Otra pendiente resbaladiza es aquella a la que llegan los antiabortistas dispuestos a hacer una excepción en el caso angustioso de un embarazo fruto de la violación o el incesto. Ahora bien, ¿por qué debería depender el derecho a la vida de las circunstancias de la concepción? ¿Puede el Estado decidir la vida para la prole de una unión legítima y la muerte para la concebida por la fuerza o la coerción, cuando en ambos casos se trata de la vida de un niño? ¿Cómo puede ser esto justo? Por otra parte, ¿por qué no hacer extensiva a cualquier otro feto la excepción que se aplica a éstos? A tal motivo se debe en parte el que algunos antiabortistas adopten la postura, considerada indignante por muchas otras personas, de oponerse al aborto en cualquier circunstancia (excepto, quizá, cuando corre peligro la vida de la madre
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).
En todo el mundo, la causa más frecuente de aborto es, con mucho, el control de la natalidad. ¿No deberían, entonces, los adversarios del aborto distribuir anticonceptivos y enseñar su uso a los escolares? Ése sería un medio eficaz de reducir los abortos. Por el contrarío, Estados Unidos se halla muy por detrás de otras naciones en el desarrollo de métodos seguros y eficaces de control de la natalidad y, en muchos casos, la oposición a tales investigaciones (y a la educación sexual) ha procedido de las mismas personas que se oponen al aborto
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.
La búsqueda de un criterio éticamente sólido y no ambiguo acerca de si el aborto es admisible en algún momento tiene profundas raíces históricas. Con frecuencia, y sobre todo en la tradición cristiana, esta búsqueda estuvo ligada a la cuestión del instante en que el alma penetra en el cuerpo, materia no demasiado susceptible de investigación científica y tema polémico incluso entre teólogos eruditos. Se ha afirmado que la infusión del alma tenía lugar en el semen antes de la concepción, durante ésta, en el momento en que la madre percibe por vez primera los movimientos del feto en su seno y en el nacimiento mismo o incluso más tarde.
Cada religión tiene su doctrina. Entre los cazadores-recolectores no suele haber prohibiciones contra el aborto, y también era corriente en la Grecia y la Roma antiguas. Por el contrario, los asirios, más severos, empalaban en estacas a las mujeres que trataban de abortar. El Talmud judío enseña que el feto no es una persona y, en consecuencia, carece de derechos. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo —que abundan en prohibiciones en extremo minuciosas respecto a la indumentaria, dieta y palabras— no aparece una sola mención que prohíba de modo específico el aborto. El único pasaje que menciona algo relevante en este sentido (Éxodo 21: 22) declara que si surge una pelea y una mujer resulta accidentalmente lesionada y aborta, el responsable debe pagar una multa. Ni san Agustín ni santo Tomás de Aquino consideraban homicidio el aborto en fase temprana (el último basándose en que el embrión no «parece» humano). Esta idea fue adoptada por la Iglesia en el Concilio de Vienne (Francia) en 1312 y nunca ha sido repudiada. La primera recopilación de derecho canónico de la Iglesia católica, vigente durante mucho tiempo (de acuerdo con el notable historiador de las enseñanzas eclesiásticas sobre el aborto, John Connery, S. J.) sostenía que el aborto era homicidio sólo después de que el feto estuviese ya «formado», aproximadamente hacia el final del primer trimestre.
Sin embargo, cuando en el siglo XVII se examinaron los espermatozoides a través de los primeros microscopios, parecían mostrar un ser humano plenamente formado. Se resucitó así la vieja idea del homúnculo, según la cual cada espermatozoide era un minúsculo ser humano plenamente formado, dentro de cuyos testículos había otros innumerables homúnculos, y así
ad infinitum.
En parte por obra de esta mala interpretación de datos científicos, el aborto, en cualquier momento y por cualquier razón, se convirtió en motivo de excomunión a partir de 1869. Para la mayoría de católicos resulta sorprendente que la fecha no sea más remota.
Desde la época colonial hasta el siglo XIX, en Estados Unidos la mujer era libre de decidir hasta que «el feto se movía». Un aborto en el primer trimestre de embarazo, e incluso en el segundo, constituía, en el peor de los casos, una infracción. Rara vez se solicitaba una condena al respecto, y resultaba casi imposible de obtener, en parte porque dependía por entero del propio testimonio de la mujer acerca de si había sentido los movimientos del feto, y en parte por la repugnancia del jurado a declararla culpable por haber ejercido su derecho a elegir. Se sabe que en 1800 no existía en Estados Unidos una sola disposición concerniente al aborto. En la práctica totalidad de los periódicos (y hasta en muchas publicaciones eclesiásticas) aparecían anuncios de productos abortivos, aunque el lenguaje empleado fuese convenientemente eufemístico.
Hacia 1900, en cambio, en todos los estados de la Unión, el aborto estaba vedado en cualquier momento del embarazo, excepto cuando fuese necesario para salvar la vida de la mujer. ¿Qué sucedió para que se produjera un cambio tan extraordinario? La religión tuvo poco que ver. Las drásticas transformaciones económicas y sociales que se producían en Estados Unidos estaban transformando la sociedad agraria en otra urbana e industrializada. Norteamérica estaba pasando de una de las tasas más altas de natalidad del mundo a una de las más bajas. Es innegable que el aborto desempeñó un papel en ello y estimuló fuerzas para su supresión.
Una de las más significativas fue la profesión médica. Hasta mediado el siglo XIX la medicina constituía una actividad sin reconocimiento oficial y sin supervisión. Cualquiera podía colocar un cartel a la puerta de su casa y auto titularse médico. Con el auge de una nueva élite médica de formación universitaria, ansiosa de incrementar el rango y la influencia de los facultativos, se constituyó la Asociación Médica Americana. Durante su primera década la AMA empezó a presionar para que el aborto sólo pudiera ser efectuado por quienes poseyesen título facultativo. Los nuevos conocimientos en embriología, afirmaban los médicos, habían revelado que el feto era humano incluso antes de que la madre sintiese su presencia.
El asalto de la profesión médica contra el aborto no se debió a una inquietud por la salud de la mujer, sino, según se decía, por el bienestar del feto. Había que ser médico para saber cuándo resultaba moralmente justificable un aborto, porque la cuestión dependía de hechos científicos y médicos que sólo los facultativos comprendían. Al mismo tiempo, las mujeres quedaban excluidas de las facultades de medicina, donde habrían podido adquirir conocimientos tan arcanos.
Tal como se desarrollaban las cosas, las mujeres nada tenían que decir acerca de la interrupción de sus propios embarazos. También correspondía a los médicos determinar si la gestación planteaba un riesgo para la mujer y quedaba enteramente a su discreción decidir qué era arriesgado y qué no lo era. Para la mujer rica, podía tratarse de un peligro para su tranquilidad emocional o incluso para su estilo de vida. La mujer pobre se veía a menudo obligada a recurrir al aborto clandestino.
Así fue la ley hasta la década de los sesenta de este siglo, cuando una coalición de individuos y organizaciones, entre las que figuraba la AMA, trató de abolirla y restablecer los valores más tradicionales, que se encarnarían en el caso Roe contra Wade.
Si uno mata deliberadamente a un ser humano, se dice que ha cometido un asesinato. Si el muerto es un chimpancé —nuestro más próximo pariente biológico, con el que compartimos el 99,6 % de genes activos— cualquiera, entonces no es asesinato. Hasta la fecha, el asesinato se aplica sólo al hecho de matar seres humanos. Por eso resulta clave en el debate sobre el aborto la cuestión del momento en que surge la personalidad (o, si se prefiere, el alma). ¿Cuándo se hace humano el feto? ¿Cuándo emergen las cualidades distintivamente humanas?
Reconocemos que la fijación de un momento exacto tiene que pasar por alto las diferencias individuales. Por ese motivo, si hay que trazar una línea, se debe proceder con cautela, es decir, pecar más por exceso que por defecto. Hay personas que se oponen al establecimiento de un límite numérico, y compartimos su inquietud, pero si tiene que existir una ley sobre esta materia, que represente un compromiso útil entre las dos posiciones extremas, hay que determinar, al menos aproximadamente, un periodo de transición hacia la personalidad.
Cada uno de nosotros partió de un punto. Un óvulo fecundado tiene aproximadamente el tamaño del punto que hay al final de esta frase. La unión trascendental de espermatozoide y óvulo suele tener lugar en una de las dos trompas de Falopio. Una célula se convierte en dos, dos se convierten en cuatro, etc. (una aritmética exponencial de base 2). Hacia el décimo día el óvulo fecundado se ha trocado en una especie de esfera hueca que se encamina hacia otro reino, el útero. A su paso destruye tejidos, absorbe sangre de los vasos capilares, se baña en la sangre materna, de la que extrae oxígeno y nutrientes, y se fija como una especie de parásito a la pared del útero.
¿Cuándo accede, pues, un feto a la personalidad, habida cuenta de que sólo una persona puede ser asesinada? ¿Cuando la cara se torna claramente humana, cerca del final del primer trimestre? ¿Cuándo reacciona ante los estímulos, también al final del primer trimestre? ¿Cuándo se torna lo bastante activo para que la madre lo sienta, hacia la mitad del segundo trimestre? ¿Cuándo los pulmones alcanzan un grado de desarrollo suficiente para que el feto pueda respirar por sí mismo, llegado el caso, el aire exterior?
Lo malo de estos hitos del desarrollo no es sólo que sean arbitrarios: más inquietante resulta el hecho de que ninguno implica características exclusivamente humanas, al margen de la cuestión superficial de la apariencia facial. Todos los animales reaccionan ante los estímulos y se mueven a su antojo. Muchos son capaces de respirar. Sin embargo, eso no impide que los matemos por miles de millones. Los reflejos, el movimiento y la respiración no son lo que nos hace humanos.
Otros animales nos superan en velocidad, fuerza, resistencia, a la hora de trepar, excavar o camuflarse, en vista, olfato, oído, o en el dominio del aire o del agua. Nuestra única gran ventaja es el pensamiento. Somos capaces de reflexionar, de imaginar acontecimientos que todavía no han sucedido, de concebir cosas. Así fue como inventamos la agricultura y la civilización. El pensamiento es nuestra bendición y nuestra maldición, y nos hace ser lo que somos.
El pensamiento tiene lugar, desde luego, en el cerebro, sobre todo en las capas superiores de la «materia gris» replegada que llamamos corteza cerebral. Cerca de 100.000 millones de neuronas cerebrales constituyen la base material del pensamiento. Las neuronas están unidas entre sí y sus conexiones desempeñan un papel crucial en lo que llamamos pensamiento, pero la conexión a gran escala de las neuronas no empieza hasta el sexto mes de embarazo.
Mediante la colocación de electrodos inofensivos en la cabeza de un individuo, los científicos pueden medir la actividad eléctrica emanada de la red de neuronas cerebrales. Diferentes tipos de acción mental revelan distintas clases de ondas cerebrales, pero las pautas regulares típicas del cerebro humano de un adulto no aparecen en el feto hasta cerca de la trigésima semana del embarazo, hacia el comienzo del tercer trimestre. Hasta entonces, los fetos, por vivos y activos que parezcan, carecen de la necesaria arquitectura cerebral. Todavía no pueden pensar. Aceptar que se puede matar cualquier criatura viva, en especial una que más tarde tal vez se convierta en un bebé, es problemático y doloroso, pero hemos rechazado los extremos «siempre» y «nunca», y eso nos coloca, querámoslo o no, en la pendiente resbaladiza. Si tenemos que optar por un criterio de desarrollo, aquí es donde hay que trazar la raya: cuando se hace posible un mínimo asomo de pensamiento característicamente humano.
Se trata, en realidad, de una definición muy conservadora: rara vez se encuentran en un feto ondas cerebrales regulares. Serían útiles nuevas investigaciones (también comienzan tardíamente las ondas cerebrales bien definidas durante la gestación de fetos de babuinos y ovejas). Si pretendemos que el criterio sea todavía más estricto para tomar en consideración el desarrollo cerebral precoz de algún feto, podemos trazar la raya a los seis meses. Ahí es en donde la trazó el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1973, aunque por razones completamente diferentes.