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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Milagro, se ha muerto Mamá (8 page)

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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Le digo que todo está bien y que me lo he pasado divinamente. Le he contado lo de mi cuerpo de Orzowei y se ha manifestado orgullosa de su marido. Cada vez entiendo menos que me haya puesto los cuernos con un mayoral. Lo de Mamá es más grave, pero no irreversible. Por un pequeño catarro, el doctor le ha recetado unas pastillas.

Se le ha quitado el catarro —por lo tanto, ¡bravo doctor!—, pero le ha salido bigote.

Creo que le ha nacido un bigote como el que tenía don Benito Pérez-Galdós. Marsa se lo ha afeitado —cumple su penitencia por su pecado contra el sexto y el noveno mandamientos—, pero tres horas después el bigote había recuperado todo su esplendor. Se lo he comentado a Tomás.

—A mi madre le ha salido un bigotón.

Y Tomás se ha ahogado de risa. —Tomás, que es mi madre. Pero ni por ésas.

Y claro, me ha contagiado.

En vista de ello —¡ay, recuerdos del «Albatroz» en Cascais!—, nos hemos trasegado un par de botellas de Dom Perignon, y el alcohol es cotilla, y al final he terminado por contar mi tragedia al leal mayordomo que siempre está de mi lado.

—Tomás, la señora marquesa me ha puesto los cuernos.

—Normal, señor. Hay que aguantar el chaparrón.

—¿También te parece normal a ti? Don Crispín es de tu opinión.

—Vamos a ver, señor, de usted a tú con confianza.

—Más bien, de tú a usted.

—De acuerdo. ¿ Cuántos años tiene la señora marquesa, doña Marsa?

—No llega a los cuarenta.

—¿Y cuántos tiene usted?

—No llego a los setenta.

—Pues sea comprensivo. Una canita al aire no importa.

—Me importa porque no es la primera canita al aire. El año pasado se lió con un desastre de novillero llamado Farolitos.

—Pero pasó todo.

—Después de que Farolitos se la zumbara.

—Es usted un celoso, señor.

—Y ahora, con Jerónimo, el mayoral.

—Lo intuía.

—¿Y no me advertiste?

—Señor, las intuiciones no se advierten.

—Pues con el mayoral.

—Buena planta y empaque.

—Menos que Orzowei.

—Cosas que pasan, señor. Déjelo estar. Doña Marsa le adora.

—Es que ya van dos, Tomás.

—No, señor. Tres.

—¿Tres? ¿Quién ha sido el tercero?

—En orden cronológico, el segundo. Creí que lo sabía. Florentino, el alcalde de Guadalmazan. Gracias a eso no le expropiaron a usted el Camino de los Galgos. Lo hizo por salvar la integridad territorial de La Jaralera.

—¿De verdad, Tomás? ¿Con Florentino, el rojales?

—Eso se dice en el pueblo. Una heroína, señor.

—Tomás, ¿pedimos otra botella?

—Por ahí va Ester.

—Pídela en mi nombre. No tengo fuerzas.

—Acudo raudo.

—Acude.

* * *

Otro tantarantán. No es capaz Tomás de decirme algo tan grave con ligereza. Me extrañó en su momento el proceso de expropiación del Camino de los Galgos. No se trata de un mero camino, sino de una considerable extensión de terreno que separa La Jaralera de Guadalmazán. El alcalde, un tal Florentino, que es además el constructor y el contratista de obras del pueblo, está muy bien visto en la Junta de Andalucía, y decidió expropiarme la finquilla con la excusa de construir «viviendas sociales». Si me la pide, se la regalo, pero la expropiación forzosa me hinchó las narices y me opuse al proyecto. Se enredaba cada día más y me iba quitando la alegría y la vida. Marsa me lo propuso.

—¿Quieres que resolvamos de una vez lo del Camino de los Galgos?

—Claro que quiero, pero ese rojeras está empeñado en fastidiarnos. No es por lo que pueda valer el terreno, sino por orgullo. Esta gente es de cuidado.

—Déjame hacer, mi amor.

Lo cierto es que autoricé a Marsa a hablar con el alcalde. Y me olvidé del contencioso. Semanas después me llegó un sobre del Ayuntamiento en el que se me notificaba que la expropiación del Camino de los Galgos quedaba en suspenso.

Recuerdo que le dije a mi mujer algo parecido a esto:

—Eres una gestora admirable.

Y también recuerdo que sonrió. Pero los problemas llegaron y se me olvidó preguntarle cómo había conseguido paralizar la expropiación. Ahora lo entiendo.

Florentino Cañaveras, alias
Lumumba,
es el alcalde socialista de Guadalmazán.

Gobierna con mayoría absoluta y se pasa lo que no le gusta por entre los dedos de sus pinreles. Se le dice Lumumba por la su color morena, y también por su admiración por aquel político del Congo, que tenía más peligro que una Vespa con sidecar. Rompecabezas de la memoria. Ahora recuerdo los afectos y agasajos que nos regaló a Marsa y a mí cuando se inauguró la Escuela Pública—financiada íntegramente por este menda— «Pilar Bardem». Flores y una placa en agradecimiento por nuestra generosidad. Y las palabras del alcalde, que hoy me zumban en los oídos: «Esta generosidad no era habitual en tiempos pasados, pero desde que el marqués se casó con la actual marquesa, sus relaciones con nuestro pueblo cambiaron, y hoy podemos afirmar que gracias a la bella y distinguida marquesa de Sotoancho la Escuela Pública "Pilar Bardem" es una realidad social en nuestro municipio.»Una tarde le pregunté a Marsa, mientras esperaba un paso de tórtolas y ella tomaba el sol en el puesto:

—¿Por qué se llama «Pilar Bardem» la escuela que hemos financiado?

—Por orden de Zapatero.

—Vale.

Y no indagué más.

Así que en la tercera botella de Dom Perignon me ha entrado un no sé qué en las entrañas que le he propuesto a Tomás irnos de guarnías.

—Lo siento, señor. Madrid me da miedo por la noche. Además, que nunca me ha gustado pagar por una mujer.

—Pues con el tío Juan José (que santa gloria haya) te ibas de juerga cada dos por tres.

—Eran otros tiempos, señor. Las mujeres me cansan y me aburren. Lo confunden todo. Soy misógino. Y cuanto más jóvenes, peores. Frías, calculadoras, displicentes y cínicas. Me he retirado.

—Pues yo, con tu permiso, me voy a dar una vuelta por ahí. Necesito desahogar mis ansias de venganza.

—No lleve mucho dinero en metálico.

—Sólo doce mil euros.

—En ese caso, buena suerte, señor.

* * *

Madrid, Madrid, Madrid. Qué razón tenía Agustín Lara. Al final, he terminado en el Casino de Torrelodones, jugándome el dinero a la ruleta. Salí del hotel con doce mil eurillos y he vuelto con veinticinco mil. El dinero llama al dinero, como acostumbraba decir el abuelo. Y mi regreso ha sido glorioso, sin dar tumbos y con la cabeza clara. He visto con nitidez las cosas. Creo que lo del alcalde de Guadalmazán debo considerarlo una gestión profesional. Y que puedo perdonar lo de Jerónimo. He nacido cabroncete y a mi edad no se cambia. Por si acaso, he ordenado en conserjería que nadie me moleste hasta las 12 del mediodía. «A mimí» como me decía Mamá, siendo niño, para que cerrara los ojos.

* * *

—Tomás, buenos días.

—Casi buenas tardes, señor.

—Volvemos a casa.

—Me parece perfecto.

—Ayer gané trece mil euros en el casino.

—Trece mil menos la comisión. Ganó once mil.

—Comisión, ¿a quién?

—A mí, señor.

—¿Dos mil de comisión? No has hecho nada.

—Precisamente. De haber hecho algo, iríamos a pachas.

—De acuerdo. Dos mil. Estoy feliz, Tomás. Lo he visto todo claro.

—Me alegro, señor.

—A bañarse, Tomás.

* * *

Lo primero que he visto al llegar a casa es a Marsa paseando con Mamá. La lleva sujeta del brazo, amorosamente. No sólo se ha reconciliado con ella, sino que le ha quitado de la cabeza lo del monumento.

—Reconozco que me equivoqué con tu mujer. Es un encanto.

—Gracias, Cristina.

—No me las tienes que dar. He sido yo la culpable del mal ambiente. Me molestaba pasar a ser la marquesa subalterna y perder la cabecera de la mesa del comedor correspondiente a la provincia de Sevilla.

Es sabido que el límite que separa las provincias de Sevilla y Cádiz parte nuestro comedor en dos. De tal manera, que mientras yo presido la mesa desde Cádiz, antes mi madre, y ahora Marsa, lo hacen desde Sevilla. Esa biprovincialidad de nuestra casa es la causante de la pelusa que nos tienen los Reyes, que no ocupan dos provincias, como nosotros.

Marsa se muestra extremadamente cariñosa.

—Cristina, te cedo feliz la cabecera de Sevilla. Te la he quitado sólo para fastidiar.

—Nada de eso, Marsa. La cabecera de Sevilla te corresponde a ti, que eres la ejemplar mujer de mi hijo.

—Pues nos ponemos las dos en la cabecera.

—Esa idea me gusta más. Las dos juntas y en Sevilla, y mi hijo solo y en Cádiz.

—¡Qué bien lo vamos a pasar!

—¡ Ay, ay, que me da la risa!

Lamentable espectáculo. Se han hecho amigas. La culpa la tiene don Crispín por ponerle de penitencia a Marsa que se ocupara más de mi madre. Por un adulterio morrocotudo, no se puede poner esa bobada de penitencia. Me está empezando a cansar ese curilla metomentodo. A partir de ahora, la composición de nuestra mesa de comedor va a resultar ridícula. Yo, en una cabecera. Marsa y Mamá, en la otra, y a babor y estribor —la mesa es muy larga—, sólo don Crispín. Pues se va a enterar. El capellán, a partir de hoy, compartirá la cabecera de Cádiz conmigo. Así, por lo menos, parecerá que estamos jugando un partido de
ping-pong.

—Tomás, se han hecho amigas.

—Ya lo he visto. Resulta de lo más desagradable, señor.

—Como si fueran compañeras de pupitre.

—Esto no puede ser bueno. Creo que podríamos encargar a Miroslav que le diera una paliza a don Crispín.

—Ya sabes cómo odio la violencia, Tomás. Esta noche, pones el cubierto de don Crispín a mi lado, en la cabecera. Y a las marquesas, juntas en la de Sevilla.

—Si esta casa se sigue deteriorando de este modo, me marcho, señor marqués.

—Se trata de una estrategia.

* * *

Una Marsa sonriente y tranquila ha entrado en el cuarto cuando me vestía para la cena. Me ha abrazado, besado, y no contenta con ello, ha principiado un conato de revolcón.

—Marsa, sé lo del alcalde.

—¿Quién te lo ha contado?

—Tomás.

—¿Y qué te ha parecido?

—Sinceramente, mal.

—¿Se arregló el problema?

—Sí.

—¿Y qué te pareció?

—En aquel momento, bien.

—Lo hice por ti. Me dio mucho asco.

—No vuelvas a hacer esas cosas por mí. Hazlas conmigo.

—¿Ahora?

—No.

—¿Seguro que no?

—Tan seguro como que me llamo Cristian.

Tres minutos más tarde cumplíamos con la primavera. Ella, impresionante. Yo, cohibido por la duda y los celos. No podía pensar en Marsa con otro hombre. Ahí estaba Jerónimo, y el alcalde, y Farolitos.

—Déjalo Marsa. Hay demasiada gente.

Y por primera vez desde que la conozco, la sentí vencida.

Lo malo es que yo también me vestí derrotado.

* * *

La cena, una porquería. No por su calidad, sino por el ambiente. Marsa disimula su tristeza para no herir a Mamá, ambas en la cabecera de Sevilla. Yo no disimulo nada y tengo a mi lado a don Crispín, al que susurro:

—¿Cómo era su madre, don Crispín?

—No la pude conocer. Falleció al darme a luz.

—Pues tuvo suerte su madre. Es usted un sacerdote enredador y pernicioso. Mire su obra. Las dos juntitas. Es repulsivo.

—A mí se me antoja hermoso verlas tan amigas.

—Como vuelva a decir «a mí se me antoja hermoso» le arreo dos sopapos aquí mismo.

—El problema es que usted no ha encajado el golpe.

—¿A qué se refiere?

—Secreto de confesión.

—Lo sé todo. Marsa me lo ha contado. Y me ha dicho que usted considera «normal» lo suyo con Jerónimo.

—Le ha informado mal o usted no lo ha entendido. Le dije que era normal padecer de flaquezas humanas y que en su caso, al estar casada con un hombre de avanzada edad…

—¿Acaso pretende insinuar que mi edad es avanzada?

—No insinúo. Lo digo. Está a unas pocas lunas de ser septuagenario.

—Y usted a muy pocos minutos de ser un montón de sesos esparcidos por el comedor. Le voy a dar una leche.

—No acostumbro a replicar a los que me hablan con violencia. Me limito a perdonarlos.

—Y para colmo, le pone de penitencia tratar bien a mi madre. Y ahí tiene el resultado.

—Debo reconocerle, Cristian, que yo mismo estoy sorprendido.

—¿Y le dijo algo del alcalde de Guadalmazán?

—Secreto de confesión.

—Pues también me lo ha contado. Una vergüenza. Mi mujer se va con uno y con otro, y usted lo considera normal dada mi avanzada edad. Mal cura.

—Le perdono.

—Pervertidor de penitentes.

—No le he oído.

—Si pudiera, le arrancaría la cabeza, capellanito.

—Habla con odio. La culpa la tiene usted, que le ha permitido tanta libertad.

—Y usted, que no ha castigado sus pecados con contundencia. Y cállese, que le tiro la sopa.

—Si me tira la sopa, yo le clavo el tenedor.

—Cura tonto.

—Marido flojo.

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