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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Milagro, se ha muerto Mamá (4 page)

BOOK: Milagro, se ha muerto Mamá
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La estética de casa no se puede derrumbar por culpa de un capellán dominado por la dejadez.

DOS

Las responsabilidades abruman. Comprendo a Rockefeller cuando adivinó en el espejo sus primeras canas. No se me antoja agradable hablar con don Crispín de sus desaliños. Cuando llegó a casa, parecía muy poca cosa. En verdad lo era comparado con don Ignacio, su antecesor, un gran tipo que terminó colgando la sotana para escaparse a Sancti Petri con Ramona, nuestra mejor cocinera de la historia. Ramona no era sofisticada, pero todo lo que cocinaba parecía tocado por los vientos de Dios.

Y don Ignacio, que en un principio me torturó aliándose con Mamá, poco a poco fue comprendiendo mi situación y terminó de mi madre hasta el bonete o la teja, que no recuerdo bien con qué se cubría la chochola. Don Ignacio estuvo a punto de asesinar a Mamá, a la que dejó que se despeñara por un precipicio de Las Barranqueras, el cuartel más abrupto de La Manchona. Mamá decidió hacer penitencia por los pobres de la India y no andar durante diez días. Aquellos diez días fueron para el pobre don Ignacio un suplicio, porque su obligación fundamental consistía en empujar una silla de ruedas en la que mi madre se sentaba para cumplir su promesa. Y una tarde, de mayo casi vencido, con un calor de aúpa, a Mamá se le ocurrió dar un paseo por Las Barranqueras, y don Ignacio llegó a la cuerda literalmente agotado. O fallaron los frenos en el descenso o hubo intento de homicidio —la tesis de Tomás—, pero el hecho es que Mamá a bordo de su silla se despeñó por un barranco y se salvó milagrosamente porque encontró en su caída la copa de un inmenso pino. Las palomas que anidaban en aquel árbol fallecieron del susto al comprobar que aquello que había caído sobre su hogar y compartía con ellas la panorámica era mi madre.

También las palomas se infartan.

He citado a don Crispín en la Recoleta de los Magnolios. Ahí, en el templete que mandó construir el bisabuelo no se sabe para qué. Un antojo. Don Crispín me espera puntual y bastante sucio. No me cabe en la cabeza su proceso de abandono.

—Don Crispín, creo que tuvo usted un intercambio de palabras ásperas con Miroslav, el chófer.

—Hubo palabras ásperas, pero no intercambio. No le respondí.

—Ya sabe usted cómo son los yugoslavos. A veces bruscos, incluso cuando tienen razón.

—No la tenía, Cristian. Afeó mi indumentaria.

—También lo hizo mi madre hace días. No es casualidad.

—Le he perdido apego a la moda, Cristian.

—Pues hay que recuperarlo. No pretendemos que se vista usted como si fuera un sacerdote de pasarela, pero sí que recupere su decoro y su higiene. Mírese, don Crispín. Tiene seis lamparones en la sotana. Se la ha cambiado porque el domingo conté siete. Y tóquese. Barba de dos días, como si fuera un actor de izquierdas intentando parecer más de izquierdas todavía. No, no y no, don Crispín.

—Jesús estuvo cuarenta días y cuarenta…

—No me compare la situación. Ahora mismo le da las sotanas a Miroslav para que las lleve al tinte. Mañana puede vestirse como quiera. Y pasado mañana, de dulce, como siempre. Además, también Miroslav tendrá su penitencia, porque llevarle a usted las sotanas al tinte no creo que le guste.

—Intentaré ser más pulcro y aseado.

—Y menos cursi. Porque lo de «pulcro y aseado» es como para meterle en la cárcel, don Crispín. Prepare sus sotanas y dígale a Tomás que le espero.

Tomás, parsimonioso y nada veloz, como siempre.

—Tomás, como jefe supremo del servicio de La Jaralera, traslada la siguiente orden a Miroslav: «Por indicación del marqués de Sotoancho, sírvase llevar a la tintorería La Esmerada las sotanas de don Crispín.»

—No me atrevo, señor. Miroslav tiene mucho carácter.

—Y yo, más. Si Miroslav se niega, que se le prepare la liquidación sin que se entere mi madre.

—¿Por qué no se lo ordena usted personalmente, señor marqués?

—Precisamente por eso. Porque en este caso me sirve para algo ser el señor marqués. ¿Recuerdas a Melfidur?

—¿Quién era ese Melfidur?

—Un gran estratega que protagonizaba el cuento
La princesa y el dragón.
El rey ordena a Melfidur que vaya al castillo del dragón para rescatar a su hija, la bella princesa Verenice. Melfidur sabe a la perfección que si libra combate con el dragón la casca irremediablemente. Pero si no cumple la orden del rey (creo recordar que Hontón II), el verdugo le corta la cabeza. Entonces Melfidur idea una treta. Convence a Floristán, joven soldado secretamente enamorado de la princesa Verenice, para que vaya a luchar con el dragón y salvar a su amada, bajo la falsa promesa de que el rey Hontón II le premiaría con el plácet para desposarse con su hija. Y el tonto de Floristán, armado de una lanza y un escudo, acude veloz al castillo del dragón. Un rugido terrible y el dragón que abre la puerta del castillo. El dragón lleva entre los dientes, manchados de sangre, el cuerpo muerto de la princesa. Se la estaba comiendo el muy cabrito. Y Floristán, al ver a su princesa amada entre las fauces del dragón, hace lo que haría cualquier hombre normal. Huir. Pero el dragón le alcanza con una bocanada de fuego y el bravo soldado fallece en el intento. Enterado el rey del triste final de su hija (¿a qué padre, Tomás, no le duele la ingestión de su amada hija por parte de un dragón?), se quita la corona, tira el cetro, se despide del trono y vase. No recuerdo dónde vase, pero vase. Ese no es el problema, Tomás. Lo cierto es que Melfidur se apodera del reino y se convierte en el rey Melfidur I, y no se casa para no tener hijas y que le den un disgusto parecido. ¿Has comprendido el mensaje, Tomás?

—En absoluto, señor marqués. Pero hablaré inmediatamente con Miroslav. Todo menos que me suelte otro cuento.

—¿Acaso no has intuido que yo era Melfidur, Miroslav el dragón y tú Floristán?

—No he intuido nada. Ahora mismo lo hago.

—Gracias, Tomás.

—De nada, señor marqués.

Se me antoja milagrosa mi resistencia al envejecimiento con la cantidad de problemas que me acosan. El carácter de Miroslav, la dejada suciedad de don Crispín y la falta de agudeza de Tomás para interpretar un cuento magistralmente narrado.

Otra persona que no fuera yo ya habría arriado la bandera de combate e izado en su mástil la grímpola blanca de la rendición. Pero estoy hecho de madera de encina, y puedo soportar cualquier inconveniente.

Me intriga Marsa. Creo que quiere decirme algo y no se atreve. Mi mujer no es de las que se esconden. Mientras le contaba a Tomás la historia terrorífica de Melfidur, el dragón, el rey Hontón II, el tonto de Floristán y la infeliz y bella princesa Verenice (que en paz descanse), Marsa ha intentado intervenir y se ha arrepentido, abandonando el lugar de la narración. De ahí que, como todo amante esposo, haya requerido su presencia por medio de Flora, que termina de plancharme las camisas.

Aquí la tengo, sólo para mí, alta, clara y como una palmera.

—Tenía necesidad de hablarte, mi amor.

Me producen pánico escénico, e incluso torácico, las necesidades de mi mujer. Mi corazón ha principiado un bombeo acelerado de imposible contención. Prosigue:

—Sabes, mi amor, lo que te quiero y lo que para mí significas. Tengo claro que seré tu mujer para siempre, si tú no te opones a mi proyecto por bobadas sin importancia.

Pero también tengo claro que necesito períodos de amnistía conyugal. Esto es un paraíso, y tú eres el mejor marido y el más macho del universo, que no te quepa duda de eso, pero de cuando en cuando, para apreciarte y valorarte con justicia, es necesario descender a los hierbajos que crecen en las riberas de los arroyos…

Aquí he creído oportuna una especificación de la metáfora.

—¿ Qué quieres decir cuando insinúas la favorable necesidad de equipararte a los hierbajos que crecen en las riberas de los arroyos?

Pero Marsa hace caso omiso a mi pregunta y continúa con su exposición.

—… Me estoy poniendo demasiado lírica, Cristian, cuando mi intención no es otra que ser práctica y concisa. He decidido echar un polvete por fuera, tener una orgasmía prófuga, y, si es posible, con tu consentimiento. En el caso de que me lo prohíbas, lo haré igualmente. Todavía no tengo adjudicado mi colaborador en el fornicio, pero no será de nuestra clase. Necesito una evasión con un jinete vegetal y campero, un tipo de «hola y adiós», de los que no se enamoran posteriormente, de los de «aquí te pillo y aquí te mato», un cenutrio aparatoso y calmante, capataz y varilarguero, pero nada más. Espero tu aprobación, y en caso de haberlas, tus quejas.

Ante sinceridad tan cruda, mis argumentos bailan y tropiezan. Mis quejas me queman y se resisten a la erupción. A Marsa le gusta de cuando en cuando citarme de lejos y regalarme media verónica. Pero en esta ocasión me está poniendo la muleta en los morros para sacarme un natural de tronío. Soy hombre de cólera medida y sufrimiento pastueño, aunque hondo. Mi pregunta se ha centrado exclusivamente en la curiosidad.

—¿Quién es, Marsa?

Y ella, animada por mi aparente mansedumbre, no ha tenido inconveniente en reconocérmelo.

—Me lo voy a hacer con Jerónimo, el mayoral de El Acebuchal. Me gusta como hombre, me ponen sus piernas estevadas, que parece montado a cualquier hora del día. Después de entregarme a él, te querré más que nunca. Y será esta tarde, como dicen los tontos «tipo ocho o tipo ocho y media». Nos hemos citado en la lomilla de las adelfas, así que no me preguntes cuando vuelva a casa de dónde vengo y por qué estoy acalorada. Espero estar acaloradísima, mi amor. Te adoro, pero me vuelve loca un cambio efímero de jinete.

Se me ha caído lo que tenía entre las manos al suelo. Afortunadamente era un pañuelo. He pensado en un traguito de ginebra, pero mi garganta sólo acepta las lágrimas. Fallido intento de hablar con voz de barítono. Me ha salido tenora y papillera.

—No creo que esté en condiciones de permitir tan caprichoso acto adúltero, mi amor.

—Ni yo estoy en condiciones de cancelarlo. Es más, mi amor, ya me están preparando a
Ceniciento.
A la cita con un mayoral se va a caballo.

—Ese mayoral no es persona recomendable.

—No digas tonterías. Te veo por la noche, mi amor.

Desconcierto absoluto. Marsa me ha dado un piquito en los morrillos y ha salido camino del patio. Por un ventanal del corredor la veo montar y salir al paso, tranquila y guapísima, por el portalón de poniente. Ya me ha hecho alguna, pero nunca anunciándome el cornerío. Y lo malo es que no tengo en la mente el dibujo de Jerónimo. Sí guardo el deje de su voz sorda y bronca cuando me ha saludado en momentos coincidentes. Me siento humillado y encabritado. Tomás me interrumpe.

—Orden cumplida, señor. Miroslav llevará a Guadalmazán la ropa sucia de don Crispín. Y lo ha aceptado sin reservas de ninguna clase. Le noto algo raro, señor.

—Estoy bien, Tomás.

—Algo le pasa.

—El cambio de tiempo, Tomás.

—¿Una copa, señor?

—Una botella, Tomás, una botella.

TRES

Ceniciento
, siguiendo las instrucciones de su dueña, galopaba por el camino de la dehesa, rumbo a la suave lomilla de las adelfas, otero dominado por el Cerrillo de la Infanta Eulalia. En la lomilla se alza una caseta para guardar aperos de labranza y útiles de montería. A Marsa se le salía el corazón por la boca, y sentía la camisa herida por sus pitones en punta. Todo el paisaje olía a yegua desbocada.

Junto a la caseta, pastaba con enorme resignación el caballo de Jerónimo. Este, sentado bajo un sombrón de eucalipto indultado, se fumaba el cigarrillo de los buenos nervios. Ya había visto a la «señora» acercándose a galope tendido. Y ya la tenía delante, descabalgada, más rota que entera.

—Jerónimo, esto es una locura. Sólo una vez y nunca más.

—Lo que usted ordene, señora.

—Y sin mirarme.

—Pues renuncio, señora. Yo no monto a una mujer que no se deja ver.

—En esta ocasión lo hará.

—Señora, por donde ha venido se puede usted ir. Perdone si se lo digo. A mí, más que tenerla, me apetece verla. Lo otro es lo de siempre. Unas mejor que otras, pero todas parecidas. Pero verla desnuda es un privilegio. O la veo, o que la monte el señor marqués. Con Dios, señora.

—¡Jerónimo! ¡Por favor! ¡No se vaya!

Marsa implorante estaba más guapa que nunca. Llegó Jerónimo hasta ella y poco a poco, con suavidad de nube, desabrochó uno a uno los botones de la camisa de «su» marquesa. Desnuda de cintura para arriba, Marsa se dejó besar, y hundió su boca en el sabor montaraz y amargo del mayoral embravado. Manos y abrazos, besos y gemidos. Jerónimo la montó como se hace cuando sólo una vez en la vida puede un mayoral zumbarse a una marquesa. Ella, desnuda y entregada, miraba sin mirar hacia la punta de lanza del eucalipto, pero en las nubes de sus ojos se dibujaba el rostro macho de Jerónimo, que la poseyó hasta el último soplo de su resistencia.

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