Misterio del gato comediante (11 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
13.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

En aquel momento, acercóse un hombre cojeando, apoyado en un bastón, con un sombrero echado sobre los ojos y una amplia capa impermeable en los hombros. Llevaba un gran mostacho y una ridícula barbita. El hecho de que, por añadidura, tuviese el pelo algo rojizo, indujo a Goon a echarle una curiosa mirada.

Pero Bets sabía que no era Fatty. Aquel hombre tenía la nariz ganchuda y era imposible que Fatty pudiese imitar una cosa así.

Por un momento, pareció que Goon iba a seguir a aquél hombre, pero sin duda desistió al ver a otro individuo «mucho» más sospechoso y con el pelo «mucho» más rojizo.

Tenía todo el aspecto de ser extranjero. Sobre su bien cepillado cabello pelirrojo, lucía un raro sombrero. Sobre los hombros, llevaba una capa de aspecto exótico, e iba calzado con unos bruñidos zapatos de forma puntiaguda.

Por algún motivo especial llevaba las orillas de los pantalones recogidos con pinzas de ciclista, lo cual conferíale un aspecto si cabe más extranjero, aunque Bets no acertaba a explicarse el porqué. El desconocido, protegido con gafas oscuras, tenía las mejillas muy prominentes y llevaba un bigotito rojizo. Además, era muy pecoso. Bets preguntóse, admirada, cómo se las habría arreglado Fatty para conferir aquel aspecto a su tez.

Porque la pequeña estaba convencida de que aquel individuo era Fatty, al igual que sus compañeros, aunque, de no haber andado buscándole, hubieran tenido todos sus dudas sobre el particular. Por otra parte, los garbosos andares del desconocido y su modo de mirar apenas daban lugar a dudas respecto a su identidad.

Al dirigirse a la salida, el extranjero rozó a Bets y dióle ligeramente con el codo. La pequeña tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse la risa.

—Su billete, señor —solicitó el empleado, al ver que el hombre parecía haber olvidado este detalle.

Fatty procedió a palparse todos los bolsillos, uno tras otro, exclamando con contrariedad:

—¡Ese «biyete»! ¡Lo tenía, me consta que lo tenía! Era «verrde».

El señor, Goon no le perdía de vista, dispuesto a detenerle si no exhibía su billete. De pronto, el extranjero agachóse a los pies de Goon y, apartando uno de ellos con la mano, tomó algo de debajo.

—¡Eh, oiga! —protestó Goon, fulminándole con la mirada—. ¿Qué hace usted?

—¡Mil «perrdones»! —disculpóse el desconocido, agitando su billete ante la cara de Goon, tan cerca, que por poco le salta la piel de la punta de su enorme nariz—. ¡Ya lo tengo! ¡Estaba en el suelo y usted le había puesto sus «grrandes pieses ensima»!

Dicho esto, Fatty tendió el billete al asombrado empleado y, apenas hubo pasado junto al policía, se detuvo tan bruscamente que Goon dio un respingo.

—¡Ah! ¿Es usted el «guarrdia», no? —inquirió Fatty, escrutando a Goon a través de sus gafas ahumadas, como lo hubiera hecho una persona muy corta de vista—. «Prrimero» creí que «erra» usted un maquinista, pero «ahorra» veo que es un «polisía».

—Sí, soy un policía —refunfuñó Goon, cada vez más receloso ante semejante comportamiento—. ¿A dónde quiere ir? Supongo que es usted forastero aquí.

—¡Oh, sí, «porr desgrrasia»! —asintió Fatty—. Deseo «saberr» el camino para «irr» a un sitio. ¿Querrá usted «indicárrmelo»?

—Con mucho gusto —accedió Goon, interesado.

—Es... es la casa HoffleFoffle, en la calle del «Sause». —explicó Fatty, fingiendo gran dificultad en la pronunciación de la palabra HoffleFoffle.

Goon le miró, desconcertado.

—No conozco ninguna casa llamada... como usted ha dicho —balbuceó.

—He dicho HoffleFoffle... —repitió Fatty—. ¿Cómo puede «ser» que no sepa usted dónde está?

Al propio tiempo, el chico salió a la calle precipitadamente, con Goon pisándole los talones. De pronto, Fatty se detuvo tan bruscamente, que Goon dio de narices contra él. Por entonces, Bets era presa de tales convulsiones de risa, que no tuvo más remedio que rezagarse.

—«No hay» ninguna casa de ese nombre —repitió Goon, exasperado—. ¿A quién desea usted ver?

—Eso es cosa mía... una cosa de mi única «incumbensia» —barbotó Fatty—. ¿Dónde está esa calle del «Sause»? Una «ves» allí, encontraré la casa HoffleFoffle yo solo.

Goon indicóle el camino. Fatty volvió a echar a andar a carrera tendida y Goon siguióle, jadeando. Los cuatro muchachos siguiéronles, a su vez, tratando de contener la risa. Naturalmente, la casa HoffleFoffle no existía.

—«Explorrarré» todo el pueblo hasta «encontrrarr» ese sitio —dijo Fatty al señor Goon, muy formalmente—. No «hase» falta que me acompañe, «señorr polisía».

Y apretando el paso, Fatty dejó muy atrás al señor Goon, que al ver que los cuatro chavales continuaban siguiéndole, no pudo menos de enfurruñarse. ¡Qué plaga de chicos! ¿Es que no podía seguir a nadie sin que ellos aparecieran también, como por arte de birlibirloque?

—¡Largaos de aquí! —les gritó—. ¿No me oís? ¡Vamos, largaos!

—¿Es que ni siquiera podemos ir a dar un paseo, señor Goon? —lamentóse Daisy, patéticamente.

Con un resoplido, el señor Goon apresuróse a seguir a «aquel fastidioso extranjero», que, por entonces habíase casi evaporado.

De hecho, el señor Goon estuvo a punto de perderlo de vista. Fatty empezaba a cansarse de aquel largo paseo y quería despistar a su perseguidor y volver a casa para reírse con los demás. Pero el policía continuó su esforzada persecución. En vista de ello, Fatty fingió examinar los nombres de muchas casas, a través de los oscuros cristales de sus lentes. A la sazón, hallábase ya muy cerca de su casa.

Por fin, el chico alcanzó el portillo y, una vez dentro del jardín, echó a correr al cobertizo del fondo y, tras cerrar la puerta con llave, procedió a despojarse de su disfraz todo lo aprisa que pudo. Después, libre ya de los afeites, las cejas y la peluca postiza, y las almohadillas para las mejillas, Fatty aventuróse al exterior, arreglándose la corbata.

Sus cuatro amigos estaban al otro lado del seto, acechando ansiosamente el jardín.

—Goon ha entrado a hablar con tu madre —cuchicheó Larry—. Cree que el extranjero sospechoso se oculta en algún rincón del jardín y desea obtener permiso para registrarlo.

—Pues que lo haga —sonrió Fatty—. ¡Cielos! ¡Qué risa me está entrando! ¡Silencio! Ahí viene Goon con mi madre.

Entonces, acercándose a ambos, Fatty saludó al policía, exclamando:

—¡Qué agradable sorpresa, señor Goon! ¿Usted por aquí?

—Creí que esos amigos tuyos habían ido a esperarte a la estación —gruñó el señor Goon, receloso.

—En efecto —asintió Fatty, cortésmente—. Vinieron a recibirme. Ahí los tiene usted.

Los otros cuatro habían entrado en el jardín por el portillo trasero y, a la sazón, recorrían lentamente el sendero, a espaldas de Fatty.

Goon se los quedó mirando como aquel que ve visiones.

—Pero... ¡si han estado «siguiéndome» toda la tarde! —exclamó el hombre—. Además, no te he visto en la estación.

—No obstante, el señor Goon, nuestro amigo «estaba» allí —aseguró Larry, formalmente—. Tal vez no le reconoció usted. A veces, Fatty cambia mucho de aspecto, ¿sabe usted?

—Oiga usted, señor Goon —interrumpió la señora Trotteville, impacientemente—. Ha dicho usted que deseaba buscar un intruso en mi jardín. Hágalo pronto porque es domingo por la tarde y debo volver al lado de mi marido. Deje ya de discutir con los chicos.

—Sí, pero... —empezó el señor Goon, tratando en vano de ordenar sus ideas.

¿Cómo era «posible» que aquellos chavales hubiesen recibido a Fatty, siendo así que éste no estaba en la estación? ¿Cómo se atreverían a decir que de veras lo habían recibido cuando sabían de sobra que lo único que habían hecho era seguirle a él toda la tarde? Aquello resultaba más que misterioso.

—Bien, señor Goon —decidió la señora Trotteville—. Ahí le dejo. No dudo que los niños le ayudarán a buscar a su sospechoso vagabundo.

Dicho esto, la dama desapareció en el interior de la casa. Entonces los chicos procedieron a explorar todos los rincones con tal entusiasmo que el señor Goon renunció a la empresa, convencido de que nunca más volvería a ver a aquel extranjero pelirrojo. ¿No «habría» sido Fatty disfrazado? ¡No! ¡Imposible! Nadie hubiese tenido la desfachatez de obligarle a una persecución tan sin ton ni son como aquélla. ¡Lo malo era que no había aclarado el misterio de quién llegaba en aquel tren de las 3.30! Lanzando un resoplido, el hombre salió a la calle por el portillo anterior, con expresión enojada.

Entonces, los chicos, arrojándose al húmedo suelo, rieron hasta saltárseles las lágrimas. Rieron tanto que no vieron la desconcertada cara del señor Goon mirándoles por encima de seto. ¿«A qué» venían aquellas carcajadas? ¡Malditos chicos! ¡Pensar que siempre se escurrían como anguilas! ¡No eran en absoluto de fiar!

El señor Goon regresó a su casa, fatigado y contrariado.

—¡Entorpeciendo la Ley! —refunfuñó, ante el sorprendido Pippin—. Siempre entorpeciendo la labor de la Ley! ¡Un día les retorceré el pescuezo y se les acabarán para siempre las ganas de reír!

CAPÍTULO XII
ZOE, LA PRIMERA DE LA LISTA DE SOSPECHOSOS

Al día siguiente, o sea el lunes, los Cinco Pesquisidores aplicáronse a trabajar en serio. Como de costumbre, se reunieron todos en casa de Pip. Era muy temprano, las nueve y media de la mañana, pero, según observación de Fatty, la prontitud no estaba de más, pues tenían muchísimo que hacer.

—Tú y Bets —dijo a Daisy— tenéis que ir a comprar un regalo de cumpleaños para esa chiquilla, la sobrina de Zoe Markham. ¿Tenéis dinero?

—Ni un solo penique —repuso Bets—. Presté a Pip tres chelines con tres peniques para que se comprase una pistola de agua y me he quedado sin blanca.

—Yo tengo cosa de un chelín —dijo Daisy.

Fatty sacóse unas monedas del bolsillo. Al parecer, siempre disponía de mucho dinero. Tenía una porción de tíos y tías obsequiosos, y gastaba como una persona mayor.

—Aquí tienes, Daisy —murmuró, entregando a la muchacha una moneda de dos chelines y otra de seis peniques—. Con esta media corona podréis comprar cualquier chuchería. ¿Cuándo es el cumpleaños de la niña?

—Mañana —contestó Daisy—. Ayer encontré a su hermanita y se lo pregunté.

—Magnífico —celebró Fatty—. La cosa va viento en popa. Ahora id a comprar algo, poned un mensaje dentro, y entregadlo a la señora Thomas, la hermana de Zoe. Al propio tiempo, procurad trabar conversación con ella, a fin de averiguar exactamente a qué hora fue a verla Zoe el viernes por la tarde y a qué hora se marchó.

—¿Pero, cómo la sonsacaremos? —interrogó Daisy, empezando a ponerse nerviosa.

Fatty la miró severamente.

—¡Supongo que no pretenderás que improvise también vuestra conversación! Eso es cosa tuya, Daisy. Echa mano de tu sentido común. Pregúntale qué piensa regalar a su hija, por ejemplo, y apuesto a que os llevará a ver el obsequio que le tiene preparado.

—¡Oh, sí! —convino Daisy, animándose—. Es una buena idea. Vamos, Bets. Hemos de comprar el regalo cuanto antes.

—Yo voy a ver a Pippin un momento, si puedo —anunció Fatty—. Quiero averiguar una o dos cosas antes de hacer más proyectos.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Larry, interesado.

—Pues si hay alguna huella digital en el espejo de pared que hubo de ser retirado para abrir la caja fuerte instalada detrás —respondió Fatty—. También es posible que las haya en la caja. En tal caso y teniendo en cuenta que la faena fue obra de uno los actores o actrices, nuestras investigaciones ya no tendrían objeto, pues con sólo tomar huellas dactilares de todos los sospechosos y compararlas con las del espejo o la caja, Goon encontraría al ladrón inmediatamente.

—¡Ojalá no sea así! —suspiró Bets, consternada—. Quiero seguir indagando este misterio y que seamos «nosotros» los descubridores en lugar de Goon. Me encanta desentrañar misterios.

—No te preocupes —tranquilizóla Fatty, sonriendo—. ¡Estoy seguro de que el ladrón procuró no dejar huellas tras sí! Quienquiera que fuese, era muy astuto.

—¿Crees que «fue» Boysie, el gato pantomímico? —interrogó Daisy.

—No —repuso Fatty—, al menos, por ahora. Veremos si cambio de opinión después de haberle interpelado. ¡Ah, Larry! ¿Podréis ir tú y Pip al teatro esta mañana a comprar entradas para la función de esta tarde? Ahí va el dinero.

Y, una vez más, sacóse del bolsillo un puñado de monedas.

—¡Es una suerte que seas tan «rico», Fatty! —exclamó Bets—. En caso contrario, no te resultaría tan fácil hacer de detective.

—Bien, vamos a ver —masculló Fatty—. Todos tenemos algo que hacer esta mañana, ¿no es eso? Volveremos a reunimos aquí para informarnos del resultado de nuestras pesquisas a las doce del mediodía, aproximadamente. Ahora me marcho a ver a Pippin. Ojalá le encuentre solo. ¡Vamos, «Buster»! ¡Despierta! ¡Voy a instalarte en el cesto de la bicicleta!

«Buster» abrió los ojos, levantóse de la alfombrilla del hogar y bostezó, meneando la cola. Luego, siguió a Fatty, muy formalito. Bets fue a ponerse el abrigo y el sombrero, dispuesta a acompañar a Daisy a comprar el regalo de cumpleaños. Por su parte, Pip y Larry fueron a por sus bicicletas con objeto de dirigirse al Pequeño Teatro a buscar las entradas.

Al tiempo que Fatty salía en su bicicleta del cobertizo de Pip, gritó a sus dos amigos:

—¡Pip! ¡Larry! No os limitéis a comprar las entradas. ¡Interrogad a todos los empleados que podáis, por si acaso averiguáis algo!

—¡De acuerdo, jefe! —bromeó Larry—. ¡Haremos lo que podamos!

Total que los Cinco Pesquisidores y el perro salieron todos dispuestos a efectuar una buena labor «detectivesca» en el curso de aquella mañana. Bets y Daisy fueron andando, pues la «bici» de Bets tenía un pinchazo. No obstante, a poco llegaron al centro de la población, y una vez allí, se encaminaron a una conocida juguetería.

—Jane sólo tiene cuatro añitos —recordó Daisy—. No le gustará nada complicado. No vale la pena comprarle un juego o un rompecabezas. Lo mejor será llevarle un juguetito.

Pero no había ninguno bonito por media corona. Todos eran mucho más caros. De pronto, Bets descubrió un juego de muebles para una casa de muñecas.

—¡Mira, qué lindo! Compremos esto, Daisy. Hay dos sillitas, una mesa y un sofá. ¡Es precioso! Estoy segura de que a Jane le encantará.

—¿Cuánto vale? —preguntó Daisy, mirando la etiqueta—. Dos chelines con nueve peniques y medio. Bien, añadiré tres peniques y medio de mi bolsillo a la media corona de Fatty.

Other books

Cadillac Desert by Marc Reisner
Horse Race by Bonnie Bryant
Royal Wedding by Meg Cabot
Stolen Life by Rudy Wiebe
Relatos africanos by Doris Lessing