Misterio del gato comediante (12 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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—Cuando junte algún dinero, ya te daré un poco —prometió Bets—. ¡Qué monas son estas sillitas!

Daisy compró el juego de muebles y el dependiente se lo envolvió primorosamente.

—Ahora iremos a casa a escribir unas letras de felicitación en una tarjeta y luego se lo llevaremos a la madre de Jane —resolvió Daisy.

Y, en efecto, las dos niñas escribieron en una tarjetita: «Muchas felicidades a Jane, con el afecto de Daisy y Bets».

Inmediatamente, volvieron a salir en dirección al domicilio de la señora Thomas, la hermana de Zoe. Era una casita muy linda, algo apartada de la calle. Ambas muchachas se detuvieron ante el portillo.

—¿Qué haremos si la señora Thomas no está en casa? —preguntó Daisy, muy nerviosa.

—Diremos que ya volveremos —apresuróse a aconsejar Bets—. Pero no temas: verás como sí estará. ¿Oyes a Jane y Dora jugando en el jardín?

—¿Qué diremos cuando nos abran la puerta? —farfulló Daisy, aún nerviosa.

—Pues diremos que traemos un obsequio para la pequeña Jane y aguardaremos a ver qué dice la señora Thomas —propuso Bets, sorprendida al observar el nerviosismo de Daisy—. Si no te sientes capaz de llevar la conversación, «yo» me encargaré de ello, Daisy.

¡Esta salida bastó para disipar todos los nervios de Daisy!

—Gracias, Bets, ya me apañaré —replicó la muchacha, algo enojada—. ¡Vamos!

Ambas se dirigieron a la puerta principal y llamaron al timbre. A poco, acudió a abrir la propia señora Thomas.

—¡Hola, Daisy! —exclamó la dueña de la casa—. ¿Quién es esa niña que te acompaña? ¡Ah, sí! Elizabeth Hilton, ¿verdad?

—Sí, señora —confirmó Bets, cuyo verdadero nombre era Elizabeth.

—Pues verá usted, señora Thomas —empezó Daisy—. Como mañana es el cumpleaños de Jane, le traemos un pequeño obsequio.

—¡Qué amables sois! —agradeció la señora Thomas—. ¿Qué es?

—Unos mueblecitos de juguete —explicó Daisy, tendiéndole el paquete—. ¿Tiene Jane una casa de muñecas?

—¡Pero qué casualidad! —exclamó la señora Thomas—. Precisamente su papá y yo pensamos regalarle una casa de muñecas mañana. ¡Estos muebles irán que «ni pintados»!

—¡Oh, por favor! —intervino Bets, entreviendo una magnífica oportunidad de introducirse en la casa y proseguir la conversación—. ¿«Podríamos» ver la casa de muñecas?

—No faltaba más —accedió la señora Thomas—. Pasad.

A poco, ambas niñas admiraron una linda casita de muñecas en una habitación del piso. Daisy sacó a relucir el Pequeño Teatro.

—Su hermana, Zoe Summers, trabaja en el Pequeño Teatro, ¿verdad? —preguntó, inocentemente.

—Sí —respondió la señora Thomas—. ¿Habéis visto alguna de las funciones?

—Pensamos ir esta tarde —dijo Bets—. Estoy deseando ver al gato pantomímico.

—¡Pobrecito! —suspiró la señora Thomas—. ¡Pobre Boysie! Está atribuladísimo por culpa de ese horrible policía. Supongo que estáis enteradas. Ese hombre cree que Boysie fue el autor del robo.

En aquel preciso momento entró en la estancia una linda y esbelta joven.

—¡Hola! —aaludó—. He oído voces desde abajo. ¿Quién son estas amigas tuyas, Helen?

—Ésta es Daisy y ésta, Elisabeth, o Bets, ¿no es así como te llaman? —inquirió la señora Thomas, volviéndose a Bets—. Os presento a mi hermana Zoe, la que actúa en las representaciones del Pequeño Teatro.

Daisy y Bets contemplaron a Zoe con admiración. ¡Qué suerte de encontrarla! Al punto simpatizaron con ella. ¡Qué linda era y qué expresión más risueña tenía!

—¿Hablabais del pobre Boysie? —preguntó Zoe, sentándose junto a la casa de muñecas para poner en orden los muebles dispuestos en el interior—. ¡Qué vergüenza! ¡Cómo si Boysie hubiera podido hacer semejante cosa el viernes por la tarde! ¡Es imposible! El infeliz no es capaz de tramar una cosa así, ni siquiera de vengarse del empresario por su severidad.

—¿De modo que el empresario es severo con Boysie? —profirió Bets.

—Sí —afirmó Zoe—. Se muestra muy impaciente con él. Boysie es bastante lento y sólo le dan papeles tontos como el de gato de Dick Whittington o el de ganso de Madre Gansa y otros por el estilo. Y el empresario le grita siempre, hasta que el pobre Boysie se atolondra y lo hace peor que nunca. El viernes por la mañana tuvimos un ensayo y no pude soportarlo. ¡Me encolericé y le dije al director lo que pensaba de él!

—¿De veras? —exclamó Daisy—. ¿Y se enfadó mucho?

—Muchísimo —asintió Zoe—. Los dos nos pusimos a vociferar y al fin me dijo que me marchara a fines de la presente semana.

—¡Cielos! —lamentó Daisy—. ¿De modo que ha perdido usted el empleo?

—Sí, pero no me importa. Estoy muy fatigada y necesito descansar. Vendré aquí a pasar unos días con mi hermana. A las dos nos encanta estar juntas.

—Me figuro que pensó usted que le estaba muy bien empleado al director que le narcotizasen y robasen aquella noche —coligió Daisy—. ¿Dónde estaba usted cuando sucedió el hecho?

—Salí del teatro a las cinco y media con los demás —explicó Zoe—, y me vine para acá. ¡Creo que el viejo Goon supone que yo fui la ladrona, y que lo hice en combinación con Boysie!

—¿Pero cómo puede pensar semejante cosa sabiendo que estuvo usted aquí toda la tarde? —saltó Bets, al punto— ¿No le ha dicho su hermana al señor Goon que se hallaba usted aquí con ella?

—Sí, pero desgraciadamente, a las siete menos cuarto, después de acostar a las niñas, salí para ir a correos. ¡Y mi hermana no me oyó regresar diez minutos más tarde! Subí a mi habitación y allí estuve hasta las ocho menos cuarto en que volví a bajar. De modo que ya veis: según el señor Goon, tuve tiempo de volver al Pequeño Teatro, echar una dosis de somnífero en la taza de té del director, retirar el espejo, abrir la caja fuerte y robar el dinero, ¡todo con ayuda del pobre Boysie! «Para colmo», Goon encontró un pañuelo, que, por cierto, no es mío, con la inicial «Z», en el pórtico posterior del teatro, y asegura que se me cayó cuando Boysie me abrió la puerta la tarde en cuestión. ¿«Qué» os parece?

CAPÍTULO XIII
LARRY Y PIP EN ACCIÓN

Las dos niñas quedáronse horrorizadas, sobre todo al oír lo de aquel aciago pañuelo. Daisy se puso como la grana al recordar la «Z» que había bordado en un ángulo del mismo, sin sospechar que pudiera haber ninguna persona llamada Zoe.

Ambas miraron a la pobre Zoe de hito en hito, y Bets estaba a punto de llorar. Daisy ardía en deseos de explicar lo sucedido con el pañuelo, pero se contuvo a tiempo. Primero, debía pedir permiso a Fatty.

—El señor Goon estuvo muy descortés —declaró la señora Thomas—. ¡No tuvo inconveniente en acribillarme a preguntas hasta dejarme rendida de cansancio! Por añadidura, quiso ver todas las chaquetas azul marino que hay en la casa, ¡sabe Dios con qué fin!

¡Las dos muchachas lo sabían perfectamente! Goon tenía en su poder aquel retacito de tela azul marino que Fatty había prendido en un clavo para engañar a Pippin, y ahora buscaba una chaqueta con un agujerito por si casaba en él el pedacito! ¡Cielos! ¡La cosa se estaba poniendo cada vez peor!

—También quiso saber qué marca de cigarrillos fumábamos —prosiguió Zoe— y pareció muy satisfecho cuando le mostramos una cajetilla de «Player's».

Al oír esto, a Bets y a Daisy se les oprimió aún más el corazón, porque las colillas esparcidas por Fatty en el pórtico, ¡eran de cigarrillos «Player's»! ¡Quién iba a suponer que sus inofensivas pistas falsas iban a concordar tan bien con aquel caso, para desgracia de la pobre Zoe!

Bets parpadeó para contenerse las lágrimas. Estaba asustada y consternada. Al ver su desesperada mirada, Daisy comprendió que la pequeña quería marcharse. En el fondo, también ella lo deseaba, ya que, al igual que Bets, sentíase francamente alarmada y preocupada. Era preciso contar todo aquello a Fatty cuanto antes y él decidiría lo que se había de hacer.

Así, pues, ambas muchachas, se levantaron para despedirse.

—Nos veremos esta tarde —dijo Daisy a Zoe—. Pensamos asistir a la representación. ¿Podría usted firmarnos un autógrafo a los cinco si la aguardamos en la puerta del escenario?

—Naturalmente —accedió Zoe—. ¿Dices que sois cinco? De acuerdo. Si queréis, se lo diré a mis compañeros y así os darán sus autógrafos también. ¿A ver si me aplaudís mucho esta tarde, eh?

—¡Ya lo creo, lo haremos con mucho gusto! —prometió Bets, con vehemencia—. Supongo que no la detendrá ese Goon, ¿verdad?

—Pues claro que no —rióse Zoe—. Yo no perpetré el robo, y el pobre Boyse tampoco tiene nada que ver con él. Estoy segurísima de ello. En realidad, no le tengo miedo a ese perverso señor Goon. ¡No os preocupéis!

Sin embargo, ambas niñas se marcharon realmente preocupadas y deseosas de que fueran las doce para poder contar a Fatty y a los demás todo cuanto habían averiguado.

—Nuestra visita ha ido de perlas —comentó Daisy, cuando ambas llegaron a la sala de recreo de Bets—. Lo malo es que hemos averiguado cosas muy desagradables. ¡Mira que lo de ese «pañuelo», Bets! Me siento culpable. Jamás volveré a hacer nada semejante.

Larry y Pip regresaron a eso de las doce menos diez, al parecer muy satisfechos de sí mismos.

—¡Hola, muchachas! —saludó Pip—. ¿Cómo os ha ido? ¡Nosotros hemos tenido mucha suerte!

Así era, en efecto. Ambos habíanse dirigido en sus respectivas bicicletas al Pequeño Teatro y, una vez allí, acudieron a la taquilla a reservar las butacas para la función de la tarde. Pero, desgraciadamente, la taquilla estaba cerrada.

—Vamos a dar una vuelta —propuso Pip—. Si alguien nos pregunta algo, podemos contestar que hemos venido a comprar entradas y que esperamos que alguien nos indique dónde podemos obtenerlas.

Así, pues, alejáronse de la fachada del teatro para encaminarse a la parte trasera, probando de abrir varias puertas a su paso. Pero éstas estaban todas cerradas con llave.

Por fin, llegaron al parque de estacionamiento posterior. En él había un hombre limpiando una motocicleta. Los chicos no tenían idea de su identidad.

—¡Qué moto más bonita! —dijo Pip a Larry.

Al oír sus voces, el desconocido les miró. Era un hombre de edad madura, muy fornido, de labios delgados y expresión ceñuda.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó.

—Hemos venido a comprar entradas para la función de esta tarde —explicó Larry—. Pero la taquilla está cerrada.

—Por supuesto —dijo el hombre, frotando vigorosamente los relucientes guardabarros de la motocicleta—. Lo mejor que podéis hacer es comprar las entradas cuando vengáis esta tarde. Sólo abrimos la taquilla los sábados por la mañana, cuando esperamos mucha afluencia de público. Ahora, marchaos. No me gusta ver gente vagando por aquí. ¡Después del robo del viernes no tolero que nadie ande merodeando por los alrededores de mi teatro!

—¡Ah! —apresuróse a exclamar Larry—. ¿Es usted el empresario, por casualidad?

—El mismo —refunfuñó el hombre—. ¡El que sale en todos los periódicos! ¡El individuo que fue narcotizado y robado el pasado viernes! ¡Si pudiera echar el guante al que hizo la faena...!

—¿Tiene usted idea de quién fue? —inquirió Pip.

—En absoluto. En realidad, no creo que fuese ese imbécil de Boysie. Es incapaz de maquinar nada parecido. Además, me tiene mucho miedo y no creo que se atreva a gastarme bromas de esta índole. Lo que sí es posible es que fuera cómplice de alguien. ¡A buen seguro dejó entrar al ladrón aquella noche, cuando el teatro estaba vacío!

Los muchachos escuchaban, emocionados, aquella información de primera mano.

—El periódico decía que Boysie, el gato pantomímico, le llevó a usted la taza de té con la droga dentro —aventuró Larry—. ¿Es cierto eso, señor?

—Efectivamente, él fue el que me trajo el té —corroboró el empresario—. Yo estaba muy ocupado y sólo eché una ojeada al que me lo tendía, pero no cabe duda que se trataba de Boysie. Llevaba aún puesta la piel de gato, de modo que era imposible confundirle. Es un perezoso. A veces, se acuesta con ella encima. De todos modos, es igual que un chiquillo y no creo que fuera capaz de cometer esta fechoría por sí solo. Lo que sí es perfectamente posible es que tuviera algo que ver con ella, porque es muy manejable.

—Según eso —coligió Larry—, cabe la posibilidad de que Boysie dejara entrar al ladrón aquella tarde, de que éste echase la droga en el té y mandase a Boysie con él, como de costumbre, para que usted no sospechara nada. Luego, en cuanto comprendió que estaba usted dormido, el ladrón subió a su despacho, retiró el espejo, se apoderó de la llave, abrió la caja y se marchó antes de que usted se despertase.

—Seguramente fue así —asintió el empresario, incorporándose para bruñir el manillar—. Y lo que es más, sin duda, el ladrón fue un miembro del elenco, porque nadie sabe lo que ellos. De otro modo, ¿cómo se explica que el autor del hecho supiera que no llevo la llave de la caja en mi llavero, sino que siempre la guardo en el departamento secreto de mi cartera? ¡Y sólo los actores sabían que, por una vez en la vida, no había ingresado en el banco el efectivo del jueves, porque me vieron regresar con él, malhumorado, tras comprobar que el banco estaba cerrado ya!

Los chicos procuraron grabar todo esto en su mente. Algunos detalles ya los sabían, pero la cosa resultaba mucho más excitante y real de labios del empresario en persona. Éste no les gustó desde el principio. Parecía irascible y mezquino. Con semejante carácter no era de extrañar que tuviera muchos enemigos dispuestos a vengarse de él por alguna ofensa de palabra o de obra.

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