamente ciertos redondeamientos. Bueno, ¿y qué? Como es sabido, las personas bien alimentadas tienen mejor carácter, son amables, generosas y propenden a las alegrías de la vida, en suma, sacan mejor partido de la vida. Lo que no tienen es colinabo y col fermentada. Pero saben resignarse.
«L
OS milagros duran una semana como máximo», se dice en el libro del Génesis. ¡Qué cierto es!
Tomemos como ejemplo la televisión. Durante las primeras semanas estábamos completamente fascinados por ella y nos pasábamos todas las noches sentados delante del aparato recién adquirido, hasta que la última estación de prueba en el último rincón del Próximo Oriente terminaba su programa. Todavía lo hacemos, pero en cuanto a estar «fascinados» ni hablar. En realidad, utilizamos el aparato sólo porque nuestra casa se encuentra en una colina aislada y ello significa buena recepción por todos lados.
También nuestro hijo Amir ha caído víctima de esta variedad del progreso técnico. Nos oprime el corazón observar cómo mira fijamente, fascinado, la pequeña pantalla, incluso cuando por espacio de una hora no ofrecen más que «Pausa» o «La televisión israelí». Cualquier alusión que se le haga a su absurdo comportamiento la rechaza con un airado movimiento de su mano y un enérgico «¡psst!». Ahora bien, no es conveniente que un niño pequeño esté todos los días, hasta la media noche, sentado ante el televisor y la mañana siguiente tenga que ir arrastrándose a gatas al jardín de infancia. Y las preocupaciones que nos causaba se han visto aún grandemente incrementadas desde que la emisora de Chipre inició su instructiva serie de «Las aventuras de Ángel» y enseña con hermosa regularidad la forma de cometer un asesinato. Desde entonces, la habitación de Amir tiene que estar con la luz encendida, porque de lo contrario, no puede dormir a causa del miedo. Por otro lado, tampoco puede dormirse con la luz encendida, pero al menos cierra los ojos, sólo para abrirlos enseguida desorbitadamente, porque tiene miedo de que precisamente ahora pudiera aparecer el perfecto asesino.
—¡Basta! —decidió una noche con desacostumbrada energía la mejor de todas las esposas—. Son las ocho. ¡A la cama se ha dicho!
El deseo disfrazado de orden de aquel corazón maternal no fue satisfecho. Amir, que es un maestro de la táctica de la dilación, inventó una nueva combinación de silencio obstinado y de insoportables berridos.
—¡No quiero ir a la cama! —chillaba—. ¡Quiero ver la tele! ¡Quiero ver la tele!
Su madre trataba de convencerle de que era ya demasiado tarde. En vano.
—¿Y tú? ¿Y papá? ¿Para vosotros no es demasiado tarde?
—Nosotros somos mayores.
—¡Entonces id a trabajar!
—¡Primero ve tú a dormir!
—Iré a dormir cuando vosotros vayáis también.
Entonces me pareció que había llegado el momento de intercalar en la conversación la autoridad paterna:
—Tal vez tengas razón, hijo mío. Ahora nos iremos todos a dormir.
Apagué el televisor y junto con mi mujer organizamos una exhibición de bostezos. Luego nos dirigimos los tres a nuestras camas. Naturalmente, no habíamos olvidado que El Cairo emitía a la 8:15 una comedia francesa. Volvimos caminando de puntillas a la habitación de la televisión y conectamos de nuevo con cuidado el aparato.
Pocos segundos después, Amir proyectaba su sombre sobre la pantalla.
—¡Ah! —gritó con una cólera no del todo injustificada—. ¡Me habéis engañado!
—Papá no engaña nunca —le ilustró su madre—. Sólo queríamos comprobar si habíamos apagado bien el televisor. Y ahora nos vamos enseguida a dormir. Buenas noches.
Así fue. Enseguida nos quedamos dormidos.
—Ephraím —susurró al cabo de unos pocos minutos mi mujer, despertándome—. Creo que ya podemos ir…
—Calla —le susurré a mi vez, muerto de sueño—. Ya viene.
Con los ojos medio abiertos había visto en la oscuridad la figura de nuestro hijo, que, evidentemente con fines de control, se acercaba a tientas a nuestra habitación.
Yo me puse a roncar sonoramente, y él, al comprobar con satisfacción que yo estaba durmiendo, volvió a acostarse para entregarse al temor que le inspiraba el perfecto asesino. Para mayor seguridad, dejamos transcurrir todavía algunos minutos antes de ponernos de nuevo en camino sigilosamente hacia la pantalla del televisor.
—Quita el sonido —me susurró mi mujer.
Fue un consejo excelente. En la televisión, y de ahí viene el nombre, lo que interesa es lo que se ve, no lo que se oye. Y cuando se trata de una pieza de teatro, es posible seguir con un poco de esfuerzo el texto fijándose en los labios de los actores. Sin embargo, a la imagen se le puede dar toda la intensidad que se quiera. Para este fin hizo girar mi mujer el botón correspondiente, más exactamente: el botón que ella creía que era el correspondiente. No lo era. Lo reconocimos por el hecho de que en el instante siguiente se oyó el sonido espantosamente en toda su potencia.
Y ya tenemos aquí a amir que ha llegado corriendo.
—¡Mentirosos! ¡Más que mentirosos! ¡Malos! ¡Malvados mentirosos!
Y su llanto era más potente que la emisora de El Cairo.
Dado que nuestra autoridad había quedado socavada sin remedio por aquella noche, amir no sólo permaneció con nosotros durante los tres actos de la comedia, sino que disfrutó también, con suaves sollozos, de las exhibiciones de dos danzarinas del vientre procedentes de Ammán.
La mañana siguiente, en el jardín de infancia, estuvo durmiendo durante la clase de canto. La encargada del jardín nos recomendó por teléfono que lo llevásemos inmediatamente a un hospital, porque posiblemente lo había picado una mosca tse-tsé. Sin embargo, nosotros nos contentamos con llevárnoslo a casa.
—Ahora sólo nos resta hacer una cosa —dijo mi mujer, suspirando mientras regresábamos.
—¿Cuál?
—Vender el aparato.
—¡No lo vendáis, no lo vendáis! —pedía Amir con voz lastimera.
No lo vendimos, naturalmente. Sólo lo apagábamos puntualmente a las ocho de la noche, cumplíamos con el procedimiento reglamentario de la limpieza de los dientes y de igual modo nos dejábamos caer en la cama. Debajo de mi almohada se encontraba el despertador puesto a las nueve y media.
La treta dio buen resultado. En sus dos visitas de control, Amir no pudo descubrir nada sospechoso, y cuando el despertador dejó oír a las nueve y media su sonido amortiguado, sacamos sigilosa y prudentemente las consecuencias previstas. El ruido sordo que dio al traste con nuestro cuidad se debía a que mi mujer se había dado un golpe en la cabeza con la puerta. Yo la ayudé a levantarse.
—¿Qué sucede?
—Nos ha encerrado.
Un niño con talento, justo es decirlo, aunque con un talento distinto del de Frank Sinatra, cuya última película estaba emitiendo, desde hacía cinco minutos, la emisora de Chipre.
—Espera aquí, cariño. Voy a intentarlo desde fuera.
Por la ventana abierta salté al jardín, trepé como un gato al balcón del primer piso, hice pasar la mano por la reja, abrí la puerta, tropecé en el parterre y liberé a mi mujer. A los veinte minutos escasos estábamos sentados ante la pantalla. Sin sonido, pero felizmente.
En la zona de Amir reinaba un silencio completo, casi sospechoso.
En la pantalla, Frank Sinatra cantaba una canción muda con subtítulos en griego.
Y de repente…
—¡Atención, Ephraím! —pudo susurrarme aún mi mujer mientras apagaba el televisor y de un salto se escondía detrás del sofá-cama.
Yo, por mi parte, me deslicé debajo de la mesa, desde donde vi cómo Amir, provisto de un largo bastón, avanzaba a tientas por el pasillo. Se detuvo delante de nuestro dormitorio, y olfateando como un sabueso, miraba por el ojo de la cerradura.
—¡Eh! —gritaba—. ¡Eh, ahí dentro! ¿Estáis durmiendo?
Al no obtener respuesta, retrocedió, pero hacia la habitación de la televisión. Aquello era el fin. Encendí la luz lo y recibí con fuertes risas.
—¡Ja, ja, ja! —reía yo.
Y otra vez:
—¡Ja, ja, ja! Ahora eres
tú
el que ha caído en la trampa, ¿verdad, hijo mío?
Los detalles carecen de importancia. Sus puñetazos no me hacían daño, los arañazos un poco más. Lo desagradable era que se oyese todo en las casas de los vecinos. Entonces fue Amir a buscar la ropa de su cama y la colocó delante del televisor.
En cierto modo, podíamos comprenderlo. Lo habíamos decepcionado profundamente, le habíamos hecho perder la fe en sus padres. En realidad éramos los culpables. Desde entonces nos llama «papá mentiroso» y «mamá embustera» y acampa delante del televisor hasta que despunta la aurora. En las primeras noches, yo fui a ver aún unas cuantas veces si miraba la tele sin nosotros, pero dormía el sueño de los justos a medias. Dejamos que hiciese lo que quisiera. Ni siquiera intentamos hacer que volviera a la cama. ¿Por qué? ¿Qué hacía de malo? ¿Acaso sería mejor que cazara moscas o molestara a los gatos? Si quiere mirar la tele, que la mire. Mañana venderemos el dichoso aparato, después de todo. Y compraremos uno nuevo.
L
A mejor de todas las esposas me informó un día de que necesitábamos una nueva máquina lavadora, porque la vieja, evidentemente bajo la influencia del clima, se había dado de baja en el servicio. El invierno estaba en puertas, y esto significaba que la máquina lavadora tendría que lavar cada pieza al menos tres veces, porque todo intento de secarla tendiéndola al aire libre fracasaba por culpa de los chaparrones que caían enseguida. Y como quiera que este año el invierno prometía ser especialmente lluvioso, era evidente que sólo una máquina lavadora nueva, robusta y ansiosa de vivir podría hacerle frente.
—Anda, querida —le dije a la mejor de todas las esposas—, ve a comprar una máquina lavadora. Pero realmente sólo una y que sea de producción nacional. Lo más nacional posible.
La mejor de todas las esposas es al propio tiempo una de las mejores compradoras que conozco. El día siguiente ya estaba en un cuarto contiguo a nuestra cocina, zumbando alegremente, una lavadora originariamente hebraica con su armadura reluciente, un largo cordón y un folleto con extensas explicaciones. Era un amor al primer lavado. El eslogan de reclamo no había mentido. Nuestra lavadorcita mágica lo hacía todo ella misma. Enjabonaba, lavaba y secaba. Casi como un ser con razón humana.
Y precisamente de esto es de lo que trata la siguiente historia.
En el mediodía del segundo día, la mejor de todas las esposas entró en mi gabinete de trabajo sin llamar a la puerta, lo que es siempre mala señal. Y dijo:
—Ephraím, nuestra máquina lavadora camina.
La seguí a la cocina. Efectivamente: el aparato estaba ocupado en aquellos momentos en revolver la ropa y, mediante el movimiento de rotación producido, abandonaba el cuarto. Pudimos detener la máquina cuando se disponía a cruzar el umbral de la cocina y apretando el botón rojo de alarma la paramos del todo y procedimos a deliberar sobre el asunto.
Resultó que la máquina sólo cambiaba su posición cuando la caja del tambor del dispositivo de secado iniciaba su actividad rotatoria inverosímilmente rápida. Entonces se producía al principio un temblor por todo el cuerpo de lavado e inmediatamente después, como impulsado por una fuerza misteriosa, comenzaba a avanzar dando saltitos.
Bueno. ¿Por qué no? Nuestra casa, después de todo, no es una cárcel, y si la maquinita quiere andar, que ande.
En una de las noches siguientes nos despertó el ruido estridente de metal atormentado que venía de la cocina. Salimos corriendo de la habitación. El triciclo de nuestro hijito Amir yacía destrozado debajo de la máquina, que giraba a un ritmo loco sobre su propio eje. Amir, por su parte, lloraba y gritaba fuertemente y con sus pequeños puños golpeaba a la infame triciclicida:
—¡Toma,
Jonathan
, malo, más que malo!
Debo añadir a modo de nota aclaratoria que
Jonathan
era el nombre que le habíamos dado a nuestra maquinita a causa de su inteligencia casi humana.
—Ahora ya está bien —explicó la dueña de la casa—. Voy a atar a
Jonathan
.
Y lo ató con una cuerda que enseguida fue a buscar y cuyo otro extremo sujetó en el grifo del agua. Todo esto me causaba una mala impresión, pero me guardé muy bien de decir nada.
Jonathan
pertenecía a la esfera de influencia de mi mujer y yo no podía discutirle el derecho de atarlo.
Sin embargo, debo confesar que sentí cierta satisfacción cuando, la mañana siguiente, vimos que
Jonathan
se encontraba junto a la pared opuesta. Evidentemente había empleado todas sus energías, porque la cuerda estaba rota.
Su superiora volvió a atarlo, rechinando de dientes, esta vez con una cuerda más larga y más gruesa, cuyo extremo hizo pasar alrededor del depósito de agua caliente.