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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (30 page)

BOOK: Morir de amor
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—Creo que me voy a mudar —dije—. Ya no me siento segura aquí.

Wyatt bajó, rodeó el coche y se acercó a abrirme la puerta. Me ayudó a bajar.

—Es una buena idea —dijo—. Mientras te recuperas, guardaremos todas tus cosas y las llevaremos a mi casa. ¿Qué quieres hacer con tus muebles?

Lo miré como si fuera un extraterrestre.

—¿Qué quieres decir con lo de qué quiero hacer con mis muebles? Necesito mis muebles donde quiera que me mude.

—Ya tengo muebles en mi casa. No necesitamos más.

Sí, es verdad que estaba un poco lenta de reflejos porque sólo en ese momento me di cuenta de lo que estaba diciendo.

—No he querido decir que me mudo a tu casa. Sólo que… me mudo. Vendo la mía y compro algo en otra parte. No creo estar preparada para una casa, porque no tengo tiempo para ocuparme de jardines ni de parterres de flores ni de nada de eso.

—¿Para qué hacer dos mudanzas si con una sola basta?

Ahora que sabía por dónde iba encaminado, podía seguirlo.

—El que le hayas dicho al jefe Gray que soy tu prometida no significa que sea verdad. No sólo estás poniendo la carreta delante de los bueyes sino que, además, te has olvidado de sacar a las pobres bestias de su establo. Todavía ni siquiera hemos salido en una cita. ¿No lo recuerdas?

—Apenas nos hemos separado en cinco días. Ya queda atrás eso de las citas.

—Eso quisieras tú. —Me detuve frente a la puerta y en ese momento me di cuenta de sopetón de que no podía entrar en mi propia casa. No tenía mi bolso, no tenía mis llaves ni controlaba mi propia vida. Le lancé una mirada, horrorizada, y rompí a llorar.

—Blair… cariño —dijo él, pero no me preguntó qué pasaba. Creo que si me hubiera preguntado le habría pegado. Al contrario, se sentó a mi lado y me cogió por el hombro y me atrajo hacia él.

—No puedo entrar —sollocé—. No tengo las llaves.

—Siana tiene un juego, ¿no? La llamaré.

—Quiero mis propias llaves. Quiero mi bolso. —Después de todo lo ocurrido durante ese día, no tener mi bolso era como el tiro de gracia, lo que me terminaba de quebrar. Al darse cuenta de que mi actitud no era demasiado razonable, Wyatt simplemente me abrazó y me meció mientras yo lloraba.

Mientras lo hacía, sacó su móvil y llamó a Siana. Por cuestiones de la investigación, nadie en mi familia se había enterado de lo ocurrido esa mañana, y Wyatt le dio a Siana una breve explicación. Le contó que yo había tenido un accidente de coche, que se había abierto el airbag y que yo había salido ilesa. Ni siquiera había ido al hospital, pero como no habían recuperado el bolso de mi coche, no podía entrar en mi casa. ¿Podía hacer el favor de venir a abrirme? Si no podía, Wyatt le dijo que mandaría a un agente a buscar las llaves.

Yo oía la voz de Siana, su tono de alarma, pero no conseguía entender lo que decía. Las respuestas de Wyatt la calmaron, y cuando colgó, me dijo:

—Llegará en unos veinte minutos. ¿Quieres volver al coche y ponemos el aire acondicionado?

Dije que sí. Me limpié la cara, con mucho cuidado, y le pregunté si tenía un pañuelo de papel. No tenía. Los hombres nunca van preparados.

—Pero tengo un rollo de papel higiénico en el maletero, si eso te sirve —avisó.

No quise saber por qué tendría un rollo de papel higiénico en el maletero, pero cambié de opinión en cuanto a lo de no ir preparado. Me distraje de mis lágrimas y lo acompañé hasta el coche y me quedé a su lado cuando abrió. Quería ver qué otras cosas tenía ahí dentro.

Lo más grande era una caja de cartón donde estaba el papel higiénico, un botiquín bastante grande de primeros auxilios, una caja de guantes de plástico, varios rollos de cinta adhesiva, fundas de plástico dobladas, una lupa, una cinta métrica, bolsas de papel y de plástico, unas pinzas, tijeras y varias cosas más. También había una pala, un pico y una sierra.

—¿Para qué son las pinzas? —le pregunté—. Las tienes a mano por si alguien quiere depilarse las cejas.

—Es para recoger pruebas —dijo, mientras desenrollaba un poco de papel y me lo pasaba—. Tenía que tenerlas cuando era inspector.

—Pero ahora ya no eres inspector —señalé. Plegué el papel higiénico, me limpié los ojos y me soné.

—Es una cuestión de costumbre. Siempre pienso que quizá las necesite.

—¿Y la pala?

—Nunca se sabe cuándo uno tendrá que cavar un hoyo.

—Ya. —Eso al menos lo entendía—. Yo siempre llevó un ladrillo en el coche —confesé, y luego sentí que algo me dolía al recordar el estado en que había quedado mi Mercedes.

Él cerró el maletero. Tenía el ceño fruncido.

—¿Un ladrillo? ¿Para qué necesitas un ladrillo?

—En caso de que tenga que romper una ventana.

Él guardó silencio y luego se dijo a sí mismo.

—No quiero saberlo.

Esperamos sentados en su coche hasta que llegó Siana, conduciendo un modelo Camry nuevo. Bajó, toda elegante con su traje color marrón claro y una blusa de encaje rojo. Llevaba unos zapatos marrón claro con tacones estilo Lucite de siete centímetros. Su pelo rubio dorado tenía un corte hasta los hombros, y la sencillez de sus líneas le sentaba muy bien a su cara con forma de corazón. A pesar de sus enormes hoyuelos, Siana tenía una mirada que decía «Tened miedo. Tened mucho miedo». Entre mis hermanas y yo teníamos el terreno bien cubierto. Yo era bastante guapa, pero sobre todo tenía un cuerpo atlético y pinta de ejecutiva. Siana quizá tenía rasgos menos finos, pero su inteligencia brillaba en su rostro como un faro. Además, tenía unas tetas muy bonitas. Jenni era más alta que nosotras dos, con el pelo un poco más oscuro, y guapa como para dejar a los hombres atontados. No se decidía por una carrera pero, entre tanto, ganaba mucho dinero trabajando de modelo. Podría haber ido a Nueva York a probar suerte, pero no estaba lo bastante interesada.

Wyatt y yo bajamos del coche. Siana me miró, dejó escapar un breve grito y se le llenaron los ojos de lágrimas al venir hacia mí.

Era como si tuviera ganas de abrazarme, pero se detuvo, empezó a darme palmaditas y luego retiró la mano. Las lágrimas le bañaban el rostro. Yo me giré hacia Wyatt.

—¿Tan mal aspecto tengo? —le pregunté, insegura.

—Sí —dijo él, lo cual fue como una perversa confirmación de lo contrario, porque si mi aspecto hubiera sido realmente horrible, él me habría mimado mucho más.

—No es verdad —dije, queriendo tranquilizar a Siana con una palmadita.

—¿Qué pasó? —me preguntó, secándose las lágrimas.

—Me fallaron los frenos. —La explicación en toda regla podía esperar hasta más tarde.

—¿Contra qué chocaste? ¿Un poste de la luz?

—Me dio otro coche. Del lado del pasajero.

—¿Dónde está tu coche? ¿Tiene arreglo?

—No —dijo Wyatt—. Siniestro total.

Siana volvió a poner cara de horrorizada.

Intenté despistarla con un comentario.

—Mamá nos ha invitado a cenar esta noche, y tengo que arreglarme antes de salir.

Ella asintió con la cabeza.

—Seguro. Se espantaría si te viera en este estado, con toda la ropa manchada de sangre. Espero que tengas un buen maquillaje para disimularlo. Tienes como unas manchas en la cara.

—El
airbag
—expliqué.

Siana tenía la llave de mi casa en su llavero, mezclada con todas las demás. La separó, abrió la puerta y se apartó para dejarme pasar y desactivar la alarma. Luego entró con Wyatt.

—Mamá también me ha invitado esta noche. Supuse que cuando llegara aquí y volviera al despacho, ya sería la hora de salir, así que mi jornada ha acabado. ¿Me necesitas para algo? Estoy disponible.

—No, creo que todo está bajo control.

—¿Tu seguro te deja un coche de alquiler hasta que se haya fallado la reclamación?

—Sí, por suerte. Mi agente me ha dicho que arreglaría todo para que tuviera el coche de alquiler mañana.

Como abogado que era, Siana ya estaba pensando en lo que vendría.

—¿Tienes un mecánico autorizado para que revise tu coche y te dé un certificado de siniestro total? Necesitarás una declaración notarial.

—No, no ha sido un fallo mecánico —dijo Wyatt.

—Blair acaba de decir que le fallaron los frenos.

—Le fallaron sí, pero con ayuda. Alguien cortó el cable del freno.

Siana pestañeó y luego palideció. Se me quedó mirando.

—Alguien ha intentado matarte —murmuró—. Otra vez.

Yo solté un suspiro.

—Lo sé. Wyatt dice que es porque fui animadora deportiva. —Le lancé una mirada de «ahí tienes» y subí a ducharme, sonriendo al ver que Siana acudía en mi defensa. Pero dejé de sonreír mientras subía las escaleras. Dos atentados contra mi vida eran suficientes. Aquella situación empezaba a afectarme los nervios. Más les valdría a MacInnes y Forester explicar el tiempo que Dwayne Bailey no había acabado de explicar. Unas cuantas huellas dactilares en mi pobre coche también se revelarían como una ayuda nada desdeñable.

Me quité la ropa tiesa y ensangrentada y dejé caer todas las prendas al suelo. En cualquier caso, estaban arruinadas. Me impresionaba que la sangre de la nariz pudiera causar tal desastre. Finalmente entré en el cuarto de baño y me miré entera y desnuda en el gran espejo. Empezaban a aparecer los hematomas en mis pómulos y en la nariz. Y en las dos rodillas, en los hombros, en el interior del brazo derecho y en la cadera derecha. Me dolían todos los músculos; me dolían hasta los pies. Me miré el pie derecho y vi que en el empeine había aparecido otra magulladura grande.

Wyatt entró en el cuarto de baño mientras yo inspeccionaba los daños. Sin decir nada, me miró de arriba abajo y luego me abrazó suavemente y me meció durante un rato. Por primera vez, no había nada de sexual en su abrazo, aunque tendría que haber estado bastante ciego para sentirse excitado por esa colección de moretones.

—Necesitas ponerte hielo. Mucho hielo.

—Lo que necesito —dije— es una rosquilla. Unas dos docenas. Tengo que ponerme a cocinar.

—¿Cocinar qué?

—Rosquillas. Tengo que parar en Krispy Kreme y comprar dos docenas de rosquillas.

—¿No te conformarías con una galleta?

Me aparté de él y abrí el agua de la ducha.

—Hoy, todos se han portado muy bien conmigo. Voy a hacer un pudín de pan para llevárselo mañana. Tengo una receta que se hace con rosquillas en lugar de pan.

Él se quedó quieto, mientras sus papilas gustativas empezaron a imaginarse el sabor.

—Quizá deberíamos comprar cuatro docenas para que puedas hacer dos. Así tendremos uno en casa.

—Lo siento. Por el momento, no puedo hacer cosas así, ya que tengo que tener mucho cuidado con lo que como. Sería una tentación demasiado grande si tuviera delante un pudín de pan, ahí, pidiéndome que me lo coma.

—Yo soy poli. Te puedo proteger. Ordenaré que lo pongan bajo custodia.

—No tengo ganas de hornear dos —dije, y me metí en la ducha.

Él alzó la voz para que le oyera por encima del agua de la ducha.

—Yo te ayudaré.

Volví a sonreír al oír esa voz que imploraba. No debería haberme revelado su debilidad por los dulces. Ahora ya lo tenía. Pensé en torturarlo y no dejarle probar el pudín hasta el día siguiente en la comisaría de policía, como todo el mundo, y con eso dejé de pensar en el problema de que alguien intentaba matarme. Es una especie de desvarío mental, pero a mí me funciona.

Oí que sonaba su móvil mientras me aclaraba el champú del pelo. Era un proceso lento porque me costaba mover el brazo izquierdo, pero me las arreglaba. Oí que hablaba, pero no escuché lo que decía. Acabé, cerré el agua y cogí la toalla que colgaba en la puerta de la ducha. Empecé a secarme lo mejor que podía.

—Ven aquí y yo acabaré de secarte —me dijo él, cuando salí del baño. Lo primero que vi es que volvía a tener una expresión seria.

—¿Qué ha pasado?

—Era MacInnes —dijo. Cogió la toalla de mis manos y empezó a secarme con movimientos suaves—. La coartada de Bailey es firme. En todos sus detalles. Estaba en casa con su mujer, o en el trabajo, y sólo habría tenido tiempo para ir y volver del trabajo. Según MacInnes, la mujer de Bailey ha pedido el divorcio, así que no tendría por qué mentir a su favor. Seguirán investigando, pero, al parecer, está limpio. El que intenta matarte es otro.

L
legamos temprano a casa de mis padres, aunque nos paramos a comprar las rosquillas y la leche condensada que necesitaba para el pudín de pan. Wyatt tenía todo lo demás en su casa, incluyendo los moldes que quería. Sí, moldes, en plural. Compramos cuatro docenas de rosquillas glaseadas. Con sólo olerlas se me hacía la boca agua, pero fui lo bastante fuerte como para no abrir la caja siquiera.

Papá abrió la puerta, se me quedó mirando la cara y luego dijo, con tono muy quedo:

—¿Qué ha pasado?

—He chocado, y mi coche está destrozado —dije, y me acerqué para que me abrazara. Luego fui a la cocina a que me viera Mamá. A mis espaldas, oí que Papá y Wyatt hablaban en voz baja, y supuse que Wyatt le estaba contando lo ocurrido.

Al final, no intenté ocultar las magulladuras. Llevaba unos pantalones largos, de algodón ligero con rayas blancas y rosas, y una camiseta atada con un nudo en la cintura, porque si hubiera llevado pantalones cortos que mostraran los cardenales de las piernas, alguien habría pensado que Wyatt me maltrataba, y yo no estaba de ánimos para defender su honor. Pero no disimulé los hematomas de los ojos porque me imaginé que quedarían hechos un desastre después de que mi madre hiciera lo que estaba destinada a hacer con mi cara.

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