Mi planta de naranja-lima (16 page)

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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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—Sobre mí. Yo escuché. Desde el coche lo oí todo.

—¿Y qué escuchaste?

—Que me quieres mucho.

—Claro que te quiero. ¿Entonces?

Me di vuelta sin libertarme de sus brazos. Miré sus ojos semicerrados. Su rostro, así, quedaba más gordo y más parecido al de un rey.

—No, quiero saber a fondo si me quieres.

—Claro que sí, bobito. ¡Y me apretó más para probar lo que había dicho.

—Estuve pensando seriamente. Tú tienes solo a esa hija que vive en “El Encantado”, ¿no?

—Así es.

—Vives solo en aquella casa con dos jaulas de pajaritos, ¿verdad?

—Así es.

—Dijiste que no tenías nietos, ¿no?

—Así es.

—¿Y dices que me quieres?

—Así es.

—Entonces ¿por qué no vas a casa y le pides a papá que me regale a ti?

Quedó tan emocionado que se sentó y me tomó la cara con las dos manos.

—¿Te gustaría ser mi hijito?

—Uno no puede elegir al padre antes de nacer. Pero si hubiese podido hacerlo te hubiera elegido a ti.

—¿De veras, muchacho?

—Te lo puedo jurar. Además, sería una persona menos para comer. Te prometo que no hablo ni digo más palabrotas, ni siquiera “traste”. Te lustro los zapatos, cuido de tus pajaritos en la jaula. Me vuelvo totalmente bueno. No va a haber mejor alumno en la escuela. Hago todo, todo bien.

No sabía qué contestar.

—En casa todo el mundo se muere de alegría si pueden darme. Va a ser un alivio. Tengo una hermana, entre Gloria y Antonio, que fue dada en el Norte. Fue a vivir con una prima que es rica para poder estudiar y aprender a ser gente…

El silencio continuaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Y si no me quieren dar, tú me compras. Papá está sin ningún dinero. Seguro que me vende. Si pide muy caro puedes comprarme a crédito, así como hace don Jacobo cuando vende…

Como no respondiera, volví a mi antigua posición y él también.

—Sabes, Portuga, si no me quieres no importa. No quería hacerte llorar…

Acarició muy lentamente mi pelo.

—No se trata de eso, hijo mío. No es eso. La gente no resuelve así la vida, con una sola maniobra. Pero te voy a proponer una cosa. No podré sacarte del lado de tus padres ni de tu casa, aunque me gustaría mucho poder hacerlo. Eso no está bien. Pero de ahora en adelante yo, que te quería como a un hijo, voy a tratarte como si realmente lo fueras. Me erguí, exultante.

—¿Verdad, Portuga?

—Hasta puedo jurar, como tú dices siempre.

Hice una cosa que raramente hacía o me gustaba hacer con mis familiares. Besé su rostro gordo y bondadoso…

Capítulo 6

De pedazos y pedazos se forma la ternura

—¿No hablabas con ninguno de ellos, ni podías montar a caballo, Portuga?

—Con ninguno.

—Pero ¿no eras un niño, entonces?

—Sí. Pero no todos los chicos tienen la felicidad que tú tienes, de entenderte con los árboles. Además, no a todos los árboles les gusta hablar.

Se rió afectuosamente y prosiguió:

—Tampoco se trataba de árboles, sino de parras, y antes de que me preguntes qué son, te voy a explicar: Parras son los árboles de las uvas. De donde nacen las uvas. Son gruesas trepadoras. ¡Qué bonito es cuando llegan las vendimias (él explicó cómo eran) y el vino que se hace en el lagar (nueva explicación)!…

Por la manera en que iban ocurriendo las cosas, sabía explicar con gran sabiduría. Tan bien como tío Edmundo.

—Cuenta más.

—¿Te gusta?

—Mucho. ¡Si yo pudiera conversar contigo ochocientos cincuenta y dos mil kilómetros sin parar!

—¿Y la gasolina para tamaño recorrido?

—Sería la de gastos diarios.

Entonces contó cosas del “capin”
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que se trasforma en heno en el invierno, y de la fabricación de los quesos. Es decir, quesos no, “queisos”, porque él cambiaba mucho la música de las palabras, aunque yo pensaba que les daba mayor musicalidad.

Dejó de contar y lanzó un gran suspiro…

—Me gustaría volver allá muy pronto. Tal vez para esperar calmosamente mi vejez, en un lugar de paz y encantamiento. Folhadela, cerquita de Monreal, en mi más bello lugar tramontano.

Solamente entonces me di cuenta de que Portuga era mayor que papá, aunque su cara gorda estuviese menos arrugada, brillando siempre. Una cosa rara pasó dentro de mí.

—¿Estás hablando en serio?

Entonces se dio cuenta de mi turbación.

—Tontito, eso va a tardar mucho. Tal vez nunca suceda en mi vida.

—¿Y yo? Con lo que me costó que fueses como quería.

Mis ojos estaban cobardemente llenos de lágrimas.

—Pero tú debes admitir que a veces la gente también tiene el derecho de soñar.

—Es que no me pusiste en tu sueño.

Sonrió, encantado.

—En todos mis sueños, Portuga, te pongo. Cuando salgo por las verdes campiñas, con Tom Mix y Fred Thompson, alquilé una diligencia para que viajes en ella y no te canses mucho. Vas a todos los rincones a los que voy yo. De vez en cuando, en la clase, miro hacia la puerta y pienso que llegas y me saludas con la mano…

—¡Santo Dios! Nunca vi una almita tan sedienta de ternura como tú. Pero no debías apegarte tanto a mí, ¿sabes?

Y eso era lo que le estaba contando a Minguito. Minguito era peor que yo para charlar.

—Pero la verdad, Xururuca, es que después que él apareció en mi vida mi padre quedó convertido en una lechuza. Todo lo que hago él encuentra que está bien. Pero lo encuentra así, de un modo diferente. No es como otros, que dicen: “Ese chico va a ir lejos”. ¡Ay, muy lejos, pero nunca salgo de Bangú!

Miré a Minguito con ternura. Ahora que había descubierto lo que era ternura, la ponía en todo lo que me gustaba.

—Mira, Minguito, quiero tener doce hijos y otros doce. ¿Entiendes? Los primeros serán todos chicos y nunca van a recibir palizas. Los otros doce van a hacerse hombres. Y les voy a preguntar: “¿Qué quieres ser, hijo? ¿Leñador? Entonces, listo: aquí están el hacha y la camisa a cuadros. ¿Quieres ser domador de circo? Listo: aquí están el látigo y el uniforme…”.

—Y en Navidad, ¿cómo vas a hacer con tantas criaturas?

¡También Minguito tenía cada cosa! Interrumpir en un momento así…

—En Navidad voy a tener mucho dinero. Comprare un camión de castañas y avellanas. Nueces, higos y pasas. Y tantos juguetes que hasta ellos van a tener que prestárselos a los vecinos pobres… Y voy a tener mucho dinero, porque de ahora en adelante quiero ser rico, muy rico y además voy a ganar en la lotería.

Miré desafiante a Minguito y reprobé su interrupción.

—Y déjame terminar de contar lo que falta, que todavía hay muchos hijos. “Bien, hijo, ¿quieres ser vaquero? Aquí están la silla y el lazo. ¿Quieres ser maquinista del Mangaratiba? Aquí están la gorra y el pito…”

—¿Para qué el pito, Zezé? Vas a terminar loquito de tanto hablar solo.

Totoca había llegado y se sentó cerca de mí. Examinó con una sonrisa amistosa mi plantita de naranja-lima, llena de lazos y de tapitas de cerveza. Algo estaba queriendo.

—Zezé, ¿quieres prestarme cuatrocientos réis?

—No.

—Pero los tienes, ¿no es cierto?

—Sí que los tengo.

—¿Y me dices que no me los prestas, sin siquiera saber para qué los quiero?

—Necesito hacerme muy rico para poder viajar allá, detrás de los montes.

—¿Qué locura es ésa?

—No te la voy a contar.

—Pues trágatela,

—Me la trago y no te presto los cuatrocientos réis.

—Eres muy hábil, tienes puntería. Mañana juegas y ganas más bolitas para vender. En un momento recuperas los cuatrocientos réis.

—Aun así no te presto nada, y no vengas a pelear que estoy portándome bien, sin meterme con nadie.

—No quiero pelear. Pero eres el hermano que más quiero. Y de pronto te trasformaste en un monstruo sin corazón…

—No soy un monstruo. Ahora soy un troglodita sin corazón.

—¿Qué cosa eres?

—Troglodita. Tío Edmundo me mostró un retrato en la revista. Tenía un mameluco peludo con una porra en la mano. Pues bien, troglodita era la gente que vivía al comienzo del mundo, en unas cavernas de Ne… Ne… Ne no sé qué. No conseguí retener el nombre porque era extranjero y muy difícil…

—Tío Edmundo no debiera meterte tantos gusanos en la cabeza. Bueno, ¿me los prestas?

—No sé si tengo…

—¡Caramba, Zezé, cuántas veces salimos a lustrar y porque no hiciste nada yo divido mis ganancias! ¡Cuántas veces estás cansado y te traigo tu caja de lustrador!…

Era verdad. Totoca pocas veces era malo conmigo. Yo sabía que al final le haría el préstamo.

—Si me los prestas te cuento dos cosas maravillosas.

Quedé en silencio.

—Te digo que tu planta de naranja-lima es mucho más linda que mi tamarindo.

—¿De veras dices eso?

Metí la mano en el bolsillo y sacudí las monedas.

—¿Y las otras dos cosas?

—Que nuestra miseria se va a acabar; papá encontró un empleo de gerente en la fábrica de Santo Aleixo. Vamos a ser ricos de nuevo. ¡Caramba! ¿No te pones contento?

—Sí, por papá. Pero no quiero salir de Bangú. Voy a quedarme a vivir con Dindinha. De aquí saldré solamente para ir detrás de los montes.

—¿Prefieres quedarte con Dindinha y tomar purgante todos los meses, antes que venir con nosotros?

—Sí, lo prefiero. Nunca vas a saber por qué… ¿Y la otra cosa?

—No puedo hablar aquí. Hay “alguien” que no debe escuchar.

Salimos y nos fuimos hacia el baño. Y también allí habló en voz baja.

—Tengo que avisarte, Zezé. Para que te vayas acostumbrando. La municipalidad va a ensanchar las calles. Va a rellenar todos los zanjones y avanzar hacia el interior de todas las quintas.

—¿Y qué hay con eso?

—¿Cómo, tú que eres tan inteligente no entendiste? Al agrandar las calles va a derribar todo lo que está allí.

E indicó el lugar donde se hallaba mi planta de naranja-lima. Hice un gesto de llanto.

—Estás mintiéndome, ¿verdad, Totoca?

—No, es la pura verdad. ¿Pero eres o no eres un hombre?

—Sí, lo soy.

Pero las lágrimas bajaban cobardemente por mi cara. Me abracé a su barriga, implorando.

—Tú vas a estar de mi lado, ¿verdad, Totoca? Voy a juntar mucha gente para hacer una guerra. Nadie va a cortar mi planta de naranja-lima…

—Está bien. Nosotros no los dejaremos. Y ahora ¿me prestas el dinero?

—¿Para qué?

—Como no puedes entrar en el cine Bangú, quiero ver una película de Tarzán que están dando. Después te la cuento.

Tomé una moneda de quinientos réis y se la entregué, mientras me limpiaba los ojos con los faldones de la camisa.

—Quédate con el vuelto. Alcanza para comprar caramelos…

Volví a mi planta de naranja-lima sin ganas de hablar, acordándome solamente de la película de Tarzán. Yo la había visto anunciada el día anterior. Fui allá y le conté a Portuga.

—¿Quieres ir?

—Querer, habría querido… pero no puedo entrar en el cine Bangú.

Le recordé por qué no podía. Se rió.

—Esa cabecita ¿no está inventando cosas?

—Te lo juro, Portuga. Pero pienso que si una persona mayor fuera conmigo, nadie diría nada.

—Y si esa persona grande fuera yo… ¿Es eso lo que quieres?

Mi rostro se iluminó de felicidad.

—Pero tengo que trabajar, hijo.

—A esa hora nunca hay trabajo. En vez de estar conversando o dormitando en el coche, verías a Tarzan luchando con el leopardo, el yacaré y los gorilas. ¿Sabes quién trabaja? Frank Merrill.

Pero todavía estaba indeciso.

—Eres un diablillo. Tienes un ardid para todo.

—Son dos horas, apenas. Tú ya eres muy rico, Portuga.

—Entonces, vamos. Pero vamos a pie. Voy a dejar el coche estacionado en la parada.

Y nos fuimos. Pero en la boletería la empleada dijo que tenía órdenes terminantes, de no dejarme entrar durante un año.

—Yo me responsabilizo por él. Eso era antes, ahora es muy juicioso.

La empleada me miró y le sonreí. Tomé la entrada, me besé la punta de los dedos y soplé hacia ella.

Capítulo 7

El Mangaratiba

Cuando doña Cecilia Paim preguntó si alguien quería ir al pizarrón a escribir una frase, pero una frase inventada por el alumno, nadie se animó. Pensé una cosa y levanté el dedo.

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