Lo peor, el mensaje y la inscripción en el centro de la base del espanto:
«Monumento levantado por suscripción pública en memoria de doña María Cristina Belvís de los Gazules y Hendings, VII marquesa de Sotoancho, que nació y vivió para derramar por el mundo el elixir de su bondad.»
Siento que voy a desfallecer.
* * *
—Mamá, me parece horroroso y una estafa.
—A mí, precioso, y una ganga.
—Además, no sé de dónde sacas que será levantado por suscripción pública. Me parece una broma de mal gusto. Nadie pondría un euro para este monumento.
—Es mentira lo de la suscripción pública. Pero eso lo sabemos los que vivimos ahora. En cien años, la gente se lo creerá.
—Y lo del «elixir de su bondad» no sólo es una patraña, sino una tremenda cursilería. Este Polvorini es un cursi.
—Lo he dictado yo. Me gusta lo del «elixir de su bondad». Estuve a punto de poner «el maná de su bondad» pero se me antojó demasiado bíblico.
—No puedo permitir que la gente se ría de ti. Me van a echar de todos los clubes.
—No es necesario ser socio de Pineda y del Aero.
—Entiende mi penosa situación.
—La intuyo. Pero me da igual. Polvorini está ya machacando con sus bíceps el granito del Guadarrama. He elegido el mismo material que el Caudillo para el Valle de los Caídos.
—Allá tú con tu dinero. Pero no lo instalaré.
—Lo harás si no quieres que mi espíritu te torture durante toda tu vida.
* * *
No puede ser lo que he visto, oído y vivido. Supera la locura. Roza el esperpento.
Creo que lo mejor es dejar que pase el tiempo, que Polvorini se quede con los trescientos mil euros del adelanto, y que el asunto pase a ocupar un lugar en el olvido. No puedo permitir que mis hijos, y los hijos de mis hijos, se vean obligados a soportar semejante atrocidad. A mi muerte, La Jaralera se dividirá en cinco partes o no se dividirá y compensaré a los cuatro restantes con otro tipo de bienes. Pero no voy a permitir que el próximo marqués de Sotoancho, por nieto que sea de Mamá, tenga que sufrirla a diario. No, no y no. Hasta aquí podíamos llegar.
Tomás se apercibe de mi estado de ánimo.
—¿Un whisky, señor?
—En esta ocasión, cargadito, Tomás.
—Ya me contará, señor.
—Te vas a quedar sin habla.
* * *
Mucho se retrasa Marsa. Demasiada fresneda con don Crispín. Marsa es creyente pero no clerical, y desde que nos casamos jamás ha charlado tanto tiempo seguido con nuestro capellán. Don Crispín mueve los brazos, se detiene, posa su mano sobre un hombro de Marsa, retoma el camino. Y ella, cabizbaja, acepta lo que el sacerdote le dice, mansa, pausadamente, como si no tuviera ganas de discutir.
—Llevan así desde las siete, señor.
—Pues si quieres que te sea sincero, me mosquea.
—No será grave. A todas las mujeres les viene de golpe el enigma de Dios.
—Esto no tiene nada que ver con el enigma.
—No se adelante. Es preferible que sea su mujer la que rompa el misterio.
—Si tú lo crees así…
—A propósito, señor. No me ha dicho nada del asunto de su madre.
—Se ha vuelto loca, Tomás.
—Nació loca, con su permiso, señor marqués.
—Ha empeorado. Va a tirar una buena pila de millones de euros por la borda. Le ha encargado a un escultor un monumento. Toneladas de granito, y ella en bronce, en lo más alto, mirando a poniente. Y quiere que se ubique por los siglos de los siglos en el alcor de la puerta principal.
—No se le ocurra aceptarlo, señor.
—Antes me suicido. Lo bueno es que el plazo de creación de la magna obra es considerable, y podría ser que no viviera cuando la terminación. Pero me irrita que tire el dinero por la borda. Es suyo, pero me irrita.
—Le irrita porque es suyo, y cuando fallezca, será de usted, y si se lo gasta, tararí que te vi.
—Tomás, Tomás, tú me entiendes.
Al fin, Marsa y don Crispín han terminado su larga negociación. Ingresan en el salón con la boca seca, de tanto parloteo.
—Si no fuera usted sacerdote, tendría celos, don Crispín.
—Bobadas. Una extensa charla con confesión incluida. La señora marquesa necesitaba reconciliarse con Dios, y ya lo ha hecho.
Miro a Marsa extrañado. Creo que no se ha confesado desde que hizo la primera comunión.
—No te asombres, mi amor. De cuando en cuando es bueno soltar todo lo que una lleva dentro.
—Pues suéltame algo.
—Secreto de confesión —ha terciado don Crispín—. Tomás, por favor, una cervecita helada.
—Lo que usted quiera, padre.
—Y para mí, un ron triple, Tomás.
—Está en marcha, señora marquesa.
Superando mis resquemores, he narrado a Marsa y don Crispín lo del monumento de Mamá. No salen de su estupor. El capellán se ha ofrecido para hablar a mi madre de la humildad y la modestia, y no he tenido inconveniente en concederle la autorización precisa.
—Que no haya lugar a la duda, don Crispín. Póngale el ejemplo de mi tía Yuyi Valeria del Guadalén, prima de Papá, que estuvo a punto de ser la condesa de Villar del Tozo y no lo fue.
—¿Por qué motivo?
—Porque no quiso el marqués de Villar del Tozo.
[1]
—Hablaré largo y tendido con su madre, Cristian. Es de esperar que me atienda y haga caso.
Don Crispín se ha largado en pos de mi madre. Tomás, al verme a solas con Marsa se ha disculpado. Marido y mujer frente a frente.
—¿Confesión, eh?
—Claro. Me he confesado de lo que sabes.
—¿Le has dicho a don Crispín lo tuyo con Jerónimo?
—Se lo he dicho a Dios. Y me ha perdonado.
—¿Y cómo quieres que siga tratando al capellán sabiendo lo de mis cuernos?
¿Estás loca? Cuando hay que confesarse de algo gordo, se busca a un sacerdote desconocido, y si es posible, extranjero, para que no entienda bien el meollo de la cuestión.
—Don Crispín me ha dicho que mi pecado no es extraño. Y que lo comprende.
—Eso sí que no.
—Pues él opina que «eso sí que sí».
—Un cura que considera normal que la marquesa de Sotoancho proceda al fornicio con un mayoral por mero capricho, no es un cura recomendable.
—No he dicho que lo considere normal. Simplemente, una flaqueza humana.
—¿Y se lo has contado todo? Porque la culpable eres tú.
—De pe a pa.
—¿Y?
—Y nada.
—¿Y te ha absuelto asá como asá?
—Asá como asá.
—Con este cura voy a tener yo unas palabritas.
—Cuídate mucho de molestar a don Crispín. Es un sacerdote estupendo.
Me lo ha contado con anterioridad a ingerir su triple ron. Siento envejecer.
Demasiadas contrariedades públicas y privadas. Y encima, por si fuera poco, artísticas. Lo tengo decidido. Me voy a Madrid por unos días. Solo y libre. Mucho tengo que pensar.
—Marsa, mañana me largo a Madrid. Necesito estar solo.
—Te comprendo, amor.
—No me llames «amor».
—Lo eres.
—Si lo fuera, no te zumbarías al personal montado, a la menestralía a caballo.
—Lo eres y lo serás. Te lo advertí. Esto no tiene nada que ver con el amor. Mi amor es para ti.
—Madrid me llama. Quiero ver la luz y no la encuentro. Me llevo a Tomás.
—Es tu mayordomo, amor.
—Te dejo a solas con Mamá.
—Es parte de la penitencia que me ha impuesto don Crispín. «Procurará tratar con cariño a su suegra.» Voy a cumplirla.
—¿No te enfadas si me voy?
—¿Cómo me voy a enfadar contigo porque te vayas a Madrid cuando yo me he ido a la lomilla de las adelfas a echar un polvo con el mayoral? Ve tranquilo, mi amor. Y vuelve pronto. Comprendo perfectamente tu necesidad de escapar.
—Y encima… lo del monumento.
—Eso no te importa tanto. Lo que te hiere es lo mío. Te prometo que recompensaré tu dolor.
—Bueno, bueno, no quiero hablar más de ese asunto.
—Ese asunto sigue en mi cuerpo, mi amor. Si no he repetido faena, ha sido por Jerónimo, que me ha rechazado.
—¿Lo has intentado una segunda vez?
—Sí. Y no pude. Tu mayoral es un hombre honesto y claro. Por mí, lo habría hecho con los ojos cerrados. No quiero ocultarte nada, mi amor.
—Creo que me voy esta noche. Todavía puedo llegar al AVE de las diez.
—Llegas. Te esperaré aquí. Y no volveré a intentarlo.
¡Como para no irse!
SEIS
Ya en Madrid. El Ritz me trae recuerdos y necesito un aire nuevo. Me he instalado en el Castellana Intercontinental. Amabilísimos. Una
suite
de tronío y trapío, con habitación complementaria para Tomás. La sumiller, que se llama Ester, además de estupenda profesional, guapísima. En apenas un día conoce todos mis gustos. Paseos por la Castellana y Recoletos. En Madrid la gente está un poco loca. He visto a la baronesa Thyssen encadenada a un árbol. Los ricos de aquí son diferentes a nosotros, los ricos de allí. Me parece absurdo tener tanto dinero para terminar atada a un árbol.
Se lo contaré a Mamá, que se divierte mucho con las rarezas de los madrileños.
Lo peor que tiene Madrid son los compromisos. Como si mi llegada hubiera sido reflejada por los periódicos. Mis primos lejanos, los condes de La Pleta, se han enterado de mi presencia y me han pedido una audiencia para presentarme a sus hijos. Los niños me han parecido encantadores, fuera de lo común. Se llaman Bruno, Carlota, Iciar e Ignacio Ruiz de Velasco Aguirrebengoa. Sus ojos, los de los cuatro, se han humedecido de la emoción al saludarme. Al fin y al cabo, soy su tío más importante, y ellos lo saben. Mis primos, Iciar y Carlos, les han inculcado el respeto y admiración por mi persona, y se nota. Sólo un detalle que no me ha gustado y lamento hacer público. Al final del encuentro, he regalado a cada uno de mis sobrinos 500 euros por cabeza. Y he visto con estos ojos, que son los míos, cómo sus padres se los han quitado bajo excusas intolerables. Que si era mucho dinero, que iban a abrirles una cartilla de ahorros, que se lo guardarían para comprar útiles de esquí… Un abuso. Se han quedado los muy frescos con el dinero de sus hijos y probablemente se lo gastarán comiendo pescado crudo, esa asquerosidad de moda, que para colmo es carísima. No les he hablado de mi tragedia porque mi prima Iciar es muy capaz de contárselo todo al embajador de Burkina Faso en España, que es un imprudente. Sólo faltaría que supieran en la alta sociedad de Burkina Faso que Marsa me ha puesto los tarros con el mayoral.
De la audiencia con los Pleta a la armería, no repuesto aún de la impresión que me ha dado ver a unos padres apropiándose del dinero de sus hijos. Allí me he encontrado con mis también parientes los condes de Labarces. El se probaba unos calzoncillos largos, contra el frío, y parecía un sobrino de John Wayne sorprendido mientras dormía en su cabaña por un inesperado ataque de los shoshones, que según tengo entendido, eran los indios menos favorables a entablar charlitas con sus víctimas. Ella, Mercedes, muy caprichosa, le metía prisa porque tenía que llenar una camioneta de muebles y telas para su casa del norte. Pero los he encontrado más enamorados que nunca, y son padrinos de uno de mis hijos. Cumplido el trámite de la armería, copita en el hotel con los Domecq y los Ussía. He encontrado a Alfonso, el escritor, muy deteriorado. Me cae fatal. Su mujer, Pili, es maravillosa y no entiendo cómo puede soportar a un bicho de esa calaña a su lado. Los Domecq, que están a punto de ser abuelos porque su hija tiene novio y su hijo también —se pasan el día viendo
Doctor Zhivago
mientras sus padres se desentienden y los dejan solos en casa—, se han comprado una finca cerca de Talavera. Pretenden dedicarse a la ganadería brava. Carlos Domecq es un hombre de hierro, y ella, una consumada bailaora por sevillanas. Siempre va vestida que parece que va o viene de la Feria de Jerez, y aunque su nombre es de tristeza, Dolores, para ella todo es alegría y «jajajá» por allí y «jajajá» por allá. Gran mérito, por cuanto está más que preocupada por la salud de su tía la duquesa de Ordenas, con la que hace muy buenas migas.
Masaje en el hotel. Nuria, la masajista, me ha sorprendido gratamente. Cuando ha terminado de poner mis músculos en su sitio, ha elogiado la flexibilidad de mi cuerpo.
—No he visto en mi vida a un hombre de su edad con ese cuerpo de Orzowei.
Gran propina, para agradecer su sinceridad. Y Tomás, en el bar, que me informa de una llamada de Mamá y otra de Marsa. Llamo a casa. Marsa se preocupa por mí.