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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (26 page)

BOOK: Morir de amor
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Llamé a Mamá y le di las buenas noticias. Después, llamé a Siana y también a Lynn. Le dije que volvería al trabajo al día siguiente, pero le pedí que volviera a abrir por la mañana. Hasta que no pudiera mover el brazo, no debía precipitarme a nada.

Pensé que Wyatt me llevaría a casa de mi madre, lo cual parecía lógico. Ella se encargaría de mimarme durante unos días hasta que pudiera vestirme sola y que las cosas volvieran a la normalidad.

Echaba en falta esa normalidad. Durante casi una semana, mi vida había estado patas arriba y ahora quería que las cosas volvieran a su cauce. Era evidente que tenía un amante, por mucho que intentara mantenerlo controlado, y seguro que aquello complicaría la situación. Pero ahora, descartada aquella amenaza, podía volver a la rutina de la vida real y ver si entre nosotros había algo sólido o si la química se desvanecería con el tiempo.

Las cosas pintaban mucho mejor. Apenas podía esperar a que comenzara esta nueva situación entre los dos, es decir, la rutina.

M
e sentía como un pájaro fuera de su jaula. Aunque sólo me había visto limitada en mis movimientos menos de cuarenta y ocho horas, el tiempo me parecía mucho más largo. Todavía no era capaz de valerme por mí misma, pero al menos no me sentía tan impedida. Podía desplazarme si me apetecía, no tenía por qué quedarme encerrada. Tampoco tenía que entrar subrepticiamente por la puerta de atrás.

—Soy libre, soy libre, libre —canturreaba cuando salí casi bailando al encuentro de Wyatt al ver que llegaba a buscarme. Era más tarde que el día anterior. Estaba a punto de ponerse el sol, así que serían más de las ocho.

—No del todo —dijo Wyatt, mientras me abrochaba el cinturón de seguridad.

—¿Qué quieres decir, con lo de no del todo? —le grité. Le grité porque él estaba rodeando el coche por el exterior y, de otra manera, no me habría oído.

—A mí me parece que todavía estás incapacitada —dijo cuando se puso al volante—. No te puedes lavar, no puedes lavarte el pelo y no puedes conducir con las dos manos.

—Tú no conduces con las dos manos —señalé.

—No tengo por qué hacerlo, porque soy el que manda. Tú no mandas.

Solté un bufido, pero no hice caso de la provocación.

—En cuanto a lo demás, no me fui a casa de mi madre para empezar porque dijiste que Dwayne Bailey podía encontrarme y porque pondría en peligro a Mamá y a Papá, además de a mí misma. Ahora que han detenido a Dwayne Bailey ya no hay motivo para que vaya a por mí. Así que puedo irme a casa de mi madre.

—Esta noche no —dijo Wyatt.

—Quisiera saber por qué no.

—Porque no pienso llevarte.

—¿Tienes algo que hacer esta noche? Ella podría venir a buscarme.

—Deja de portarte como una porfiada. No me lo pienso tragar. Te tengo exactamente donde quería y no pienso soltarte.

Aquello empezaba a crisparme.

—No pienso convertirme en tu pequeño juguete sexual para que te diviertas cada vez que te entren las ganas. Tengo una rutina a la que debo volver. Mañana tengo que ir a trabajar.

—Podrás ir a trabajar mañana. Pero te llevaré yo, no tu madre.

—Eso no tiene ningún sentido. ¿Qué pasará si ocurre algo y tú tienes que salir? Supongo que te pueden llamar en cualquier momento, ¿no?

—Es posible, pero no me llaman para que acuda a la escena de un crimen muy a menudo. Para eso están mis inspectores.

—En cualquier caso, no necesito que me lleven al trabajo. Tengo un coche con cambios automáticos y me puedo abrochar el cinturón con una sola mano. Soy perfectamente capaz de conducir y no empieces otra vez con el cuento de poder conducir con las dos manos. —Estaba tan decidida a irme como él a quedarse conmigo. No estaba tan decidida como antes, pero me di cuenta de que él daba por sentado que podía decirme lo que tenía que hacer, y eso lo tenía que cortar de raíz, no cabía duda.

Guardó silencio un momento y luego minó toda mi determinación con una sencilla pregunta.

—¿No quieres estar conmigo?

Me lo quedé mirando boquiabierta.

—Claro que sí —farfullé, antes de que pudiera impedirlo.

Luego se impuso la razón y dije, indignada:

—No puedo creer que seas tan bajo y rastrero. Eso es un argumento de
chicas
, y lo has usado contra mí.

—No importa. Lo has reconocido —dijo, y me miró con una sonrisa triunfante de presumido. Después, parpadeó—. ¿Qué es un argumento de
chicas
?

—Ya sabes. Se apela a las emociones.

—Jo, si hubiera sabido que iba a dar tan buenos resultados, lo habría usado antes. —Se inclinó y me dio un apretón en la rodilla—. Gracias por la sugerencia.

Me miró parpadeando y no pude sino echarme a reír. Le di una palmada en la mano para que la quitara.

—Ya sé que las circunstancias se han puesto difíciles, pero tú no has cumplido con tu parte del trato. No me has cortejado para nada. Así que quiero ir a casa.

—Me parece recordar que ya hemos tenido esta conversación. Tu idea de cortejar no es la misma que la mía.

—Quiero salir por la noche. Quiero ir al cine, a cenar, a bailar… Supongo que sabes bailar, ¿no?

—Con graves protestas de mi pareja.

—Ay, Dios —dije, y le lancé una mirada GOT. Grandes ojos tristes. En el arsenal de recursos, los GOT están justo un peldaño por debajo de las lágrimas—. A mí me encanta bailar.

Me lanzó una mirada, alarmado, y luego farfulló:

—Mierda. Vale, te llevaré a bailar. —Lo dijo como si lo estuvieran sometiendo a un gran suplicio.

—No quiero que me invites si no tienes ganas. —Era el momento perfecto para el clásico golpe bajo femenino; me lo había servido en bandeja. Si me tomaba al pie de la letra, sabía que me decepcionaría, pero si de verdad me llevaba a bailar, tendría que fingir que lo disfrutaba. Para que sepáis, ésta es una de las maneras que tienen las mujeres de vengarse de los hombres por no tener la regla.


Pero
… después de que termine la cita, haremos lo que yo quiera hacer.

Había dos posibilidades para ese «hacer». Lo miré con cara de espanto.

—¿Quieres
que pague
por una cita que contempla tener relaciones sexuales?

—Por mí está bien —dijo, y volvió a apretarme la rodilla.

—Eso no sucederá.

—Vale. Entonces no tengo que ir a bailar.

Añadí a su lista de agravios
No coopera y no está dispuesto a hacer cosas por mí
. Tal como avanzaba la lista, acabaría ocupando varios volúmenes de una enciclopedia.

—¿No tienes nada que decir? —dijo, provocador.

—Estaba pensando en algunas cosas para ponerlas en mi lista.

—¿Quieres hacer el favor de olvidarte de la maldita lista? ¿Qué te parecería si yo hiciera una lista de todos tus errores y defectos?

—La leería y trataría de solucionar los aspectos problemáticos —dije, muy ufana. Bueno, para empezar, la leería. Lo que él entendía por problema y lo que entendía yo podían ser dos cosas muy diferentes.

—Eso es una gilipollez. Yo creo que cultivas concienzudamente tus aspectos problemáticos.

—¿Como por ejemplo? —Mi voz adoptó un tono muy dulce.

—Lo bocazas que eres, para empezar.

Le soplé un beso.

—Te gustaba mi boca esta mañana cuando estaba besando tu bragueta hacia abajo.

Aquello le despertó un vivo recuerdo, y tuvo un estremecimiento muy visible.

—Tienes razón —dijo, con voz ronca—. Me gustó mucho.

Le entendía muy bien. Durante el día, yo también había pensado en algunas cosas que añoraba. Quería renunciar a las artimañas mientras luchábamos por ganar la mejor posición y, por una vez, comérmelo, disfrutar de él, regodearme con el sexo y el placer. Quizá cuando llegáramos a casa. Pero hasta entonces no tenía ningún sentido hacerle pensar que él había ganado.

—También te gusta mi peinado de Pebbles Picapiedra, aunque te rías de él.

—No me he reído de tu peinado. Y, sí, me gusta. Me gusta todo en ti, incluso cuando eres como un dolor en el culo. Eres un sueño húmedo andante, ¿lo sabías?

Lo miré como dudando.

—No sé si eso es bueno o no. —La imagen que tenía en mente era pegajosa y pringosa.

—Desde mi punto de vista, es bueno. Hablando en términos personales, no profesionales. Has aniquilado mi capacidad de concentración en el trabajo. Lo único en que atino a pensar durante el día es en desnudarte. Es probable que cuando llevemos casados uno o dos años, eso se acabe, pero por el momento es muy intenso.

—Yo no he dicho que me casaría contigo —le dije, pero el corazón se me había disparado y no conseguía mantenerme concentrada en la conversación porque sólo pensaba en desnudarlo a
él
.

—Es lo que va a ocurrir, y tú lo sabes. Sólo nos quedan algunos detalles por afinar, como esta historia de la confianza que te preocupa tanto, pero calculo que lo controlaremos de aquí a un par de meses y que quizá podamos tener boda para Navidad.

—Eso decididamente no ocurrirá. Aunque dijera sí, que no lo he dicho, ¿tienes la más mínima idea del tiempo que se necesita para planificar una boda? Estas navidades sería imposible. Quizá las próximas, quiero decir, sería posible planificar una boda con ese margen, y no es que quiera casarme las próximas navidades porque, si nos casáramos, tampoco sería en Navidad, ya que entonces nuestro aniversario se perdería en medio de todo el guirigay de las fiestas, y me daría mucha rabia. Los aniversarios tienen que ser algo especial.

Me miró sonriendo.

—Has dicho «nuestro aniversario». Eso equivale a un sí.

—Sólo si no entiendes lo que escuchas. He dicho «Si», no «cuando».

—El
lapsus
freudiano neutraliza eso. Es un trato hecho.

—No, todavía no lo es. Hasta que pronuncie esas dos palabritas, si lo hago, no me habré comprometido a nada.

Me miró con gesto pensativo, como si hasta ahora no se hubiera dado cuenta de que ninguno de los dos había dicho «Te quiero». No creo que los hombres le den tanta importancia a decir «Te quiero» como las mujeres. Para ellos, es más cuestión de hacer que de decir, pero aunque no entiendan por qué es importante, al menos entienden que sí es importante para las mujeres. Puede que en ese momento se hubiera dado cuenta de que yo no se lo había dicho, y entonces viera que las cosas no estaban tan claras como creía.

—Ya llegaremos a eso —concluyó, y me sentí aliviada de que no hubiera dicho «Te quiero» para invitarme a mí a decir lo mismo, porque entonces yo me habría dado cuenta de que él no lo decía en serio. Dios, todo aquel asunto entre hombre y mujer era complicado. Era como una partida de ajedrez, y estábamos emparejados como rivales. Yo sabía lo que yo quería, a saber, seguridad total de que él pensaba en aquello a largo plazo. Eso esperaba yo, pero hasta que
supiera
, me retenía. Él se estaba divirtiendo, pensé. Yo también, incluso cuando discutíamos. En algún momento, la partida de ajedrez acabaría y veríamos dónde estábamos situados.

Me cogió la mano. La mano izquierda, claro está, ya que él conducía. Así que no podía mover demasiado el brazo. Deslizó suavemente su mano bajo la mía y entrelazó los dedos. No se podía negar que el tipo era un estratega de primera.

Aquella noche fue muy diferente de las dos primeras. Wyatt se ocupó de lavar la ropa, la suya y la mía, y me impresionó al no dejarlo todo desordenado. Cortó el césped, aunque ya era oscuro cuando empezó. Su tractor cortacésped tenía faros y también encendió las luces exteriores. Yo me sentía como la señora pájaro jardinero mirando al señor pájaro jardinero construir su nido con todo tipo de objetos brillantes e interesantes que demostraban que era un buen proveedor. Luego se pasearía delante del nido intentando atraer a la señora pájaro jardinero al interior. Aquel era el Wyatt doméstico en acción. En cualquier caso, para ser justa, su césped estaba bien cuidado. Se veía que lo cortaba con regularidad.

Eran las diez cuando entró, descamisado y sucio, con el pecho brillante de sudor porque todavía hacía calor afuera aunque estuviera oscuro. Se fue directo al fregadero de la cocina y bebió un gran vaso de agua, mientras su poderosa garganta se hinchaba al tragar. Me dieron ganas de saltarle por la espalda y luchar con él hasta derribarlo, aunque el maldito brazo no me lo hubiera permitido.

Dejó el vaso en el fregadero y me miró.

—¿Estás preparada para tu ducha?

Quizá fue un error táctico, pero esa noche no me sentía demasiado esquiva. Aunque, pensándolo bien, tampoco me había mostrado demasiado esquiva con él antes. Lo que valía era la intención. Esta noche ni siquiera quería intentarlo.

—¿Puedo lavarme el pelo también?

—Claro.

—No me llevará mucho tiempo secarlo.

—No importa —dijo, sonriendo—. Disfrutaré de la escena mientras trabajo.

No hay que ser un genio para adivinar lo que ocurrió en la hora que siguió. Estábamos los dos mojados y enjabonados y calientes, y yo envié al diablo mi autocontrol —sólo esta vez— y me entregué a hacer el amor con él. Empezó en la ducha, tras lo cual se declaró un receso entre jadeos, y acabó en la cama.

Se me quitó de encima con un gruñido y se tendió de espaldas, con un brazo tapándose los ojos mientras tragaba enormes bocanadas de aire. Yo también respiraba aceleradamente, casi sin fuerzas, sumida en una mezcla de placer y agotamiento.
Casi sin fuerzas
. Encontré la energía para montarme encima de él y me estiré mientras le besaba la mandíbula, la boca, el cuello y cualquier otra parte donde pudiera llegar.

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