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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Milagro, se ha muerto Mamá (10 page)

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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Esta vez, sí, hemos dormido abrazados. Y en el despertar se ha repetido la faena, que bueno es no cejar cuando las fuerzas lo demandan, y hemos desayunado en la cama, como en los mejores tiempos, y al traernos Tomás las bandejas, me ha mirado de soslayo y ha dejado ver una mirada de apoyo a su viejo señor y de satisfacción y orgullo por su comportamiento.

Jamás ha amanecido tan claro y rumboso el día de Santa Calamanda.

Nos hemos bañado juntos.

Y vestido rápidamente.

Y besado en el pasillo.

Y abrazado en las escaleras.

Y no sé cuántas cosas más. He recuperado a mi mujer.

* * *

En casa se celebra el día de Santa Calamanda el 30 de abril. En realidad, su día es el 5 de febrero, pero ese mes no nos parece el adecuado. Es un mes triste, el de los bosques detenidos. El mes sin nada. Las encinas pasan unos febreros muy cariacontecidas. Y esa prueba resulta irrefutable.

Ignoro de cuándo y de dónde nos viene esa devoción por santa Calamanda. Nada conozco de su vida y obra. Por su nombre, puede sonar a mártir devorada por los leones en el circo romano. Según mi madre, que tiene un libro con la vida y milagros de todos los santos, santa Calamanda subió a los altares por negarse a perder su virtud a cambio de los favores y obsequios de un pirata inglés. Intuyo que se ha inventado la historia, pero se la sabe muy bien, aunque a mí, personalmente, no me convence. Cuenta que santa Calamanda, de soltera y antes de ser santa, Calamanda Mondafiori, era la hija de un noble italiano, el conde Girolamo Mondafiori, afincado en Malta, allá por el siglo XVII. Poseedora de una fascinante belleza y dotada de las más acrisoladas virtudes, la joven Calamanda rechazó, uno tras otro, a todos sus pretendientes, entre los que destacaba —un toque español nunca viene mal— el conde de Cosgaya, que vayan ustedes a saber quién era. Una tarde, mientras admiraba el esplendor de un atardecielo anaranjado —parezco Antonio Gala—sentada sobre la arena de una playa maltesa, fue sorprendida por un malvado y obsceno pirata de Southampton, que ni corto ni perezoso, animado por la espectacularidad de la chica, pretendió abusar de ella. Le ofreció oro, joyas y toda suerte de regalos a cambio de su entrega. Y Calamanda, en situación tan comprometida, optó por introducirse en la helada mar sin tener el menor conocimiento de la natación. Después de unos angustiosos momentos de chapoteo confuso y algo palmípedo, Calamanda desapareció bajo las olas y no se volvió a saber más de ella. Pero el pirata inglés no se fue de rositas. Y castigado por el Cielo, falleció repentinamente por un rayo que le partió en dos partes la cabeza, chambergo incluido. Una historia muy triste y poco probable, según mi manera de analizar los hechos y sus desagradables circunstancias.

Pero en casa se celebra el día de Santa Calamanda por tradición, y, además, porque Mamá siente una gran devoción por ella. Dice mi madre que de haberse encontrado en similar situación que santa Calamanda habría reaccionado de igual forma. La comparación no es válida y mi obligación es aclararle a mi madre las ideas.

Santa Calamanda era una joven de extraordinaria belleza, y Mamá, físicamente, no vale un pimiento. Un pirata inglés se topa con mi madre durante una atardecida playera, y lo más que hace es preguntarle por la temperatura del agua.

Así que se ha celebrado la misa por santa Calamanda, la joven maltesa ahogada por mantenerse pura. Y don Crispín ha batido la marca de rapidez en su sermón.

Cuarenta y seis segundos de homilía. Incluso se ha permitido proferir alguna palabra malsonante en su frenética prédica, que Mamá, por fortuna, no ha alcanzado a oír.

Pero nos hemos reído todos —menos mi madre, por su incipiente sordera— cuando ha dicho que «un año más nos reunimos para recordar y venerar a santa Calamanda, y lo hacemos gozosos, a pesar de que no tenemos ni puta idea de quién era, a qué se dedicaba, y por qué la elevaron a los altares». Una frase así, dicha por el oficiante, quiebra las serenidades.

Después de la misa, se ofrece un desayuno a todos los empleados de casa y a sus familias. A los niños se les regala un balón y a las niñas, una muñeca. Ferminito, el hijo de Sebastián y Gloria, que ha cumplido los cuarenta y tres años, ha aceptado su balón con bastante vergüenza. La misma que ha asomao en color púrpura, en el rostro de Filomenita, la hija de Julián y Milagros, que va a casar a su hija mayor el próximo junio, y que no sabía qué hacer con la muñeca que le ha regalado Mamá.

Yo miro a Marsa y creo en santa Calamanda. Y he abrazado a don Crispín. Ha estado gracioso.

OCHO

Hoy necesito los servicios de Miroslav. Mamá se ha contrariado porque le apetecía pasear en su mamamóvil por La Jaralera. Día radiante. Pero no. Miroslav me llevará a Guadalmazán. Necesito un guardaespaldas, por si acaso. Y además —que Mamá no se queje— pasaré por una farmacia para comprar una cremita que acaba con todos los bigotes, según me han dicho. La visión de una madre bigotuda resulta exageradamente desagradable y humillante. Ya quisieran muchos guardias civiles de los de antes tener unos bigotes como Mamá.

Y el respeto. Efectivamente, Miroslav se hace respetar. Lleva pocos años en España y habla un castellano casi perfecto. Su pasado es un enigma. Tomás asegura que es un serbio con responsabilidades fraticidas en la guerra de Yugoslavia. María, la doncella de Mamá, que es un croata igualmente fraticida. Y yo, que tengo larga vista y reconocida experiencia, que es un bosnio huido de su zona por su irregular carácter. De lo que no hay duda es de su condición militar, por su energía en el mando, y su gesto en el saludo. Salgo por la puerta, se pone en posición de «firmes» y se lleva la mano a la sien derecha. Pero La Jaralera es como la romántica legión en su primer período. Lo dice su himno: «Cada uno será lo que quiera / nada importa mi vida anterior.» Mientras Miroslav cumpla con su deber, conduzca los coches sin arrugarlos y sepa distinguir entre el delco y el cigüeñal, estará en su casa. Y más aún cuando se puede echar mano de su experiencia en expediciones vengativas.

Levantó sospechas el día del descaste de ciervas. Tuvimos que matar un centenar de ellas, por indicación de Modesto y Bubú. No es divertido ni agradable, pero sí necesario si se quiere mantener el equilibrio y la calidad en la especie.

Miroslav me solicitó permiso para participar en la operación, y superados los primeros recelos, me felicité por haber accedido a sus deseos. Modesto tumbó a catorce ciervas; Bubú, a siete, yo alcancé la veintena y Miroslav se cargó a más de ochenta. No erró ni un disparo. Tomás, que me acompañó para preparar mis ginebritas y todo lo demás, me lo precisó en el puesto.

—Miroslav, señor marqués, ha sido tirador de élite en el ejército comunista de la antigua Yugoslavia. No falla una. Los soldados yugoslavos son como sus jugadores de baloncesto, que las meten todas de tres puntos.

Finalizada la masacre, y al felicitar a Miroslav por su pericia y tino, éste se cuadró de nuevo, me saludó militarmente y soltó una frase chocante: «Ha sido para mí un honor enfrentarme a esos bichos bajo su mando.» Una oración escueta, rebosante de matices e interpretaciones. Y el domingo por la noche, mientras lavaba el Bentley de Papá —el mío—, después de elogiar su belleza y su alto nivel mecánico y técnico, me agradeció su puesto de trabajo con un mensaje directo:

—Señor marqués, quiero decirle que nunca olvidaré su generosidad. Defenderé esta casa hasta la última gota de mi sangre, y si me necesita en alguna ocasión para algo más que para conducir, cuente siempre con mi abnegada y leal colaboración.

Con diez como yo, señor marqués, no existiría ni la ETA ni Al Qaeda. Su casa y su gente está segura. A sus órdenes, señor.

Emocionante y tranquilizador. Confío en él. Para mí, que se ha enamorado de María, la ponebaños de mi madre. Los he visto besándose en el seto de las abelias.

Me gusta que mis empleados creen familias.

A las diez en punto, como había pedido, Miroslav en revista de policía y con el Bentley a punto.

—A sus órdenes, señor marqués. Sin novedad en cocheras.

—Gracias, Miroslav. Antes de salir hacia el pueblo, tengo que ponerte al corriente de mi plan.

—Se cumplirá íntegramente, señor.

No le puedo contar lo de Marsa con el alcalde Cañaveras. Pero sí que dicho munícipe me está haciendo la vida imposible. Miroslav lo ha comprendido al instante.

—¿Me ordena que lo mate?

He detenido sus impulsos.

—No, Miroslav. Tiene usted que protegerme en caso de resistencia popular. Soy yo el que va a pegar un puñetazo al alcalde.

—¿Le ha perjudicado el alcalde, señor?

—Mucho, Miroslav.

—Pues lo mato.

—No. Usted, si se da el caso, me protege. Me esperará en la puerta trasera del Ayuntamiento con el motor en marcha. Hágase con algún artefacto intimidatorio que no sea de fuego.

—¿Un palo de golf?

—Sí. El hierro cinco.

—Es más contundente el tres, señor.

—Llévelo también.

—¿Hora del ataque por sorpresa?

—A las once en punto. Durará, si todo va bien, menos de un minuto. Pero antes de la operación, tenemos que pasar por la farmacia. Es nuestra coartada. Y comprar un bote de crema para eliminar el bigote de mi madre.

—No me había atrevido a decírselo, señor. Me preocupa el bigote de la señora marquesa viuda.

—Inconmensurable, Miroslav.

—Y tupido, señor.

—Gillette no ha podido con él.

—El sábado, cuando la llevaba en el mamamóvil, tuve la sensación de transportar, no a su madre, sino al glorioso general Mukilinokivic, muerto en acción de guerra en Sarajevo, y cuyos bigotes impidieron durante su entierro que se cerrara el ataúd.

—El fármaco que tenemos que comprar se llama Depilab. Si su general Muki…

—Mukilinokivic, señor.

—Si su general eso tan largo hubiera tenido en Sarajevo un bote de Depilab, habría sido enterrado sin problemas.

—Lamento mucho haberme enterado tan tarde.

—Miroslav, a Guadalmazán.

—A sus órdenes, señor.

Guadalmazán está a poco más de un kilómetro de la franja oriental de La Jaralera.

Ese kilómetro es mío, y se conoce como el Camino de los Galgos. Está y no está en casa, y está y no está en el pueblo. Y el alcalde Cañaveras, amigo de Juan Guerra, me lo expropió para construir un barrio, y suspendió la expropiación a cambio de tirarse a mi mujer.

El episodio, duro e inquietante, de Marsa con Jerónimo, es fuente de agua límpida comparado con el caso del sinvergüenza de Cañaveras, que tiene de socialista lo que yo de inspector de Hacienda. Este Cañaveras está inmerso en la corrupción social que impera en Andalucía, y se forra. Me han dicho que es muy amigo de Zarrias, que no sé quién es, pero ante ese nombre la gente se espanta. Si manda tanto, tendré que convidarle a merendar con Mamá en La Jaralera. A Zarrias, no a Cañaveras.

A las diez y doce minutos, Miroslav y yo nos hallábamos a pie de farmacia. Lolita, la dependienta, siempre tan adorable.

—¡Mucho tiempo sin verle, señor marqués! ¿Quiere una cajita de Viagra?

Rubor.

—No, Lolita, no necesito esas cosas. Quiero un bote de Depilab. Mejor, dos botes.

—Buenísimo para eliminar los pelos del pubis.

—En este caso, otros pelos, Lolita.

—Dos veces al día. Y cuidado con llevarse las manos a los ojos. Hay que lavárselas bien después de cada unte. ¿Los botes son para usted?

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