Preciosa Reñones Lemos
Lugar de nacimiento:
Algeciras.
Fecha:
19 de mayo de 1975.
Nueva doncella y ponebaños de la marquesa viuda, que decide llamarla María por considerar indecente que su hijo la llame «Preciosa».
Un bando rosa de flamencos rumbo a la albariza de los juncos. Mayo rabioso. Han estallado las buganvillas y se adivina el tímido azul primero de los Jacarandas.
Mamá adelanta su ginebra vespertina y liba de la copa como si fuera una abeja del Sahara que se topa de golpe con un macizo de azaleas. En el templete de la Recoleta de los Magnolios sopla la brisa fresca del atardecielo. Otro mayo que se despide con engaños térmicos. Por cada trago de ginebra, el buche de mi madre se ancha y estrecha al modo de los pelícanos. Mira al cielo mientras yo vigilo las labores de Pepillo, el jardinero, que anda obsesionado con las lantanas.
—Mal año para las lantanas, señor marqués. Nacen sin vocación.
María, la doncella y ponebaños de Mamá, atiende de lejos sus gestos y movimientos. Aventura una orden de traslado. A mi madre lo del jardín le cansa pronto, y gusta de tomarse la segunda copa en el salón. En efecto, mira hacia María y alza levemente la mano. Pero se detiene. Le asalta un estornudo. Cosas de la temperatura. El ruido de su explosión nasal asusta y mueve al vuelo a un petirrojo.
Mamá, como agotada del esfuerzo de estornudar, resigna su mano y baja la cabeza.
—Mal año para las lantanas, señor marqués, con estos amarillos tan indecisos.
—Les falta sol, Pepillo. Ya romperán.
María se ha acercado a Mamá, que persiste en su meditación. Toca suavemente su hombro derecho. La copa de ginebra descansa sobre la mesa del templete en espera de una renovación de elixir y hielo. Pepillo, que es muy pesado e intenso, en lo suyo.
—Con todo mi respeto, ni sol ni luna. Este año las lantanas están de tonterías.
María principia un amago de llanto. En casa, ya se sabe, está prohibido llorar por ser costumbre de pobres y de folclóricas. Tiene los ojos abrumados, de chispeo. Me habla.
—La señora marquesa viuda se ha desmayado, señor.
—Como las lantanas —tercia Pepillo.
No se equivoca María. Mamá no responde, y al alzar su cabeza, ésta se derrumba, nuca al sur, hacia el respaldo de su asiento. Marsa, mi mujer, que lee bajo un magnolio, responde a mi alarido.
—¿Sucede algo, amor?
Se incorpora y acude. Me ve sobre mi madre, intentando reanimarla. No le hago el boca a boca porque no se besa a una madre, y además, sinceramente, me da algo de asquito. Marsa lo intuye.
—Creo que no se puede hacer nada, mi amor. Hay que avisar a don Crispín.
Aquí la tengo. No respira ni me topo con sus pulsaciones. Don Crispín llega —ignoro cuántos minutos han pasado— e intenta recuperar su mirada. Pero Mamá mira en blanco, párpados arriba. Don Crispín reza y la bendice. Le está administrando la extremaunción. Marsa me abraza por la espalda.
—Está muerta, mi amor.
—Está triste y nada más, como las lantanas —concluye Pepillo.
—Hay que llamar al médico, Cristian —me dice don Crispín—. No va a hacer nada, pero hay que llamarlo. Su madre ya no está.
A Mamá se le ha ido la vida en un estornudo, por las bocanas nasales. Noventa y seis años escapados en un santiamén moquero. En principio, nada siento. Tampoco siento lo contrario a nada. Mamá se ha muerto.
A espaldas de Mamá, que ya no fisgonea tanto, y para no perder a nuestro guarda mayor, Modesto, hemos aceptado en nómina a Bubú. Como recordarán, Modesto, un tipo recio y de voz aguardentosa, honrado a carta cabal y trabajador cimero, salió el pasado año del armario y se trajo a vivir a su casa a un negrazo del Camerún que responde al nombre de Bubú. En el transcurso del año se casaron y, aunque no esperan descendencia todavía —que todo se andará—, se aman apasionadamente.
Bubú, mientras no hable, produce mucho respeto, y lo tenemos de guarda móvil, vigilando los límites y recorriendo los carriles. Dos días atrás, Modesto me solicitó audiencia.
—Señor marqués, no quiero arrimar el ascua a mi sardina, pero mi Bubú está cumpliendo sus obligaciones con mucha ilusión y competencia. Y me encantaría que se le ofreciera la oportunidad de trabajar aquí con un contrato indefinido.
—Modesto, estoy muy contento con Bubú. Los furtivos lo ven y salen corriendo a toda pastilla. Creo que es justo lo que me pides. Además, es tu marido o tu mujer, que en eso soy muy antiguo y estoy hecho un lío. Confía en mí.
—Gracias, señor. ¿Puedo llamarle para decírselo?
—Hazlo. Le darás una alegría.
Le tiembla la barbilla. Mentón de serranía como flan de dulce de leche.
—Bubú, cariño. Que el señor marqués te ha aceptado como fijo.
»Voy, ya voy para allá. Cálmate, Bubú. Hasta ahora mismo, cariño.
Me raya lo de «cariño».
—Modesto, eso de «cariño» para arriba y «cariño» para abajo me molesta sobremanera. En presencia de terceros, los excesos verbales que el amor procura deben ser controlados.
—La próxima vez seré más medido, señor marqués. ¡Qué «ilu», qué «ilu»! Gracias de corazón y alma, señor. Con su permiso…
—Puedes irte, Modesto, pero no me olvides los deberes.
Modesto es un gran tipo. Sustituyó a Lucas, que en paz descanse, el padre de Marisol, mi primera mujer, que en paz descanse también. Modesto se conoce La Jaralera de palmo a palmo, y es guarda de armas tomar cuando se pone firme. Con Bubú ha perdido la cabeza, pero no su sentido de la obligación.
Hace unos días, Bubú fue el motivo de la penúltima discusión con mi madre.
Tengo para mí que Dios, al conceder a algunas personas existencias tan largas, habría de mejorar sus temperamentos y flexibilidades. La boda de Modesto y Bubú se la habíamos ocultado a Mamá por razones obvias. Dios no ha hecho flexible a mi madre, ni comprensiva, ni tolerante, ni cariñosa, pero tampoco se le puede exigir a una mujer casi centenaria que asimile en poco tiempo este tipo de bodas. Es más, Mamá ignoraba que Bubú existía hasta que se lo topó en un paseo, la mañana que estrenó su mamamóvil.
Desde que vio al papa Juan Pablo II en su Papamóvil, a mi madre le bailaban los ojos de envidia malsana. Y un buen día me sorprendió de buen humor y desahogo económico, y me soltó la inesperada petición.
—Susú, quiero que me encargues un mamamóvil parecido al de Su Difunta Santidad. Quiero disfrutar de nuestro campo el tiempo que me queda de vida, y con un mamamóvil cumpliría mis deseos. Además —y ahí me tocó en la tecla precisa—, dando vueltas con el mamamóvil de un lado a otro bebería menos.
Así que me puse a buscar fabricantes de mamamóviles, no encontrando ninguno en la región. En Madrid, gracias a unos amigos, supe de un taller en el que operaba un grupo de manitas, y les puse al corriente de mis necesidades. A los cuatro meses tenía mi mamamóvil a punto. Un Range Rover pintado de color negro —lo del blanco se me antojó irrespetuoso—, con toda la parte trasera acristalada y un artilugio eléctrico que subía y bajaba indistintamente, previa presión del botón de un mando a distancia, una silla de ruedas. Nunca he sido un gran aficionado a los coches, y me asusta oír los precios que imperan en el mercado, pero puedo decir que ni un Rolls-Royce, ni un Ferrari, ni un Lamborghini alcanzan un valor semejante al mamamóvil de Mamá, y perdón por la redundancia. Más de 180.000 euros del ala volaron de mi cuenta corriente.
Fue Miroslav, un nuevo chófer yugoslavo fichado recientemente, el encargado de llevar a mi madre en mamamóvil. Partieron a las diez en punto de la puerta de casa, y eran las dos menos cuarto y aún no habían vuelto. Al regresar, Mamá estaba radiante.
—Me has hecho feliz, Susú. Y Miroslav es un chófer estupendo y prudente. Me ha llevado por la dehesa, por el Cerrillo de la Infanta Eulalia, La Manchona, el Soto de las Oropéndolas, la Albariza, el lago… ¡Qué paraíso tenemos a mano y no sabemos disfrutar! El Guadalmecín baja de aúpa, y sólo me ha disgustado un detalle. Se nos ha colado un negro.
Me lo temía. Mamá es racista. No lo niega. Le preocupan todos los árabes y bastantes negros. Tuvimos muchos problemas —con atentado fallido incluido— con un jardinero que resultó ser de Al Qaeda, y al ver a Bubú le ardió la hoguera de la inquietud.
—Tienes que avisar a Modesto, el guarda mayor, y que lo capture. Se trata de un negro muy alto y bastante chulo, porque ni ha huido ni nada. Se ha limitado a quitarse una gorra cuando me ha visto, como si esto fuera la plantación de «La cabaña del tío Tom».
Problema grave. ¿Cómo decirle a Mamá que Modesto, precisamente Modesto, es el marido, o la mujer, o lo que sea, del negro en cuestión? Intento no logrado de evasión argumental.
—Bueno, bueno, vamos al grano, Mamá. ¿Te ha gustado el mamamóvil?
—Ya te he dicho que me ha encantado. Y también te he dicho, y parece que no le das importancia a lo que te digo, que he visto a un negro junto al puente de los plumbagos.
Reaccioné con donaire.
—¡Ya sé quién puede ser! Seguramente al que has visto es Bubú, un camerunés encantador y muy trabajador, de buenísima familia del Camerún, que me pidió un trabajo temporal. Tiene un secreto de su tribu para prevenir las invasiones de orugas en las encinas. Las deja sin orugas durante cinco años.
—No puedo concebir que hayas roto una tradición familiar sin pedir mi permiso.
Jamás un negro ha trabajado en esta casa.
—Los tiempos han cambiado, Mamá. Muy pronto los verás de alcaldes.
—Prefiero morir antes de que ocurra tamaña catástrofe. ¿Y de dónde me has dicho que es?
—Un príncipe del Camerún venido a menos. Me has reconocido que a tu paso se ha descubierto con educación y cortesía.
—Sí, y con un movimiento de caderitas que no me ha gustado nada.
—Es una costumbre muy camerunesa. Mover las caderas cuando se saluda con respeto a una mujer.
—¿Y cuándo se marcha?
—Cuando inyecte el ungüento contra las orugas en todas las encinas.
—Puede tardar hasta el juicio final.
—Es un hombre bueno y honrado. No te dará problemas. Mañana te acompañaré en tu paseo. Me gustará ver lo que disfrutas reuniéndote de nuevo con tus paisajes.
—Mis paisajes eran sin negros, Susú.
—Los tiempos. Mamá, los tiempos…
Tomás ha vuelto del Puerto de Santa María. Cosas de la OPA. Tenía unas «endesas» y las ha vendido.
—Me he forrado, señor marqués. Si anda tieso, le presto lo que necesite.
Le he contado los pormenores del problema racial, y no le ha dado importancia.
—Su madre, señor marqués, se cansará pronto del mamamóvil, y dejará de toparse con Bubú. Se le dice que se ha ido, y pelillos a la mar. Me preocupa más el caso de Miroslav, el nuevo chófer. Para mí que es un serbio huido del Tribunal de La Haya.
—¿Cómo puedes pensar en esa barbaridad?
—Sus dotes de mando, señor marqués. El pasado viernes, le dio un chorreo a Gumersinda, la cocinera, porque las patatas fritas estaban crudas. Y a don Crispín le afeó el mal estado de su sotana. Que si no tenía respeto por la uniformidad, y que el aseo y la buena presencia son imprescindibles hasta en el frente de guerra. Don Crispín no se lo creía.
—Tiene razón Miroslav. Últimamente, don Crispín se está dejando llevar por la pereza estética. Después de la misa del pasado domingo, durante el desayuno, le conté siete lamparones. Mamá ya se lo ha advertido.
—De acuerdo, pero ojo con el yugoslavo. El día menos pensado se mete en su cama, usa su despacho y le pide que le ponga una cerveza fresca sin espumita.
Tomás me ha preocupado. Conoce a la gente de lejos, con sólo mirarla. Resulta que Miroslav se ha adueñado de la simpatía de Mamá. A mi madre le gustan los hombres altos, guapos y con melancolía eslava. Recuerdo a su primer amor, el profesor de baile de su infancia, Markulonis. Aquél era lituano y éste, serbio, pero en ambos se percibe lo que los rusos llaman
slaviske Seele,
es decir, el alma eslava, tan irresistible para las mujeres. Vigilaré a Miroslav.
Respecto a Bubú, lo mejor es pasar y dejar que las cosas encuentren su sitio. Su trabajo ha sido ejemplar, y lo que hagan Modesto y él intramuros a mí no puede afectarme. Otra cosa es que vayan abrazándose y besándose por la dehesa, pero Modesto es discreto hasta el máximo en cuestión de fogaradas. Y tengo que hablar seriamente con don Crispín, que era modelo de higiene y elegancia y ahora parece un cura rojo. Aquí, desde que mando yo, las ideas se respetan, pero no los desaliños indumentarios. O manda al tinte sus sotanas —tiene tres y todas igual de guarras—, o sintiéndolo en el alma se lo endoso al párroco ése de Vallecas, el de las rosquillas.