Milagro, se ha muerto Mamá (14 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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—María, reúne la colección de solideos papales de la señora, y deposítalos uno a uno sobre la sábana que cubre sus restos.

—¿Todos?

—Todos. Los de Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II.

—No tenemos el de Juan Pablo I.

—Máxima contrariedad.

Modesto y Bubú me abrazan.

—Estará en el Cielo.

—Gracias, Modesto.

—Era mujer blanca difícil.

—Gracias, Bubú.

Don Crispín continúa orando.

Comienzan a llegar las visitas.

Todos me abrazan.

El tópico se repite.

—Pobre, con lo bien que estaba… Cualquiera diría que…

Gran decepción en sus rostros. No encuentran plata a mano.

Con Marsa de mi brazo, abrimos la procesión hacia el salón.

Por vez primera, me topo con lo que era Mamá.

Parece tranquila.

Incluso, sonriente.

Me asalta un golpe de lloriqueo. Lo controlo.

Un tío al que no conozco de nada me abraza llorando.

Una señora de Sevilla me besa.

Mis amigos no llegan.

La casa se llena.

El personal solloza.

Todos me miran.

El que no me conoce, vuelve a abrazarme.

—Era una santa.

La señora de Sevilla se marcha al no encontrar plata disponible.

No ha corrido todavía la noticia y la casa está repleta de semblantes indiferentes.

Hermoso gesto el de Miroslav. Con él se ha descubierto. Hace guardia junto al ataúd de mi madre con impecable y vistoso uniforme y toda suerte de condecoraciones en el pecho izquierdo.

—El coronel retirado forzosamente del ejército de Yugoslavia, Miroslav Bogasivic, a sus órdenes, señor marqués.

—Gracias, usía.

—Además de velar los restos de la señora marquesa viuda, vigilaré simultáneamente los movimientos de los intrusos. Señor, la mujer gorda de vestido oscuro que solloza con falsedad en el rincón de la derecha acaba de meterse en el bolso un mechero de mesa, creo recordar que de la marca Ronson. Con su permiso, voy a detenerla y ponerla a disposición judicial.

—No, Miroslav. Es la duquesa de Vozpornoche. Conocida cleptómana en trances dolorosos. Seré yo el que recupere el mechero.

Difícil situación. Mumú Vozpornoche tiene una tienda de objetos usados en Carmona, y se abastece con visitas de pésame. Mumú llora.

—He sentido muchísimo lo de tu pobre madre, Cristian. Me pinchan y no sangro.

—Gracias, Mumú. Un auténtico escopetazo.

—Hace tiempo que no la veía, pero me han dicho que estaba estupendamente bien.

—El médico me ha dicho que se ha muerto de una bobada nada grave.

—El destino, Cristian, cuando menos te lo esperas…

—Nada más cierto, Mumú. ¿Has visto un mechero que estaba sobre esta mesa?

—No. ¿Fumáis en esta casa?

—Marsa y yo sí.

—Pues no está en la mesa.

—Quizá en tu bolso…

La duquesa de Vozpornoche se ha derrumbado. Colorada como una amapola, ha devuelto el objeto sustraído.

—¡Qué despistada soy!

Miroslav me hace una seña.

—Señor. Esa señora joven, rubia, guapa y algo tímida que acaba de entrar, se ha llevado la miniatura que colgaba entre los dos paisajes ingleses que imitan a Turner.

—No es posible, Miroslav. Es mi prima, la condesa de Labarces.

—Ojo con su prima.

—En el fondo, me da igual. Acaba de estrenar una casa en la capital de su condado y me gusta que tenga algo mío.

—Entonces, me callo.

Tomás va de un lado a otro ordenando la capilla ardiente. Más coronas de flores.

La del Canica's Club, y otra de Pitita Ridruejo. Llegan mis amigos establecidos en las cercanías. Los condes de Osborne, los condes de Luna, Ignacio y Flavia Osborne, José Antonio López-Esteras, José Ignacio Benjumea, Enrique Moreno de la Cova, varios Domecq, Luis Caballero. Corona de Cayetana, de Isabel y Antonio Burgos, de Francisco Rivera y Blanca Martínez de Irujo, y de Curro Romero y Carmen. Don Crispín reza un rosario, que siguen con devoción los más allegados. Marsa, de luto riguroso, parece inventada por la belleza. Un golpe al corazón. Seco, respetuoso y duro, se me presenta Jerónimo, el mayoral.

—Mi sentimiento, señor marqués. No quería faltar antes de abandonar su casa.

Es un hombre bueno. Cuando saluda a Marsa, lo hace con todo respeto.

—Señora…

Y advierto en Marsa un tantarantán de sentimientos.

—Gracias, Jerónimo. ¿Por qué se va?

—Por usted, señora, por usted.

Y Marsa que se desmorona.

Contemplo a Mamá. La muerte le ha concedido una expresión humana, relajada y dulce. La ornitología ha desaparecido de su semblante. Sabia quietud, la del fin, que todo lo pone en su sitio.

Llegan juntos, que en AVE han venido, los Pleta con sus hijos, Eduardo Escalada y su mujer, los Cuevas, los Pozosal, los Novales, los Estrada, los Ussía, Dolo y Carlos Domecq, los Escalante, los Cue, y Pepe Labarces, que ha volado de Burgos hasta aquí. Al abrazar al conde de Labarces se lo soplo:

—Tu mujer me ha levantado una miniatura. Pero no importa.

A Labarces le sobrenieva aún más el pelo.

Corona de flores de Antonio Mingote, que me hizo un retrato. Laula, Llobregat. Le ordeno a Tomás que cuente las personas con título nobiliario que han venido a la capilla ardiente de Mamá.

—Dieciséis, señor.

Para ser tan pronto, no está mal. Mamá estará contenta, allá donde se halle.

Miroslav se permite un descanso. Llega el comandante de la Guardia Civil con un sargento y dos guardias a testimoniarme su condolencia. Momento de tensión cuando se cruzan con Miroslav. Los cuatro se cuadran ante el posible criminal de guerra. Se ofrecen para ordenar a la muchedumbre durante el sepelio. Miroslav les produce curiosidad.

—¿Y ese militar tan condecorado?

—Mi chófer. Lleva el uniforme de gala de nuestra casa.

He mentido para que no indaguen. Todo, menos que Miroslav termine en el Tribunal de La Haya. En el fondo, allí no hubo buenos ni malos. Todos fueron malísimos. Pero ninguno, estoy seguro, tan eficiente como él después de la derrota.

Durante la misa, don Crispín ha soltado una prédica vibrante. Le inspira la quietud de Mamá.

«Fue una mujer especial. Creía en Dios y veneraba a los santos. Tuve con ella algún encontronazo, pero sin importancia. En sus últimos días mostró una actitud conciliadora. Por la edad, no podía jugar y corretear con sus nietos, pero los miraba con orgullo. Bueno, miraba con orgullo a casi todos sus nietos. Y en la culminación de su existencia, con la inteligencia intacta, recobró los paisajes de La Jaralera gracias al mamamóvil. Una mujer, pues, ejemplar y admirable que nos ha dejado por un inoportuno estornudo. Pidamos al Señor que la saque cuanto antes del purgatorio. Así sea.»

Lo que se dice una homilía sentida.

Son las diez de la noche. Necesito un whisky y un descanso. Mis amigos se han marchado y Miroslav se ha encargado, junto a Tomás, de ojear hacia fuera a los rezagados. Marsa, enlutada y bellísima, aún no se ha repuesto de la sincera contundencia de Jerónimo. Le gusta. No puedo mentirme.

—Tomás, el whisky en el despacho. No cenaré. Más tarde bajaré a velar a mi madre.

—Tranquilo, señor.

En la soledad del despacho recuerdo sus palabras. Más bien su parrafada. «Susú, hijo, si yo me muero antes que tú, que lo dudo mucho por tu escasa fortaleza física, que tienes muy poca y para colmo te la está quitando la fresca de tu mujer por lo civil, quiero que mis habitaciones permanezcan intactas, y que hagas donación de mi colección de solideos papales al convento de las Beatrices Calzadas, en donde fui tan feliz cuando recibí la llamada de Dios. Házselos llegar a la superiora, sor Lucila de la Transfiguración, que conmigo estuvo cariñosísima. Las joyas familiares, te las quedas, pero las mías particulares se las darás a mi sobrina Rousi Hendings, a la que no conozco, pero es la única que lleva mi apellido materno, el que más quiero. Tienes cinco hijos y cualquiera sabe con qué tunantas se casarán en el futuro. Al menos, así, mis joyas adornarán dedos, muñecas, lóbulos de orejas, gargantas y escotes de mujeres decentes. Mi dinero lo heredarás tú, aunque no te haga ninguna falta, pero le regalarás de mi parte a las siguientes personas las cantidades que te especifico, y se las entregarás en sobres cerrados con la corona en relieve. No en los sobres baratos de la Administración, sino en los nuestros. A María, mi doncella y ponebaños, trescientos euros. Es una barbaridad de dinero pero se lo merece, a pesar de su torpeza en el planchado. A Flora, que lo fue y terminé mal con ella, ciento cincuenta euros, para que vea que no soy rencorosa. A la viuda de Manolo el chófer, otros ciento cincuenta euros. Y a don Crispín, doscientos euros para que se compre desodorantes, que últimamente canta más que la mujer de Zapatero.

Recuerdo que protesté por su tacañería.

—Nada de nada. Bastante les dejo. Además, que más dinero los convertiría en seres infelices, obsesionados por las ambiciones terrenales. Y a mis nietos, que son tus hijos (al menos, supuestamente), les abres una cartilla de ahorros a cada uno de mil quinientos euros, excepto al feo, al que sólo dejo mil. No soporto lo feo y ordinario que ha salido. Así espabila, y lucha por ser como sus hermanos, que no son nada del otro mundo, pero se les nota que el cincuenta por ciento de su sangre es «bien». Y a Miroslav, mi amado chófer yugoslavo, te prohíbo que lo eches de casa. Te será de gran ayuda en tus futuros conflictos. Bueno, todo esto si me sobrevives, que no lo creo. Y una última cosa, Susú. Te crees que no me doy cuenta de lo que pasa.

Tu mujer te pone o te ha puesto los cuernos. Nada extraño, porque tu abuelo paterno parecía un alce del suroeste del Canadá, que por motivos que ignoro, son los alces mejor dotados de cuernos. Y no me des más la lata.

Aquel final me dolió
in profundis.
Ignoro si está bien dicho en latín, pero suena divinamente. «Y no me des más la lata.» No voy a obedecer los últimos deseos de mi madre, porque no eran sinceros. Ella se creía fronteriza con la inmortalidad terrenal.

Me duele lo de mi hijo Dicky, que es cierto, no aventura un gran empaque. Pero Mamá es muy cruel, o mejor escrito, fue muy cruel en cuestiones de estética. Y lo del dinero, no lo haré por su propio bien, en respeto a su memoria. Multiplicaré por mil sus regalos, y así conseguiré un buen recuerdo de ella entre sus beneficiarios.

Es curioso. Ahí está, de cuerpo presente, y ni una lágrima ha asomado por mis ojos. Hubo un momento de debilidad, pero lo superé. Tomás que solicita permiso de acceso:

—Señor. Todo en orden. Su primo Mobby ha llegado. Como me consta el cariño que se profesan le he servido una copa en el salón pequeño.

—Voy ahora mismo. Ese me animará.

Mi primo Mobby es un estafador. Me ha vendido varios cuadros. Uno de Velázquez, auténtico según él, titulado
Tren al llegar a un túnel.
Mi madre no podía resistir su presencia, pero yo siempre lo he tenido como el mejor de mis amigos.

Además, que Mobby tiene grandes y acrisoladas virtudes. Lo dejas sólo entre mil obras de arte, joyas y bolsas repletas de dinero, y nada faltará. A él le gusta estafar, no robar. Y anda tieso como la mojama. Siempre invierte mal y se enamora de lo menos recomendable. Su última novia, una tal Chocholín, se llevó hasta las lámparas de su casa.

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