Su decisión en el caso Roe contra Wade modificó la legislación estadounidense sobre el aborto, que lo permite a petición de la mujer sin limitaciones durante el primer trimestre y, con ciertas restricciones encaminadas a proteger su salud, en el segundo trimestre, y autoriza a los estados a prohibir el aborto en el tercer trimestre, excepto cuando exista una seria amenaza para la vida o la salud de la mujer. En la decisión de Webster de 1989, el Tribunal Supremo se negó explícitamente a revocar la sentencia del caso Roe contra Wade, pero de hecho invitó a las 50 legislaturas estatales a que decidiesen por su cuenta.
¿Cuál fue el razonamiento en el caso Roe contra Wade? No reconocía peso legal a lo que suceda con los niños una vez nacidos o con la familia. El tribunal determinó, en cambio, que el derecho de una mujer a la libertad de reproducción se halla protegido por la garantía constitucional de su intimidad. Ahora bien, ese derecho no es omnímodo. Hay que sopesar la garantía de intimidad de la mujer y el derecho a la vida del feto, y cuando el tribunal consideró la cuestión otorgó prioridad a la intimidad en el primer trimestre y a la vida en el tercero. La transición no se estableció según las consideraciones tratadas hasta ahora en este capítulo: cuándo sucede la «infusión del alma» o en qué momento reviste el feto suficientes rasgos humanos para ser protegido por la legislación contra el asesinato. El criterio adoptado fue, por el contrario, si el feto podía vivir fuera de la madre. Esto es lo que se denomina «viabilidad», y depende en parte de la capacidad de respirar. Sencillamente, los pulmones no están desarrollados y el feto no puede respirar —por muy perfeccionado que fuese el pulmón artificial de que se le dotase— hasta cerca de la vigésimo cuarta semana, hacia el comienzo del sexto mes. Es por esto por lo que la legislación estadounidense permite a los estados prohibir los abortos en el tercer trimestre. Se trata de un criterio muy pragmático.
Según la argumentación, si en una cierta etapa de la gestación pudiese ser viable el feto fuera del útero, entonces su derecho a la vida se impondría al derecho de la mujer a la intimidad. Ahora bien, ¿qué significa «viable»? Incluso un recién nacido a término no es viable sin cuidado y cariño considerables. Hace tan sólo unas décadas, antes de las incubadoras, la viabilidad de los bebés nacidos en el séptimo mes era improbable. ¿Hubiera sido admisible entonces abortar en el séptimo mes? ¿Se tornaron de repente inmorales los abortos en el séptimo mes tras la invención de las incubadoras? ¿Qué sucederá si en el futuro se desarrolla una nueva tecnología que permita a un útero artificial mantener un feto vivo incluso antes del sexto mes, proporcionándole oxígeno y nutrientes a través de la sangre (como hace la madre a través de la placenta)? Reconocemos que es improbable que vaya a existir esa tecnología a corto plazo o que llegue a estar al alcance de gran número de personas, pero ¿sería entonces inmoral abortar antes del sexto mes cuando antes no lo era? Una moralidad que depende de la tecnología y cambia con ésta es una moralidad frágil y, para algunos, inaceptable.
Es más, ¿por qué han de ser la respiración, el funcionamiento de los riñones o la capacidad de resistir las enfermedades, por ejemplo, justificativos de la protección legal? ¿Sería admisible matar un feto que revelase pensamientos y sentimientos pero que no fuera capaz de respirar? A nuestro juicio, el argumento de la viabilidad no puede determinar de manera coherente cuándo son admisibles los abortos. Se requiere otro criterio. Una vez más, ofrecemos la consideración del primer atisbo de pensamiento humano.
Puesto que, por término medio, el pensamiento fetal comienza a manifestarse incluso después del desarrollo fetal de los pulmones, creemos que la sentencia del caso Roe contra Wade fue una decisión buena y prudente respecto de una cuestión compleja y difícil. Con la prohibición del aborto en el último trimestre —excepto en los casos de grave necesidad médica— se alcanza un equilibrio justo entre las reivindicaciones enfrentadas de la libertad y de la vida.
Cuando apareció este artículo en
Parade,
iba acompañado de un recuadro con un número de teléfono al que podían llamar los lectores para manifestar sus opiniones sobre el aborto. Se recibieron nada menos que 380.000 llamadas. Había cuatro opciones: «el aborto tras la concepción es un asesinato», «una mujer tiene derecho a optar por el aborto en cualquier momento de su embarazo», «debería permitirse el aborto durante los tres primeros meses de embarazo» y «debería permitirse el aborto durante los seis primeros meses de embarazo».
Parade
aparece en domingo, y para el lunes las opiniones estaban bien repartidas entre estas cuatro opciones. Luego Pat Roberton, un evangelista integrista aspirante a la candidatura presidencial republicana de 1992, compareció en su programa diario de televisión apremiando al público a tirar
Parade
a la basura y lanzando con claridad el mensaje de que matar un cigoto humano es asesinato. Se salieron con la suya. A la actitud de la mayoría de norteamericanos, por lo general favorable a la elección —como repetidamente muestran los sondeos de opinión demográficamente controlados y reflejada en los primeros resultados de las llamadas— se impuso de manera abrumadora una organización política.
Todo lo moralmente justo deriva de una de estas cuatro fuentes: la percepción plena o la deducción inteligente de lo que es cierto, la preservación de una sociedad organizada donde cada hombre reciba lo que merece y todas las obligaciones sean fielmente cumplidas, la grandeza y la fuerza de un espíritu noble e invencible, o el orden y la moderación en todo lo dicho y hecho, es decir, la templanza y el dominio de uno mismo.
C
ICERÓN
,
De Officiis,
I, 5 (45-44 a. de C.)
R
ECUERDO EL FINAL DE UN DÍA LARGO Y PERFECTO DE 1939
, una jornada que influyó vigorosamente en mi pensamiento, un día en que mis padres me llevaron a ver las maravillas de la Exposición Universal de Nueva York. Era tarde, muy pasada ya la hora de acostarse. Instalado firmemente sobre los hombros de mi padre, agarrado a sus orejas, con la presencia tranquilizadora de mi madre al lado, me volví para contemplar el gran Trylon y la Perisphere, los iconos arquitectónicos de la Exposición, bajo un trémulo resplandor azul pastel. Dejábamos atrás el futuro, el Mundo del Mañana, camino del metro. Cuando nos detuvimos para ordenar nuestros paquetes, mi padre empezó a hablar con un hombre de corta estatura y aspecto cansado que llevaba una bandeja colgada del cuello. Vendía lápices. Mi padre hurgó en la bolsa de papel pardo donde guardaba lo que nos había sobrado de la comida, sacó una manzana y se la entregó al hombre de los lápices. Yo dejé escapar un sonoro gemido. Por entonces no me gustaban las manzanas y había rechazado aquélla tanto a la hora del almuerzo como en la cena. Sin embargo, yo tenía un interés de propietario en ella. Era mi manzana y mi padre acababa de dársela a un desconocido de extraña apariencia que, para, más inri, me fulminaba ahora con la mirada.
Aunque mi padre era una persona de paciencia y ternura casi ilimitadas, pude advertir que lo había decepcionado. Me alzó y abrazó con fuerza.
«Es un pobre vagabundo, sin trabajo —me dijo en voz baja para que el hombre no le oyese—. No ha comido en todo el día. Nosotros tenemos bastante. Podemos darle una manzana. »
Reflexioné, ahogué mis sollozos, eché otra ansiosa mirada al Mundo del Mañana y de buen talante me quedé dormido en sus brazos.
Los códigos morales que tratan de regular la conducta humana nos han acompañado no sólo desde el alba de la civilización, sino entre nuestros antepasados, los precivilizados y sociables cazadores-recolectores, e incluso antes. Cada sociedad tiene su propio código. Muchas culturas dicen una cosa y hacen otra. En unas cuantas sociedades afortunadas, un legislador inspirado establece una serie de reglas de convivencia (la mayor parte de las veces afirmando que han sido instruidas por un dios, sin lo cual pocos las seguirían). Por ejemplo, los códigos de Asoka (India), Hammurabi (Babilonia), Licurgo (Esparta) y Solón (Atenas), que otrora rigieron civilizaciones poderosas, están ahora, en gran medida, perimidos. Tal vez juzgaron erróneamente la naturaleza humana y nos pidieron demasiado. Quizá la experiencia de una época o una cultura no sea plenamente aplicable a otra.
Para nuestra sorpresa, surgen ahora esfuerzos —por el momento tentativos— para abordar la cuestión científicamente, es decir, de manera experimental.
Tanto en nuestra vida cotidiana como en las relaciones trascendentales entre las naciones tenemos que decidir. ¿Qué significa hacer lo que es justo? ¿Debemos ayudar a un desconocido en apuros? ¿Cómo tratar a un enemigo? ¿Debemos aprovecharnos de alguien que nos trata amablemente? ¿Hay que pagar con la misma moneda cuando somos agraviados por un amigo o auxiliados por un enemigo, o acaso el conjunto de la conducta pasada supera cualquier desviación reciente de la norma? Ejemplos: nuestra cuñada hace caso omiso de un desaire y nos invita a la cena de Nochebuena; ¿deberíamos aceptar? Rompiendo una moratoria voluntaria mundial de cuatro años, China reanuda las pruebas de armas nucleares; ¿tiene que hacer otro tanto Estados Unidos?, ¿cuánto debemos donar a obras de caridad? Los soldados serbios violan sistemáticamente a las mujeres bosnias; ¿tienen los soldados bosnios que violar sistemáticamente a las mujeres serbias? Tras siglos de opresión, el líder del Partido Nacionalista F. W. de Klerk formula unas propuestas al Congreso Nacional Africano; ¿deben hacer otro tanto Nelson Mándela y el CNA? Un compañero de trabajo le deja mal ante el jefe; ¿tiene usted que tratar de hacerle lo mismo? ¿Deberíamos falsear la declaración de la renta si se nos garantizara impunidad? ¿Tenemos que pasar por alto la contaminación del medio ambiente por parte de una empresa petrolífera que subvenciona una orquesta sinfónica o un buen programa de televisión? ¿Hemos de mostrarnos cordiales con los parientes ancianos, aunque nos crispen los nervios? ¿Podemos hacer trampas jugando a las cartas, o en una escala mayor? ¿Hay que matar a los asesinos?
Al tomar tales decisiones no sólo nos preocupa hacer lo que es justo, sino también lo eficaz, lo que nos da, a nosotros y al resto de la sociedad, más felicidad y seguridad. Existe una tensión entre lo que denominamos ético y lo que llamamos pragmático. Aun a largo plazo, si una conducta ética desembocase en un fracaso no la calificaríamos de ética sino de estúpida. (Es posible que en principio la respetásemos, pero en la práctica nos desentenderíamos de ella.) Habida cuenta de la variedad y la complejidad de la conducta humana, ¿existen unas reglas simples —llámeselas éticas o pragmáticas— que realmente funcionen?
¿Cómo decidir qué debemos hacer? Nuestras respuestas están en parte determinadas por el propio interés. Obramos del mismo modo que obran con nosotros o de manera contraria porque así esperamos conseguir lo que deseamos. Las naciones montan o ensayan armas nucleares para conseguir el respeto de las demás. Devolvemos bien por mal porque sabemos que a veces podemos despertar el sentido de la justicia de otros o hacer que se avergüencen de su conducta. Sin embargo, no siempre actuamos por motivos egoístas. Algunas personas parecen ser amables por naturaleza. Podemos soportar la irritación que nos provocan unos padres ancianos o unos hijos revoltosos porque los queremos y deseamos que sean felices, aun a costa de nosotros. A veces nos mostramos duros con los hijos y les causamos una pequeña infelicidad porque pretendemos moldear su carácter y creemos que los resultados a largo plazo los harán mas felices que el dolor a corto plazo.
Los casos difieren. Las personas y las naciones también. Parte de nuestra sabiduría consiste en salvar este laberinto. La cuestión es si existen, habida cuenta de la variedad y complejidad de la conducta humana, unas reglas simples —llamémoslas éticas o pragmáticas— que realmente funcionen. ¿O quizá deberíamos tratar de no reflexionar sobre la cuestión y hacer sencillamente lo que parece justo? Ahora bien, ¿cómo
determinar
aun entonces lo que «parece justo»?
La norma más admirada de conducta, al menos en Occidente, es la «regla de oro», atribuida a Jesús de Nazaret. Cualquiera conoce su formulación en el
Evangelio de san Mateo
del siglo I: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos.» Casi nadie la observa. Cuando en el siglo V a. de C. se solicitó al filósofo chino Kung-Tzi (conocido en Occidente como Confucio) su opinión sobre la norma (para entonces ya bien conocida) de pagar el mal con bien, replicó: «¿Con qué pagaréis entonces el bien?» ¿Debe la mujer pobre que envidia la riqueza de su vecina dar a la rica lo poco que tiene? ¿Debe el masoquista infligir dolor a su vecino? La regla de oro no toma en consideración las diferencias humanas. ¿Somos realmente capaces, después de haber recibido una bofetada en la mejilla, de poner la otra para que también la abofeteen? ¿Acaso no es esto garantía de un mayor sufrimiento frente a un adversario desalmado?
La «regla de plata» es diferente: «No hagas a los demás lo que no quisieras que te hiciesen.» También puede hallarse en el mundo entero, incluso una generación antes de Jesús, en los textos del rabino Hillel. Los ejemplos más inspirados de la aplicación de la regla de plata en el siglo XX fueron los de Mohandas Gandhi y Martin Luther King, quienes pidieron a los pueblos oprimidos que no devolvieran violencia por violencia, pero que tampoco se mostrasen sumisos y obedientes. Postularon la desobediencia civil, mostrando la justicia de su causa a través de la disposición a ser castigados por desafiar una ley injusta. Pretendían conmover los corazones de sus opresores (y de los que todavía no habían tomado partido).
King rindió tributo a Gandhi como primera persona en la historia que convirtió las reglas de oro o plata en instrumentos eficaces de cambio social. Gandhi dejó claro el origen de su conducta: «Aprendí de mi esposa la lección de la no violencia cuando traté de doblegarla a mi voluntad. Su resuelta resistencia a mi voluntad por un lado y su callada sumisión a los sufrimientos que mi necedad implicaba por otro, determinaron que en definitiva me sintiera avergonzado de mí mismo y curase de la estupidez de haber pensado que yo había nacido para gobernarla.»