Mi familia al derecho y al revés (16 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Seligson me prometió solucionar definitivamente aquel malentendido. Para mayor seguridad, envió en mi presencia un telegrama a Jerusalén en el que decía que no se ocupasen más de aquel asunto, del cual asumía él la responsabilidad.

Le di las gracias por tan noble gesto y volví a casa con excelente humor.

El lunes por la mañana se nos llevaron el frigorífico. Tres fornidos embaladores de muebles oficiales exhibieron una orden de embargo firmado por S. Seligson, pusieron sus pecadoras manos en aquel objeto utilitario imprescindible en nuestro clima, y se lo llevaron. Yo saltaba y revoloteaba a su alrededor como un pavo asustado:

—¿Soy yo un río? —decía con voz lastimera—. ¿Tengo un puerto? ¿Por qué me tratan como un río? ¿Acaso un río puede hablar? ¿Puede un río dar saltitos?

Aquellos tres Hércules no me hicieron el menor caso. Poseían una orden oficial y tenían que cumplirla.

En la Delegación de Hacienda me encontré con un Seligson completamente abatido. Acababa de recibir de Jerusalén un primer aviso referente a su deuda de impuestos de 20.012,11 libras israelíes por mis reparaciones.

—La computadora —me explicó con voz entrecortada— ha analizado equivocadamente las palabras «bajo mi responsabilidad». Me ha puesto usted en una situación muy desagradable, señor Kishon, perdone que se lo diga.

Le recomendé que considerase el comunicado como inexistente, pero buena la hice con tal recomendación. Seligson me gritó, casi al borde de la histeria:

—¡Cuando la computadora tiene a alguien en sus garras, ya no lo suelta! —y se mesaba los cabellos—. Hace dos meses, el jefe de protocolo de la comisión ejecutiva parlamentaria recibió de la computadora la orden de ejecutar a su suplente. Sólo mediante la intervención personal del ministro de Justicia pudo salvarse el pobre hombre en el último momento. Toda atención es poca…

Sugerí llamar un taxi e ir a Jerusalén donde hablaríamos con la computadora, en cierto modo, cara a cara. Seligson rechazó la idea:

—No lo permite. Está demasiado ocupada. Últimamente se la utiliza incluso para pronosticar el tiempo. Y para análisis de sueños.

Sin embargo, con mis insistentes ruegos logré convencer a Seligson para que avisara al administrador del almacén de Jaffa para que de momento no vendiesen mi frigorífico.

Por un «balance intermedio referente al pago de los impuestos adeudados» que recibí al final de la semana, supe que mi frigorífico había sido vendido en pública subasta al precio de 19, —libras israelíes y que mi deuda todavía ascendía a sólo 19.993, 11 libras israelíes, que tenía que pagar en el plazo de siete días. En el caso de que entretanto…

Esta vez tuve que esperar en el despacho de Seligson una hora entera hasta que llegó jadeante. Había estado con su abogado todo el día recorriendo Tel Aviv de un lado a otro, había puesto su frigorífico a nombre de su mujer y me juró que nunca más intervendría a favor de nadie, y menos a favor de un río.

—¿Y qué va a ser de mí? —le pregunté.

—No tengo la menor idea —respondió Seligson—. A veces ocurre que la computadora se olvide de una de sus víctimas. Pero muy raramente.

Repuse que no creía en milagros y que deseaba arreglar todo aquel asunto enseguida y de una manera definitiva.

Después de un breve y tormentoso intercambio de ideas, llegamos a un acuerdo, en virtud del cual yo pagaría los gastos de las reparaciones efectuadas en mi puerto en doce plazos mensuales. El documento, provisto de mi firma y de la de Seligson, fue enviado enseguida a Jerusalén para salvar lo que aún pudiera salvarse de mis bienes muebles.

—En realidad no puedo hacer más por usted —se disculpó Seligson—. Quizá con los años la computadora se vuelva más razonable.

—Esperémoslo —dije yo.

Ayer me llegó el primer cheque por valor de 1.666,05 libras israelíes, extendido por el Ministerio de Finanzas y acompañado de un comunicado de Seligson en el que éste me decía que se trataba del primer plazo mensual del total de 19.993,11 libras israelíes que me habían sido abonadas por la Caja de Recaudaciones.

Al darle a la mejor de todas las esposas la alegre noticia de que en lo sucesivo no tendríamos problemas económicos, me respondió con la irritante observación de que era una vergüenza que se nos engañara en cuanto a los intereses, ya que en otras partes daban el seis por ciento.

El futuro es de las computadoras. En el caso de que ustedes ya se hubieran dado cuenta de ello, consideren este comunicado como inexistente.

VINE, VI Y NO PUDE VENCER

D
E un viaje al extranjero le traje a mi hijo Amir un futbolín de mesa, juguete muy bien ideado y magníficamente construido, parecido a las mesas de juego iluminadas alrededor de las cuales se concentran en nuestras cafeterías de la playa los jóvenes melenudos. La mesa futbolín consta de un campo de juego pintado de color verde claro con una puerta a cada extremo y cierto número de travesaños en los que por ambos lados están sujetas el mismo número de figuras de jugadores verdes y rojas. En los dos extremos de cada travesaño se encuentra un pomo, y al hacer girar este pomo pueden moverse de tal manera que las figuras de los jugadores empujen hacia la puerta contraria una pequeña pelota de madera y a ser posible la introduzcan dentro de la puerta. Es un juego fascinante, muy adecuado para despertar, cuidar y fomentar en un niño e incluso en un adulto el espíritu de noble competición, en suma, para educar al que juega con él en la virtud de la verdadera deportividad. O al menos esto es lo que dice el prospecto.

A Amir le encantó enseguida este juego. Al principio me daba la impresión de cierta falta de práctica, pero pronto comprobé que el niño no poseía aptitud alguna para el minifútbol. ¡Qué le vamos a hacer! Dibuja muy bien y tiene una gran facilidad para el cálculo mental, de modo que no importa mucho si no dispone de una destreza manual especialmente desarrollada. No es que sea incapaz de mover los pomos de los travesaños. Moverlos, sí los mueve. Sólo que la pelita casi nunca le va en dirección a la puerta contraria. Esto no me preocupa excesivamente. El niño es muy inteligente y vivaracho.

Lo que más se le ha desarrollado es la ambición. Amir siempre quiere ganar. Cada vez que pierde en el futbolín, jugando con uno de sus compañeros de clase, la cara se le pone tan roja como los cabellos y gruesos lagrimones resbalan por sus mejillas. Además, para completar la desgracia, es un apasionado jugador de futbolín. No sueña con nada más que con este juego, y naturalmente, sueña que gana. Incluso ha puesto nombres a los muñecos de madera que forman su equipo. Todos los delanteros se llaman Pelé, el portero, Jaschin, y todos los restantes llevan el nombre de Bloch, que es el nombre del mejor jugador de fútbol de su clase.

Debido a las numerosas derrotas que ha tenido que sufrir jugando contra los niños de su edad, últimamente Amir sólo quiere jugar conmigo. Me dirige mudas miradas, como si me dijera:» ¡Pierde, papá! ¡Pierde, por favor!».

Debo reconocer que considero poco noble su comportamiento. ¿Por qué tengo que perder? También yo prefiero ganar, como cualquier persona normal. Si quiere ganar, que juegue mejor. Cuando yo tenía su edad, coleccionaba mariposas y era capaz de desmontar cualquier reloj despertador.

Intenté explicarle de una manera lógica mi posición:

—Fíjate, Amir. Yo soy grande y tú eres pequeño, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Qué pensarías de un papá que se dejase derrotar por su hijo pequeño? ¿Valdría algo ante tus ojos un padre así?

—No.

—¿Por qué haces, entonces, tantas escenas, cuando pierdes?

—Porque quiero ganar.

Y comenzó a sollozar.

Entonces intervino su madre:

—Por Dios, déjale ganar alguna vez —me dijo en voz baja—. Debes respetar el aprecio que siente por sí mismo. Quién sabe los daños psíquicos que le infliges, ganando siempre tú…

Yo decidí hacer un esfuerzo sobrehumano con objeto de aumentar el aprecio que el niño sentía por sí mismo. Cada vez que uno de sus Pelés impulsaba la pelota hacia mi puerta, yo apartaba cortésmente mi portero para que mi pobre y maltratado niño tuviera la ocasión de por lo menos meterme un gol. Pero ni por ésas. El niño sabe mucho de cálculo mental, pero nunca será capaz de hacer pasar por una puerta una pelota de madera.

En vista de tanta incapacidad, opté por la solución desesperada de hacerme un gol yo mismo. Hice girar la manivela de mi delantero centro… la pelota saltó hacia el travesaño… rebotó… y lenta e inconteniblemente entró rodando en la puerta de Amir.

La consecuencia de ello fue un nuevo llanto, seguido de una desenfrenada explosión de rabia. Aquel niño fácilmente irritable agarró el futbolín, lo arrojó al suelo junto con todos sus travesaños, jugadores y pelota de madera.

—¡Tú no quieres dejarme ganar! —rugió el nene—. ¡Lo haces adrede!

Yo recogí el asolado campo de juego y lo instalé con cuidado encima de la mesa. Al hacerlo me di cuenta de que tres de mis jugadores habían perdido la cabeza y eran sólo la mitad de grandes que antes.

—Ahora me has roto el equipo —le dije—. ¿Cómo puedo seguir jugando con estos delanteros? No se tienen derechos y no pueden empujar la pelota.

—No importa —replicó el hijo de mi propia sangre sin inmutarse—. Sigamos jugando a pesar de ello.

Y, efectivamente, apenas habíamos reanudado el partido, cuando Amir comenzó a llevarme ventaja. Yo ya podía mover mis abreviados jugadores, éstos estaban condenados al papel de meros comparsas. En cambio, por el lado de Amir la pelota iba de Bloch a Pelé, de Pelé I a Pelé II sin nada que se lo impidiera, y finalmente (yo, para mayor seguridad, levanté un poco un extremo de la mesa) la pelota vino a parar a mi puerta.

—¡Bravo! —exclamó triunfante Amir—. ¡Gol! ¡Gol! ¡Uno a cero a mi favor! ¡Te he vencido! ¡Bravo! ¡Yo soy el vencedor…!

El día siguiente, todos mis jugadores estaban sin cabeza. Yo los había decapitado. Para elevar la confianza de mi hijo en sí mismo, nada me resulta demasiado caro.

CLEPTO-FILATELIA

H
ACE aproximadamente una semana que comenzó a llamarme la atención el hecho de que ya no recibiera ninguna carta. Ayer descubrí por casualidad el motivo de ello. Cuando salía de casa a una hora no acostumbrada, vi cómo un pescador menor de edad, el hijo de la familia Ziegler, que vive en la casa de al lado, con dos de sus tiernos dedos sacaba por la ranura de mi buzón tres o cuatro cartas a la vez. Al verme, emprendió la huida.

Me encaminé directa y furiosamente a la casa del señor Ziegler, que en aquel momento se encontraba ya en el umbral.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—¡Señor mío! —le dije—. ¡Su hijo me roba las cartas!

—Él no roba ninguna carta. Colecciona sellos.

—¿Cómo dice?

—Óigame —dijo el señor Ziegler—. Hace treinta y tres años que con la ayuda de Dios vivo en este país y he hecho algunas cosas, de las cuales están enteradas sólo muy pocas personas, entre ellas algunos ministros. Hablo por experiencia. Y le digo a usted que hoy día no vale la pena recibir cartas.

—¿Y si por casualidad se trata de una carta importante?

—¿Importante? ¿Qué es lo que es importante? ¿Es importante la declaración de la renta? ¿Es importante una citación judicial? ¿Es importante lo que le escriben a usted sus parientes americanos? Créame, no hay ninguna carta importante.

—Disculpe usted, pero…

—Mi hermano era entrenador de kárate en el Ejército y de pronto recibió una carta con la noticia de que tenía que trasladarse a Zanzíbar en calidad de ministro plenipotenciario. Se gastó una fortuna en renovar su guardarropa y leyó un montón de libros para informarse acerca de su nueva esfera de acción. Al cabo de una semana se descubrió que se trataba de un error y ahora mi hermano está trabajando en el «Zanzi-Bar». Para que sepa usted lo que es una carta importante, caballero.

—Importante o no, yo querría leer las cartas que se me envían. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Intentaré persuadir a mi hijo para que sólo retenga los sobres y le devuelva a usted las cartas más importantes.

—Muchísimas gracias. ¿Puedo darle a su señor hijo una llave de mi buzón?

—¿Para qué? El chaval debe aprender la manera de coleccionar sellos.

Con lo que quedó inaugurado oficialmente el servicio privado filatélico entre Ziegler junior y yo.

Suplico, pues, a todos mis corresponsales, sobre todo los extranjeros, que franqueen sus cartas con sellos especialmente bellos, ya que entonces tienen una probabilidad mayor de llegar a mis manos.

CRIADO A BASE DE CACAO

A
MIR, nuestro pelirrojo tirano, no quiere comer y nunca se ha distinguido por su apetito. Cuando mastica algo lo que mastica es el chupete.

Unas madres experimentadas nos aconsejaron que le hiciéramos pasar hambre, es decir, que no debíamos darle nada de comer hasta que él, arrepentido, se arrastrara a gatas hacia nosotros. Así, pues, estuvimos algunos días sin darle nada de comer, y se puso efectivamente tan débil, que fuimos nosotros los que tuvimos que arrastrarnos a gatas hacia él para obligarle a que comiera algo.

Finalmente lo llevamos a uno de nuestros principales especialistas, una eminencia en el campo de la alimentación de los niños pequeños. El profesor de fama internacional lanzó una rápida mirada a Amir y, antes de que nosotros hubiésemos pronunciado una sílaba, preguntó:

—¿No come?

—No.

—Ni tampoco comerá.

Tras un breve examen, el experto especialista confirmó que se trataba de un caso totalmente difícil. El estómago de Amir tenía la capacidad de recepción del de un pajarillo. La capacidad de recepción financiera del profesor era muchísimo mayor. Y la satisficimos.

Desde entonces intentamos varias veces al día obligar a Amir a comer por la fuerza, de acuerdo con el espíritu de aquella frase bíblica que dice: «Comerás el pan con el sudor de tu frente».

Debo reconocer, sin embargo, que ni yo mismo ni la mejor de todas las esposas tenemos la paciencia necesaria para esta actividad.

Afortunadamente, mi suegro se ha encargado del asunto y ha puesto todo su empeño en lograr que Amir tome alimento. Le cuenta fantásticas historias que hacen que Amir abra la boca asombrado, olvidándose de que no quiere comer. Una idea genial, pero que, por desgracia, no constituye una solución duradera.

Uno de los problemas principales atiende al nombre de «cacao». Esta bebida, nutritiva y rica en vitaminas e hidratos de carbonos, es imprescindible para el desarrollo físico de Amir. Por esto el abuelito se encierra por la noche con Amir en el cuarto de los niños y cuando, al cabo de algunas horas, vuelve a salir, agotado y tembloroso, puede anunciar con orgullo:

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