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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (28 page)

BOOK: Miles de Millones
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La desobediencia civil no violenta ha logrado notables cambios políticos en este siglo, hizo que la India se emancipase del poder británico, promovió por doquier el final del colonialismo clásico y proporcionó algunos derechos civiles a los norteamericanos de origen africano (aunque también puede haber contribuido a ello la amenaza de la violencia de otros, desautorizada sin embargo por Gandhi y King). El Congreso Nacional Africano (CNA) creció dentro de la tradición gandhiana, pero hacia la década de los cincuenta resultaba evidente que la insumisión no violenta de nada valía frente al Partido Nacionalista blanco en el poder. De manera que, en 1961, Nelson Mándela y los suyos formaron el
Umjunto we Sizwe
(Lanza de la Nación), ala militar del CNA, sobre la base absolutamente antigandhiana de que lo único que los blancos entienden es la fuerza.

Incluso Gandhi tuvo dificultades para conciliar el empleo de la no violencia con las necesidades de la defensa frente a quienes seguían reglas de conducta menos sublimes: «Carezco de calificación para enseñar mi filosofía de la vida. Apenas la poseo para practicar la filosofía en que creo. No soy más que una pobre alma que pugna y se afana por ser [...] del todo sincera y del todo no violenta en pensamientos, palabras y obras, pero que nunca logra alcanzar el ideal.»

«Paga el bien con bien, pero el mal con justicia», dijo Confucio. Ésta podría llamarse «regla de bronce»: «Haz a los demás lo que ellos te hagan.» Es la
lex talionis,
«ojo por ojo y diente por diente»,
más
«un bien merece otro». Es la norma familiar en la conducta verdaderamente humana (y del chimpancé). «Si el enemigo se inclina hacia la paz, inclínate también hacia la paz», dijo el presidente Clinton citando el Corán durante la firma de los acuerdos entre israelíes y palestinos. Sin tener que recurrir a lo mejor de la naturaleza de alguien, establecemos una especie de condicionamiento operante, premiándolo cuando se porta bien con nosotros y castigándolo cuando no es así. No nos dejamos arrollar, pero tampoco nos mostramos implacables. Parece prometedor. ¿O acaso es verdad que «dos males no hacen un bien» ?

De acuñación inferior es la «regla de hierro»: «Haz a los demás lo que te plazca, antes de que ellos te lo hagan a ti.» A veces se formula como «quien tiene el oro establece las reglas», subrayando no sólo una desviación de la regla de oro, sino su desdén por ésta. Es la máxima secreta de muchos, si es que consiguen aplicarla, y a menudo el precepto tácito de los poderosos.

Finalmente, debo mencionar otras dos reglas, empleadas por doquier y que explican muchas cosas. Una es «trata de ganarte el favor de los que están por encima de ti y abusa de los que tienes debajo». Éste es el lema de los matones y la norma en muchas sociedades de primates no humanos. De hecho es aplicar la regla de oro para los superiores y la regla de hierro para los inferiores. Como no existe ninguna aleación conocida de oro y hierro, la llamaremos la «regla de hojalata» por su flexibilidad. La otra regla corriente es «privilegia en todo a tus parientes próximos y haz lo que te plazca con los demás». Esta regla, conocida como nepotismo, es llamada por los evolucionistas «selección de parentesco».

Pese a su aparente sentido práctico, hay un defecto fatal en la regla de bronce: la
vendetta
inacabable. Apenas importa quién haya comenzado: la violencia engendra violencia. «No existe un camino hacia la paz —dijo A. J. Muste—. La paz
es
el camino.» Pero la paz es difícil y la violencia fácil. Aunque casi todos estén de acuerdo en ponerle fin, un solo acto de venganza puede desencadenarla de nuevo: la viuda llorosa y los hijos entristecidos de un pariente muerto, ancianos y ancianas que recuerdan atrocidades de su niñez. Nuestra parte razonable trata de mantener la paz, pero nuestra parte apasionada clama venganza. Los extremistas de dos facciones contendientes pueden contar los unos con los otros. Se alían frente al resto de nosotros y desdeñan las apelaciones a la comprensión y el bien. Unos pocos exaltados pueden incitar a la brutalidad y la guerra a una legión de personas prudentes y racionales.

En el mundo occidental muchos quedaron tan hipnotizados por los repulsivos acuerdos de Munich firmados en 1938 con Adolf Hitler que ahora son incapaces de distinguir entre la cooperación y el apaciguamiento. En vez de tener que juzgar cada gesto y cada postura por sus propios méritos, decidirnos de inmediato que el adversario es profundamente malvado, que hay mala fe en todas sus concesiones y que la fuerza es lo único que entiende. Tal vez éste fuera un juicio certero en lo que a Hitler se refiere, pero en general no lo es (por mucho que yo desee que se hubiera producido una reacción de fuerza ante la ocupación militar de Renania) porque consolida la animadversión en ambos bandos y hace mucho más probable el conflicto. En un mundo con armas nucleares, una hostilidad inflexible supone peligros especiales y más que terribles.

Sé que es muy difícil poner fin a una larga serie de represalias. Hay grupos étnicos que se han debilitado hasta la extinción porque carecían de una maquinaria que les permitiera escapar a este ciclo (los caingangues de las mesetas brasileñas, por ejemplo). Las nacionalidades contendientes en la ex Yugoslavia, Ruanda y otros lugares pueden ser ejemplos futuros. La regla de bronce parece demasiado inexorable. La de hierro promueve la ventaja de unos pocos, implacables y poderosos, contra los intereses de todos los demás. Las reglas de oro y de plata parecen condescendientes en exceso y fracasan de manera sistemática a la hora de castigar la crueldad y la explotación. Confían en inducir a las gentes a abandonar el mal por el bien, mostrando que es posible la cordialidad. Sin embargo, hay sociópatas a quienes importan poco los sentimientos de los demás, y es difícil imaginar a un Hitler o a un Stalin avergonzados hasta redimirse por el buen ejemplo. ¿Existe una regla entre la de oro y la de plata por un lado y las de bronce, hierro y hojalata por el otro, que funcione mejor que cualquiera de éstas por sí sola?

¿Cómo podemos decidir cuál emplear, cuál funcionará, entre tantas y tan diferentes reglas? Es posible que en la misma persona o nación opere más de una regla. ¿Estamos condenados a guiarnos sólo por suposiciones, a fiarnos de la intuición o, sencillamente, a repetir lo que se nos ha enseñado? Dejemos a un lado, sólo por un momento, todas las reglas a que nos hayamos acostumbrado y aquellas ante las que apasionadamente sentimos —quizá por un hondamente arraigado sentido de la justicia— que tienen que ser justas.

Imaginemos que no tratamos de confirmar o negar lo que se nos haya enseñado, sino de averiguar lo que realmente funciona. ¿Hay algún modo de contrastar códigos éticos en competencia? ¿Cabe explorar científicamente la materia, admitiendo que el mundo real puede ser mucho más complejo que cualquier simulación?

Estamos habituados a participar en juegos en los que alguien gana y alguien pierde. Cada punto conseguido por nuestro adversario nos deja un poco más atrás. Los juegos de esta clase parecen naturales, y a muchas personas les costaría trabajo imaginar un juego en el que no se debatieran la victoria y la derrota. En los juegos de ganar-perder, las pérdidas son equivalentes a las ganancias, por eso se denominan «juegos de suma cero». No existe ambigüedad respecto de las intenciones del oponente: dentro de las reglas del juego, hará cuanto pueda para derrotarnos.

Muchos niños se espantan la primera vez que se enfrentan claramente a la derrota en los juegos de ganar-perder.

Al borde de la bancarrota en el
Monopolio,
alegan una dispensa especial (exención de rentas, por ejemplo) y cuando ésta no se admite, puede que denuncien entre lágrimas que el juego les parece duro y cruel, como así es (a veces he visto, y no sólo a niños, tirar por el suelo tablero, hoteles y fichas entre manifestaciones de ira y humillación). Las reglas de este juego no permiten que los participantes cooperen en beneficio de todos. El juego no está concebido para eso.

Lo mismo cabe decir del boxeo, el fútbol, el hockey, el baloncesto, el béisbol, el lacrosse, el tenis, el pádel, el ajedrez, de todas las pruebas olímpicas, las regatas, las carreras de coches y la política partidista. En ninguno de estos juegos existe una oportunidad de practicar la regla de oro ni la de plata, ni siquiera la de bronce. Sólo hay espacio para las reglas de hierro y hojalata. ¿Por qué, si la reverenciamos, resulta tan rara la regla de oro en los juegos que enseñamos a nuestros hijos?

Tras un millón de años de tribus intermitentemente bélicas, estamos bien preparados para pensar en el modo de suma cero y para tratar cada interacción como una pugna o un conflicto. Sin embargo, la guerra nuclear (y muchas contiendas convencionales), la depresión económica y las agresiones al medio ambiente global son todas propuestas de «perder-perder». Anhelos humanos tan vitales como el amor, la amistad, la paternidad, la música, el arte y la búsqueda del conocimiento son propuestas de «ganar-ganar». Nuestra visión parece peligrosamente angosta si todo lo que sabemos es ganar-perder.

El campo científico que aborda estas cuestiones se denomina teoría de juegos, y se ha empleado en táctica y estrategia militares, política comercial, competencia empresarial, limitación de la contaminación ambiental y planes de guerra nucleares. El juego paradigmático es el «dilema del preso». En gran medida es lo opuesto a los juegos de suma cero. Son posibles tres resultados: ganar-ganar, ganar-perder y perder-perder. Los libros «sagrados» tienen poco que decir acerca de la estrategia que debe emplearse. Se trata de un juego plenamente pragmático.

Imaginemos que dos amigos han sido detenidos por cometer un delito grave. A efectos del juego, no importa quién es el culpable, si lo son los dos o si no lo es ninguno. Lo que cuenta es que la policía cree que lo son. Antes de que hayan tenido tiempo de ponerse de acuerdo o de planificar una estrategia, los llevan a celdas distintas para ser interrogados. Allí, sin atender a los elementales derechos que los asisten (el de guardar silencio, entre otros), los agentes tratan de que confiesen. Como a veces hace la policía, le dicen a uno que su amigo (¡vaya amigo!) ya ha confesado acusándolo del delito. Es posible que la policía diga la verdad o que mienta. Al interrogado sólo se le permite declararse inocente o culpable. ¿Cuál es el mejor recurso para que el castigo sea mínimo, en el caso de que uno esté dispuesto a decir algo?

He aquí los resultados posibles:

Si uno niega haber cometido el delito y (sin que lo sepa) su amigo también lo niega, puede que sea difícil probar su culpa. Tras el proceso, ambas sentencias serán muy leves.

Si uno confiesa y su amigo hace otro tanto, entonces será pequeño el esfuerzo que el Estado habrá tenido que realizar para resolver el caso. Como compensación, puede que ambos reciban una pena ligera, aunque no tanto como si hubieran afirmado su inocencia.

Ahora bien, si uno se declara inocente y su amigo confiesa, el Estado pedirá la sentencia máxima para él y el castigo mínimo (o quizá ninguno) para su amigo. Ambos presos resultan muy vulnerables a lo que los teóricos del juego denominan «deserción».

En consecuencia, si los dos presos «cooperan» declarándose inocentes (o culpables), ambos evitarán lo peor. ¿Es conveniente jugar sobre seguro y garantizarse un tipo medio de castigo confesándose culpable? Entonces, si el otro se declara inocente, pues peor para él, y uno puede salir relativamente indemne.

Si uno se lo piensa bien, queda claro que, haga lo que haga el otro, es mejor desertar que cooperar. Desgraciadamente, lo mismo le ocurre al otro. Además, si ambos desertan quedarán en peor situación que si hubieran cooperado. Éste es el llamado «dilema del preso».

Consideremos ahora un dilema del preso repetido donde ambos jugadores pasan por una secuencia de partidas. Al final de cada una saben, por el tipo de castigo recibido, qué ha dicho el otro. Así adquieren experiencia acerca de la estrategia del otro. ¿Aprenderán a cooperar partida tras partida, negando siempre los dos haber cometido delito alguno, aunque sea grande el premio por no colaborar con el otro?

Podemos tratar de cooperar o de desertar, en función de cómo se hayan desarrollado la partida o las partidas anteriores. Si cooperamos en exceso, es posible que el otro jugador explote nuestra buena naturaleza. Si desertamos en exceso, es posible que el otro deserte a menudo, y eso es malo para ambos. Sabemos que nuestra pauta de deserción es una información que aprovecha el otro jugador. ¿Cuál es la combinación adecuada de cooperación y deserción? De esta forma el modo de comportarse se convierte, al igual que cualquier otro aspecto de la naturaleza, en materia que debe investigarse experimentalmente.

La cuestión se ha explorado en un torneo informático presentado por Robert Axelrod, sociólogo de la Universidad de Michigan, en su notable libro
The Evolution of Cooperation.
Se enfrentan varios códigos de conducta y al final vemos quién gana (el que consigue la suma mínima de penas de cárcel). La estrategia más sencilla puede consistir en cooperar siempre, sin importar la ventaja que adquiera el otro, o en no cooperar jamás, sin importar los beneficios que pudieran derivarse de la cooperación. Estos son los equivalentes a la regla de oro y la regla de hierro. Siempre pierden, una por exceso de generosidad, la otra por exceso de egoísmo. También pierden las estrategias lentas en castigar la deserción (en parte porque indican al contrario que la falta de cooperación puede ser ventajosa.) La regla de oro no es sólo una estrategia ineficaz: también es peligrosa para los otros jugadores que pueden triunfar a corto plazo sólo para ser aplastados a largo plazo por los explotadores.

¿Debemos desertar al principio y cooperar luego en todas las partidas futuras si nuestro oponente coopera siquiera una vez? ¿Debemos cooperar al principio y desertar después en todas las demás partidas si nuestro oponente deserta siquiera una vez? Estas estrategias también pierden. A diferencia de lo que sucede en los deportes, no podemos contar con que nuestro oponente esté siempre dispuesto a ganarnos.

La estrategia más eficaz en muchas de tales competiciones es la llamada «tal para cual». Es muy simple: uno comienza cooperando y en cada ronda subsiguiente se limita a hacer lo que hizo su oponente la última vez. Castiga las deserciones, pero una vez que el otro comienza a cooperar, se muestra dispuesto a olvidar el pasado. Al principio sólo parece obtener un éxito mediocre, pero con el paso del tiempo las demás estrategias acaban fracasando por exceso de altruismo o de egoísmo, y el término medio sigue adelante. Excepto por el hecho de portarse bien en el primer movimiento, la estrategia tal para cual es idéntica a la regla de bronce. Premia la cooperación y castiga la deserción muy pronto (en el juego inmediato) y posee la gran virtud de ser una estrategia completamente clara para el oponente (la ambigüedad estratégica puede ser mortal).

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