—Habla con Alcoceba, el administrador. Que no le ponga pegas. Lo que quiera y que se vaya.
—Asilo haré. Buenas tardes, señor marqués, y muchas muchis.
—¡¡¡Modesto!!!
—Perdón, muchas gracias.
* * *
Se dice que el campo en primavera tiene que ser paseado junto a una mujer. Esas encinas doradas, esos verdes nuevos de los sotos, esos paisajes que cambian en apenas unas horas de sol alto. Cae la luz y se mueve el monte. Los bosques se alegran de dar la espalda al sol, todavía poco acostumbrados al calor que viene. Un zorro solitario. Golpes de álamos que anuncian arroyos. Se colocan en hileras, como dando guardia al agua que se despide. En un mes, cauce seco y melancólico. Los venados avergonzados se han quedado en nada. Mástiles perdidos, desarbolados por la luna. Las ciervas parecen reírse de ellos. Tan presumidos, tan broncos, tan machos, y ahora tan ridículos. Volverá septiembre y se enterarán de qué va la cosa. Porque uno de los mágicos contrasentidos de la naturaleza es la falta de memoria. Es lo que hace más feliz y libre a un ciervo que a un hombre. Que no recuerda, que no siente rencor, que cada día descubre su propio paisaje. Puede pasar toda la vida en la misma sierra, y en todos sus amaneceres se asombrará a la vista de sus dominios. Y los pájaros. ¡Qué diferente el canto del amanecer al de la anochecida!
Nacen cada día, y temen morir cada noche. Cuando la luz se duerme, los pájaros cantan de miedo, de pánico por perder lo que han conocido. Y ya no se acuerdan de nada hasta que la luz vuelve, y entonces cantan de alegría por lo que están viviendo.
Sus ayeres no existen.
En pocos días, lo que era una loma dominada por los violetas y morados del brezo, se levanta amarilla de primeras retamas. Lo que era un desfile de cadáveres de chopos, en un soto frondoso que refresca. Lo que era cuneta de camino entregada al barro, en un pulpito de amapolas. Suelo entregado, y todas las flores del campo que nacen, las conoce quien haya leído a Muñoz Rojas. Las lechitreznas, los zapatillos de Dios… Sólo en unas horas, si el sol lo quiere, cambian los colores, los ritmos y los paisajes de nuestros campos.
En el sur se adelanta todo lo que en el norte se retrasa. Ventajas e inconvenientes.
Pero hay días, y así quiero creerlo, en los que la piel de España lucha y fuerza por renovarse. Y en el renuevo, hasta que julio llega, todo son verdes enfrentados, dorados chocantes y sepias en huida. No hay que entender de campo para enamorarse del campo. El deshielo, los ríos que bajan tronantes, los horizontes que cambian, las siluetas que de golpe aparecen. Mucho camino por delante y una mujer al lado.
Y sea cual sea el espacio, esa sensación de generosidad que el campo concede. Ese alejamiento de los rencores y de las cosas de la vida. No somos otra cosa que casi menos nada si nos comparamos con la maravilla que nos rodea. De poco sirve que nos creamos más inteligentes. De ahí, lo bueno de recorrer el campo, siendo tan poquísima cosa, con los ojos abiertos, la sonrisa a punto, el corazón recogido y una mujer —Marsa— al lado.
* * *
Alcoceba, el administrador, me pide audiencia. Ha engordado y suda una barbaridad por la calva. Es un hombre de alopecia húmeda. Me gusta la lealtad, no la sumisión. Y Alcoceba es espécimen sumiso, parece que anda genuflexo, siempre a punto de caer de hinojos. Movimiento acuclillado ante el poder. Me ha anunciado que el motivo de la visita es personal.
—Usted dirá, Alcoceba.
—Señor. Hace tres años me prometió que si dejaba de hacer ruido al comer y me ejercitaba en el arte de masticar con la boca cerrada, me sería permitido sentarme en la mesa del comedor principal una vez a la semana. Usted dijo que los jueves, concretamente. Y ha pasado el tiempo, mis formas en la mesa han mejorado ostensiblemente, y no he recibido aún la invitación de sentarme en el comedor principal con ustedes, los señores marqueses, su madre, la señora marquesa viuda, y el capellán don Crispín, cuyo origen social es infinitamente más bajo que el mío. Le ruego que comprenda mi profunda decepción, señor.
—Tiene razón, Alcoceba. Se lo prometí, siempre que superara un examen. No tengo inconveniente alguno en proceder a la prueba. Mi madre quiere verme para no sé qué bobada de una firma. Después de hablar con Mamá, será usted examinado.
No espere ayudas. La prueba se celebrará en la mesa del guadarnés y consistirá en sopa de fideos, escalope con patatas a lo pobre y macedonia de frutas. No es difícil el menú que le propongo. Sé que no son horas para comer tanto. No le voy a obligar a dejar los platos vacíos. Las patatas se alegrarán con una salsita. Le recuerdo que está completamente prohibido rebañar en el plato. En una hora me espera en el guadarnés. Diga a Tomás que se presente inmediatamente.
Tomás que acude.
—Tomás, en una hora quiero una bandeja en el guadarnés con un plato de sopa de fideos, un escalope con patatas a lo pobre ayudadas de una salsita y una macedonia de frutas.
—¿Para usted?
—No, Tomás. Para Alcoceba. Quiere hacer el examen de urbanidad en la mesa.
—Yo que usted, le pondría un cate.
—Seamos justos, Tomás.
* * *
No tengo claro lo que pretende Mamá. Superado el trance del monumento que pretendía erigir en casa con ella de protagonista y trayéndose del Guadarrama inmensas moles de granito —como el de los apóstoles del Valle de los Caídos—, anda en otros proyectos. La conozco muy bien. Cuando simula naturalidad y abandona por unos días las impertinencias, es que algo bulle por su endemoniada cabeza. No ha tardado mucho en descubrirse.
—Susú, hijo, firma aquí.
No he firmado jamás ni manifiestos, ni peticiones, ni textos solidarios. Por ello, y ante la insistencia materna, he solicitado la pertinente información de mi madre.
—Es un documento redactado por mí, y ha quedado precioso, en el que solicito al papa Benedicto XVI que se inicien de forma súbita los trámites para hacer santo al Caudillo.
—No lo pienso firmar. No era un santo. Y te prohíbo que lo envíes al Vaticano.
—Eres un rojo asqueroso. Influencias de tu mujer por lo civil, me supongo. Me da igual. Franco será santo con tu firma o sin tu firma.
—¿Puedo leer el documento? —Y me lo ha entregado.
«Santidad: A vuestros
pies
postrada se presenta vuestra hija y hermana en Dios María Cristina Belvís de los Gazules y Hendings, marquesa viuda de Sotoancho, domiciliada en La Jaralera, provincias de Cádiz y de Sevilla, en España. Mujer humilde y trabajadora como la que más, entregada en vida a la educación y mantenimiento de su único hijo, presiento que mi ascensión a los cielos está cercana.
Y no deseo hacerlo bajo ningún concepto si antes no ha sido elevado a los altares nuestro difunto Caudillo, el Generalísimo Franco, del que se inventan cosas increíbles, cuando fue un santo santazo durante toda su vida. Ha sido santa Calamanda la encargada de pedirme que le formule este ruego. Beso su anillo con devoción y espero tener noticias, y muy prontito, de Su Santidad.» Y la firma.
—Mamá, esta carta queda incautada por órdenes de la autoridad, que como sabes perfectamente, soy yo.
—Si ya fui al Vaticano en una ocasión para impedir que te casaras con una divorciada, no voy a quedarme de brazos cruzados si tú conculcas mis derechos y libertades.
—Mamá, no tiene sentido lo que pides. Y esta carta, de ser enviada, jamás la leería el Papa. Esta carta se quedaría en el zaguanete de los monaguillos de primer año.
—Santa Calamanda me lo dijo claramente: «Cristina, tu Caudillo espera tu recomendación.»—Me empieza a caer gorda santa Calamanda.
—Y además, te la he jugado. Sabía que me incautarías la carta. Fíjate bien. Es una copia. La carta fue enviada ayer. Ya está en camino hacia los ojos de Su Santidad. Le puse trescientos euros de sellos, para que llegue cuanto antes.
Me siento avergonzado. ¿Qué puedo hacer con esta mujer?
* * *
Me dirijo atribulado al guadarnés. Un gravísimo problema más. Me veo dando explicaciones a Su Santidad. Espero que esa carta sirva a los monaguillos para hacer una bola y jugar con ella en el recreo, entre misa y misa. Y para colmo, el asunto de Alcoceba. En un momento de debilidad le di mi palabra y hay que cumplirla. Tomás será mi ayudante examinador.
La mesa del guadarnés es redonda y no muy grande. La bandeja está dispuesta.
Alcoceba chorrea por la calva. Le he pedido que se anude un pañuelo como si fuera un cantante de jotas aragonesas. Cumple mi ruego con gran destreza.
Tomás se sienta a mi vera, pero sin tener nada que ver con el poema de tío Rafael de León. Alcoceba está concentrado.
—Primera prueba, Alcoceba. Sopita de fideos.
El administrador tiembla. La cuchara se mueve de norte a sur y de este a oeste.
—Perdón, estoy muy nervioso. Este examen es muy importante para mí, señor marqués. En el pueblo no me consideran.
—Tranquilo, Alcoceba. Si no le repugna la sopa fría, puedo esperar la llegada de su sosiego.
Tomás, que odia a Alcoceba, da su primera dentellada.
—Señor marqués, no es justo. Que empiece de una vez.
Alcoceba me mira implorante.
—En dos minutos, a por la sopa, Alcoceba.
Dos minutos que se hacen eternos. Al fin, el administrador, con su pañuelo en la cabeza a modo de cachirulo, toma la cuchara con más fuerza y seguridad.
Primera cucharada. Aprobado.
Segunda cucharada. Aprobado.
Tercera cucharada. Se oye un «sluppp».
—Ha hecho ruido, señor marqués —apunta Tomás.
—Repita, Alcoceba.
Cuarta cucharada. «Slupppp» y «fzizishup».
—No soy quien para decidir, pero ha sorbido fatal —insiste Tomás.
—Alcoceba, o reprime el «fzizishup», o me veré obligado a dejar esto para septiembre.
Alcoceba está a punto del episodio vascular.
Quinta cucharada. Aprobado.
Sexta cucharada y última. «Fzizischup» y «shofashisofshi».
—Alcoceba, pase al escalope con patatas.
—¿He aprobado la sopa, señor marqués?
—La nota final es por el conjunto. El tribunal no adelanta su sentencia.
Tomás me atraviesa con la mirada. Y me susurra:
—Un marrano comiendo, señor marqués.
—No influyas en mi ánimo.
Alcoceba ha cogido bien los cubiertos. Corta el primer pedacito del escalope y se lo traga sin masticar.
—Alcoceba, no haga trampas. Mastique.
Un segundo trozo, y mastica. «Cham-cham.»
—Alcoceba, he oído un claro «cham-cham».
El administrador presenta una mancha de sudor axilero. Tomás repara en ella.
—Sudor que atraviesa camisa y chaqueta, señor marqués.
—No pongas nervioso al administrador.
Nueva porción del escalope. En esta ocasión, con la obligación de ayudar su entrada con una patatita salsera.
«Shshsprglotss.»
—Modere lengua y glotis, Alcoceba.
«Shuipshizss.»
—Señor marqués, con las patatas, cero patatero, y no me quiero hacer el gracioso.
—Es duro, Tomás, pero no creo que pase la prueba.
Alcoceba sabe que está al borde del precipicio.
—La macedonia, Alcoceba.
He ordenado que la macedonia tuviera más cuadraditos de manzana que de pera.
La manzana hace un «crajj» cuando se mastica mal que no deja lugar a la duda.
Primer intento. «Crajcraj.»
Segundo intento. «Crajcraj.»
Le sorprendo a Alcoceba haciendo trampa. Deshecha los trochos de manzana y rebusca los de pera.
—¡Ehhhh!
El administrador pega un salto del susto.
—A la próxima le suspendo.
Cucharada variada. «Crajcraj.»
—El examen ha concluido. Alcoceba, haga el favor de abandonar el guadarnés.
Puede quitarse el cachirulo. En cinco minutos será informado de la decisión final.
Se incorpora doliente, exhausto. Me mira como el alumno sin esperanzas que busca el milagro rozando la sensibilidad del maestro. Bajo los ojos. No soy un examinador fácil. Justo, pero no fácil. Reconozco que Alcoceba lleva a cabo una gran labor administrativa en casa, pero tampoco se puede quejar. Hemos permitido que robe con prudencia, y al cabo de los años, esa prudencia en el robo le ha permitido comprar dos pisos en Sevilla, una pequeña viña en Jerez y un apartamento en el Puerto de Santa María. Alcoceba me ha robado, pero con decente medida.