Una empresa que consumiera su capital de modo tan temerario y con tan escasos resultados, habría entrado en bancarrota hace mucho tiempo. Unos ejecutivos que no consiguieran advertir un fiasco tan claro de su política empresarial habrían sido destituidos por los accionistas hace mucho tiempo.
¿Qué otra cosa podría haber hecho Estados Unidos con ese dinero? (No todo, puesto que, desde luego, resulta necesaria una prudente defensa, pero digamos la mitad.) Con un poco más de cinco billones de dólares, diestramente invertidos, habríamos realizado quizá grandes progresos en pro de la eliminación del hambre, la escasez de viviendas, las enfermedades infecciosas, el analfabetismo, la ignorancia, la pobreza y la salvaguardia del medio ambiente, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo entero. Podríamos haber contribuido a que el planeta fuese autosuficiente en el plano agrícola y a erradicar muchas de las causas de la violencia y la guerra. Todo eso podría haber sido realidad con un beneficio enorme para la economía norteamericana. Habríamos sido capaces de reducir considerablemente la deuda nacional. Por menos de una centésima parte de ese dinero podríamos haber organizado un programa internacional a largo plazo para la exploración tripulada de Marte. Con una pequeña fracción de ese dinero podrían subvencionarse durante décadas prodigios de la inventiva humana en el arte, la arquitectura, la medicina y las ciencias. Habría habido espléndidas oportunidades tecnológicas y de progreso.
¿Hemos sido prudentes al gastar tanto de nuestras vastas riquezas en los preparativos y la parafernalia de la guerra? En el momento presente nuestros gastos militares siguen estando dentro de la escala de la guerra fría. Hemos hecho un negocio de locos. Nos hemos trabado en un abrazo mortal con la Unión Soviética, alentado siempre cada bando por los numerosos entuertos del otro; pensando casi siempre a corto plazo —en la próxima elección legislativa o presidencial, en el siguiente congreso del partido— sin contemplar casi nunca la perspectiva.
Dwight Eisenhower, que estuvo estrechamente ligado a esta comunidad de Gettysburg, declaró: «El problema de los gastos de la defensa consiste en determinar hasta dónde se puede llegar sin destruir desde dentro lo que se trata de defender frente al exterior.» Afirmo que hemos ido demasiado lejos.
¿Cómo salir de este trance? Un tratado general de prohibición acabaría con todas las futuras pruebas de armas nucleares, que son el principal impulsor tecnológico de la carrera de armamento nuclear en ambos bandos. Tenemos que abandonar la idea, ruinosamente cara, de la Guerra de las Galaxias, que no puede proteger la población civil frente a una conflagración atómica y que mengua, en vez de acrecentar, la seguridad nacional de Estados Unidos. Si deseamos promover la disuasión, existen medios mucho mejores de conseguirla. Tenemos que llevar a cabo reducciones bilaterales, a gran escala, verdaderas y minuciosamente inspeccionadas en los arsenales nucleares estratégicos y tácticos de Estados Unidos, Rusia y otras naciones. (Los tratados INF y START
[19]
representan pequeños pasos, pero en la dirección oportuna.) Eso es lo que deberíamos hacer.
En realidad, las armas nucleares son relativamente baratas. El capítulo más costoso ha sido, y sigue siendo, el de las fuerzas militares convencionales. Ante nosotros se presenta una oportunidad extraordinaria. Rusos y norteamericanos han emprendido grandes reducciones de fuerzas convencionales en Europa. Habría que extenderlas a Japón, Corea y otras naciones perfectamente capaces de defenderse por sí mismas. Tal reducción de fuerzas convencionales no sólo beneficia la paz, sino también la salud de la economía estadounidense. Debemos encontrarnos con los rusos a mitad de camino.
El mundo actual gasta un billón de dólares al año en preparativos militares, la mayor parte en armas convencionales. Estados Unidos y Rusia son los principales mercaderes de armas. Gran parte de ese dinero se gasta sólo porque las naciones del mundo son incapaces de dar el insoportable paso de la reconciliación con sus adversarios (y en algunos casos porque los gobiernos necesitan fuerzas con las que reprimir e intimidar a sus propios pueblos). Ese billón anual de dólares quita alimentos de las bocas de los pobres y mutila economías potencialmente eficaces. Es un despilfarro escandaloso y no deberíamos fomentarlo.
Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron, y de actuar en consecuencia.
En parte, la guerra civil estadounidense tenía que ver con la libertad, con la extensión de los beneficios de la Revolución Americana a todos los ciudadanos, con hacer valer esa promesa trágicamente incumplida de «libertad y justicia para todos». Me preocupa la falta de reconocimiento de las pautas históricas. Los que hoy luchan por la libertad no llevan tricornios ni tocan el pífano y el tambor. Visten otras indumentarias, puede que hablen otras lenguas, que tengan otras religiones y que sea diferente el color de su piel, pero el credo de la libertad nada significa si es sólo nuestra propia libertad la que nos interesa. Hay por doquier gentes que claman: «Ningún impuesto sin representación», y en el África occidental y oriental, tanto en la orilla occidental del río Jordán como en el este de Europa y en América Central, son cada vez más los que gritan: «Libertad o muerte.» ¿Por qué somos incapaces de escuchar a la mayoría? Nosotros, los norteamericanos, disponemos de medios de persuasión poderosos y no violentos. ¿Por qué no los utilizamos?
La guerra civil concernía principalmente a la unión (unión frente a las diferencias). Hace un millón de años no había naciones en el planeta. No existían tribus. Los seres humanos se dividían en pequeños grupos familiares nómadas de unas cuantas docenas de personas cada uno. Ése era el horizonte de nuestra identificación, un grupo familiar itinerante. Desde entonces se han ampliado nuestros horizontes. De un puñado de cazadores-recolectores a una tribu, una horda, una pequeña ciudad-estado, una nación y ahora inmensas naciones-estado. El individuo medio en la Tierra de hoy debe su lealtad primaria a un grupo de unos 100 millones de personas. Está bastante claro que, si no nos destruimos antes, la unidad de identificación primaria de la mayoría de los seres humanos será, antes de que pase mucho tiempo, el planeta Tierra y la especie humana. Esto suscita una cuestión clave: ¿se ensanchará la unidad fundamental de identificación hasta abarcar el planeta y la especie entera o nos destruiremos antes? Temo que ambas posibilidades estén muy igualadas.
Los horizontes de identificación se ensancharon en este lugar hace 125 años, con un gran coste para el Norte y para el Sur, para negros y para blancos. Aun así, reconocemos como justa la expansión de estos horizontes. Hay ya una necesidad práctica y urgente de trabajar unidos en el control de armamentos, la economía mundial, el medio ambiente global. Está claro que en la actualidad las naciones del mundo sólo pueden alzarse y caer juntas. No se trata de que una nación gane algo a expensas de otra. Todos debemos ayudarnos mutuamente, o pereceremos juntos.
En ocasiones como ésta es costumbre incluir alguna cita, frases de grandes hombres y mujeres conocidos por todos. Las escuchamos, pero no solemos reflexionar sobre su significación. Quiero mencionar una frase, pronunciada por Abraham Lincoln no muy lejos de este lugar: «Con malicia para ninguno, con caridad para todos...» Pensemos en lo que significa. Esto es lo que se espera de nosotros, no ya porque nos obligue nuestra ética o porque lo predique nuestra religión, sino porque resulta necesario para la supervivencia humana.
He aquí otra: «Una casa dividida contra sí misma no puede perdurar.» La variaré un tanto: una especie dividida contra sí misma no puede perdurar. Un planeta dividido contra sí mismo no puede perdurar. Hay, por último, un lema conmovedor para inscribir en este cementerio de la Paz de la Luz Eterna, a punto de ser consagrado de nuevo: «Un mundo unido en la búsqueda de la Paz.»
A mi juicio, el auténtico triunfo de Gettysburg no se produjo en 1863, sino en 1913, cuando los veteranos supervivientes, los restos de las fuerzas adversarias, los azules y los grises, se reunieron en la celebración y el recuerdo solemne. Había sido una guerra fratricida, y cuando sobrevino el tiempo de recordar, en el quincuagésimo aniversario de la batalla, los supervivientes se abrazaron los unos a los otros sollozando. No pudieron evitarlo.
Es hora de que los emulemos: OTAN y Pacto de Varsovia, tamiles y singaleses, israelíes y palestinos, blancos y negros, tutsis y hutus, estadounidenses y chinos, bosnios y serbios, unionistas y republicanos irlandeses, el mundo desarrollado y el subdesarrollado.
Necesitamos algo más que el sentimentalismo del aniversario y la piedad y el patriotismo de la celebración. Cuando sea necesario, hay que enfrentarse con los criterios convencionales y ponerlos en tela de juicio. Ha llegado la hora de aprender de los que aquí cayeron. Nuestro reto es la reconciliación, no después de la carnicería y las muertes masivas, sino en vez de ellas. Ha llegado la hora de que cada uno abrace al otro.
Ha llegado la hora de actuar.
Actualización:
Hasta cierto punto, lo hemos logrado. En el tiempo transcurrido desde que este discurso fue pronunciado, nosotros los estadounidenses, nosotros los rusos, nosotros los seres humanos hemos realizado grandes progresos en la reducción de los arsenales atómicos y los sistemas de lanzamiento... si bien no bastan para nuestra seguridad. Parece que nos hallamos a punto de conseguir un tratado general de prohibición de pruebas nucleares, pero los medios para montar y lanzar ojivas se han hecho extensivos o están a punto de hacerse extensivos a muchas otras naciones.
Aunque a menudo se describe esta circunstancia como el cambio de una catástrofe potencial por otra, sin una mejora sustancial, un puñado de armas nucleares, por catastróficas que fueren, y por grandes que sean las tragedias humanas capaces de provocar, no son más que juguetes comparadas con las 60.000 o 70.000 armas nucleares que Estados Unidos y la Unión Soviética acumularon en el cenit de la guerra fría. Esas armas bastarían para destruir la civilización global y, quizás hasta la especie humana, lo que no sería posible con los arsenales que en un futuro previsible puedan acumular Corea del Norte, Irak, Libia, India o Pakistán.
En el otro extremo está la fanfarronada de algunos dirigentes políticos norteamericanos que afirman que no hay una sola arma nuclear rusa que apunte a un niño o una ciudad estadounidenses. Puede que sea cierto, pero modificar su orientación sólo llevará 15 o 20 minutos, como máximo. Además, tanto Estados Unidos como Rusia retienen miles de armas nucleares y sistemas de lanzamiento. Por esa razón, he insistido a lo largo de este libro en que las armas nucleares siguen siendo nuestro mayor peligro. Aunque se hayan realizado progresos sustanciales, y hasta inusitados, en la segundad humana, todo es susceptible de cambio de la mañana a la noche.
En enero de 1933, 130 naciones firmaron en París la Convención de Armas Químicas. Después de más de 20 años de negociaciones, el mundo declaró su disposición a proscribir esos medios de destrucción masiva.
Sin embargo, a la hora de redactar este texto, Estados Unidos y Rusia todavía no han ratificado el tratado. ¿A qué estamos esperando? Mientras tanto, Rusia no ha ratificado aún los acuerdos START II, que reducirían los arsenales nucleares estadounidenses y ruso en un 50 %, dejándolos en 3.500 ojivas por bando.
Desde el final de la guerra fría ha disminuido el presupuesto militar de Estados Unidos, pero sólo en un 15 % aproximadamente, y sólo una mínima parte de este ahorro ha redundado en beneficio de la economía civil. La Unión Soviética se ha desplomado, pero la miseria y la inestabilidad que reinan en la región constituyen un motivo de inquietud. Hasta cierto punto, la democracia se ha reafirmado en la Europa del Este, así como en Centroamérica y Sudamérica, pero en Asia oriental ha habido escasos progresos, excepto en Taiwán y Corea del Sur, y en Europa del Este está distorsionada por los peores excesos del capitalismo. Los horizontes de identificación se han ensanchado en Europa occidental, pero de hecho se han estrechado en Estados Unidos y la ex Unión Soviética. Se han realizado progresos tendentes a la reconciliación en Irlanda del Norte y entre Israel y Palestina, pero los terroristas siguen siendo capaces de poner en peligro el proceso de paz.
Se nos dice que ante la urgente necesidad de equilibrar el presupuesto federal de Estados Unidos es preciso llevar a cabo reducciones drásticas en él, pero, curiosamente, una institución cuya participación en el producto interior bruto es superior a todo el presupuesto federal discrecional sigue siendo esencialmente intocable. Me refiero a los 264.000 millones de dólares del ejército (en comparación con los 17.000 millones de dólares destinados al conjunto de programas científicos y espaciales de carácter civil). En realidad, si se incluyesen los fondos militares reservados y el presupuesto de los servicios de inteligencia, la partida militar sería mucho mayor.
¿Para qué esta inmensa suma de dinero, si la Unión Soviética ya ha sido derrotada? El presupuesto militar anual de Rusia es de unos 30.000 millones de dólares. Otro tanto representa el de China. Los presupuestos militares de Irán, Irak, Corea del Norte, Siria, Libia y Cuba suman unos 27.000 millones de dólares. El gasto de Estados Unidos supera en un factor de tres al de todos esos países juntos, y supone el 40 % de los gastos militares mundiales.
El presupuesto de defensa de Clinton para el año fiscal de 1995 fue unos 30.000 millones de dólares mayor que el de Richard Nixon 20 años atrás, en la cúspide de la guerra fría. Para el año 2000, con los incrementos propuestos por los republicanos, el presupuesto de defensa estadounidense habrá aumentado (en dólares reales) en un 50 %. Ni en uno ni en otro partido existe una voz influyente que se oponga a semejante aumento, ni siquiera cuando se proyectan desgarros angustiosos en la red de la seguridad social.
Nuestro avaro Congreso se muestra sorprendentemente manirroto en lo que se refiere a los militares, exigiendo de un Departamento de Defensa que trata de practicar cierto autocontrol, el gasto de miles de millones no solicitados. Los medios más probables para introducir armas nucleares enemigas en suelo norteamericano son los mercantes en puertos de gran tráfico y las valijas diplomáticas inmunes a las inspecciones aduaneras. Sin embargo, en aras de la protección del país el Congreso ejerce una fuerte presión en favor de interceptores espaciales de inexistentes cohetes balísticos intercontinentales. Se proponen absurdas rebajas de hasta 2.300 millones de dólares para que naciones extranjeras puedan adquirir armas estadounidenses. Se entrega dinero del contribuyente a empresas aeroespaciales norteamericanas para que consigan comprar otras empresas aeroespaciales norteamericanas. Se gastan unos 100.000 millones de dólares cada año para defender Europa occidental, Japón, Corea del Sur y otros países, cuando virtualmente todos disfrutan de balanzas comerciales más sanas que la estadounidense. Proyectamos mantener en Europa occidental, y de modo indefinido, casi 100.000 soldados. ¿Para defenderla contra quién?