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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (24 page)

BOOK: Morir de amor
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Claro, y la aventura de Napoleón en Rusia sólo era un paseo. Ya. ¿De verdad creía que me lo tragaría?

Me besó hasta que me flaquearon las rodillas y se me retorcieron hacia arriba los dedos de los pies, y luego me soltó con expresión de tío presumido. Pero no pudo ocultar su dureza debajo de los pantalones así que yo también me sentí bastante bien.

—¿Lynn encontró el nombre de ese tipo en los archivos? —le pregunté. Quizá tendría que haberlo preguntado mucho antes, pero el asunto del pino nos había recluido en una zona de silencio durante un rato. Pero ya lo habíamos superado y ahora quería saber.

—Todavía no. MacInnes dijo que me llamaría en cuanto tuvieran el nombre y él llevara a cabo algunas investigaciones preliminares. Lynn tenía un problema con el ordenador.

—¿Qué problema? ¿Por qué no me llamó? Ella sabe cómo manejar los programas. ¿Qué ha pasado?

—El ordenador se estropeó.

—Oh, no. El ordenador no se puede estropear. Se supone que volvemos a abrir mañana. Porque, ¿abrimos mañana, o no?

Él asintió con un gesto de la cabeza.

—Hemos acabado de procesar la escena del crimen y han quitado las horribles cintas amarillas. —Dijo estas últimas palabras entrecomillándolas con gestos de la mano, y supe que MacInnes le había dado, a él y al resto del departamento de policía, una relación literal de nuestra conversación.

Pero no pensé más en eso.

—El ordenador —dije, con urgencia.

—Envié a uno de nuestros expertos informáticos a ver qué podía hacer. Eso fue justo antes de que dejara el despacho y no he sabido nada desde entonces.

Cogí mi móvil y llamé a Lynn al suyo. Cuando contestó, parecía algo distraída.

—Blair, tenemos que conseguir otro ordenador. Éste está poseído.

—¿Qué quieres decir con poseído?

—Hace cosas raras. Habla en otras lenguas, escribe en otros idiomas. Es una cosa muy rara. Ni siquiera es inglés.

—¿Qué dice el experto informático de la poli?

—Dejaré que él te lo diga.

Al cabo de un momento, se puso un hombre.

—Es un colapso total, aunque puedo salvar la mayoría de sus archivos, o quizá todos. Voy a desinstalar sus programas y luego reinstalarlos. Después veremos qué hacemos. ¿Tiene un ordenador de repuesto?

—No, pero haré que lo traigan esta noche si usted dice que es necesario. ¿Qué ha provocado el colapso?

—Ahora mismo, aparte de las cosas raras en la pantalla, está totalmente colapsado. El ratón no funciona, el teclado tampoco, nada funciona. Pero no se preocupe. Volveré a rescatarlos, ya es la tercera vez esta noche, y recuperaremos los archivos.

—¿Y qué pasa con el nuevo ordenador para esta noche?

—Estaría bien —dijo él.

Después de colgar, le expliqué la situación a Wyatt. Luego llamé a una de esas tiendas grandes de equipos informáticos, les dije lo que necesitaba, les di los datos de mi tarjeta de crédito y pedí que lo prepararan porque pasaría a buscarlo un policía. Wyatt ya hablaba por su teléfono para que alguien se encargara. Luego llamé a Lynn y le dije que traerían un ordenador nuevo. No había nada más que hacer excepto esperar a que el gurú informático de la poli tuviera éxito con su magia.

—Ahí van unos dos mil dólares que no había pensado gastar —gruñí—. Al menos se puede desgravar.

Cuando miré a Wyatt, vi que sonreía.

—¿Qué te parece tan divertido?

—Tú. Eres tan finolis. Resulta divertido oírte hablar de cualquier cosa que suene a negocios.

Estaba tan asombrada y sorprendida que estoy segura de que me quedé boquiabierta.

—¿Tan finolis?

—Finolis —dijo él, firme—. Tienes un martillo rosa. Si eso no es finolis, no sé qué es.

—No soy ninguna finolis. Soy dueña de una empresa y soy buena en lo que hago. Las finolis no hacen eso. Las finolis dejan que otras personas se ocupen de todo. —Sentía que sucumbía a una profunda ira porque no me gusta que me menosprecien, y llamarme finolis era decididamente eso.

Me cogió por la cintura con ambas manos, sin dejar de sonreír.

—Todo en ti es finolis, desde tu peinado de Pebbles Picapiedra hasta tus primorosas hawaianas con las conchitas pegadas. Siempre llevas una cadenita en el tobillo, te pintas las uñas de los dedos de color rosa chillón y tus sujetadores hacen juego con tus bragas. Pareces un helado de cucurucho, y te lamería de arriba abajo.

Vaya, pues soy un ser humano. Reconozco que me distrajo un poco aquella parte de que me lamería. Pero cuando conseguí volver a concentrarme en la discusión (al menos yo estaba discutiendo, mientras que él evidentemente se divertía), volvió a besarme, y antes de que me diera cuenta me estaba lamiendo y besando el cuello y mi fuerza de voluntad se derrumbó. Una vez más, ahí mismo, en la cocina, perdí el control y mis pantalones. Detesto cuando ocurre eso. Incluso peor, después tuvo que ayudarme a ponerme de nuevo los pantalones.

—Voy a hacer otra lista —dije, furiosa, cuando me dio la espalda y empezó a subir las escaleras con su aire de presumido, con mi bolsa a cuestas—. ¡Y ésta se la pienso mostrar a tu madre!

Se detuvo y me miró por encima del hombro, con una mirada de cautela.

—¿Has estado hablando con mi madre de nuestras relaciones sexuales?

—He hablado con ella y le he dicho que eres un insolente y un manipulador absoluto.

Él sonrió, sacudió la cabeza y dijo:

—Una finolis. —Y siguió subiendo.

—No sólo eso —grité a sus espaldas—, ¡ni siquiera tienes una planta en toda la casa y me deprime estar aquí!

—Te compraré un arbusto mañana —dijo, mirando por encima del hombro.

—¡Si fueras un policía de verdad, no tendría por qué seguir aquí mañana! —A ver si ahora era capaz de decir algo.

Cuando volvió a bajar, se había cambiado el traje y puesto unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca. Yo había encontrado una libreta y me había instalado en el sillón de cuero reclinable del salón de la sala grande y tenía el mando de la televisión guardado en el cabestrillo. La tele estaba puesta en el canal Timelife.

Miró la televisión e hizo una mueca.

—Estás sentada en mi sillón —dijo.

—Aquí está la lámpara. Necesito luz.

—Ya hemos discutido este tema. Ésa es mi silla —dijo, y dio un paso adelante.

—Si me haces daño en el brazo, yo… —Me interrumpí para lanzar un chillido porque me cogió en vilo en sus brazos, se sentó en la silla y me dejó sobre sus rodillas.

—Así está mejor —dijo, y acercó la boca a mi nuca—. Ahora los dos tenemos silla. ¿Dónde está el mando?

Todavía lo tenía en mi cabestrillo
, gracias a Dios, y ahí se quedaría. Seguía con la libreta y el boli en la mano derecha mientras intentaba ignorar lo que me hacía en el cuello. Al menos ahora estaba relativamente a salvo porque dudaba de que se le fuera a empinar tan rápido después del episodio de la cocina.

—Estaba aquí mismo —dije, convincente, y eché una mirada alrededor—. Se habrá deslizado debajo del cojín.

Él tenía que mirar, desde luego, así que me quitó de encima de sus rodillas y se puso a mirar debajo del cojín. Miró alrededor del sillón. Luego lo puso patas arriba para ver si no se había caído dentro. Se giró y me lanzó una mirada penetrante.

—Blair, ¿dónde está mi mando?

—¡Estaba por aquí! —le dije, indignada—. ¡En serio! —No mentí. Había estado ahí hasta que él me movió.

Por desgracia, era poli, y sabía todos los posibles escondrijos. Su mirada se detuvo en mi cabestrillo.

—Dámelo, pequeña traidora.

—¿Traidora? —Di un paso atrás—. Creía que no era más que una finolis inofensiva.

—Yo nunca he dicho que seas inofensiva.

Dio un paso hacia mí y yo me giré y salí corriendo.

Soy una buena corredora, pero él tiene las piernas más largas y con mis sandalias no tenía suficiente tracción, así que aquello no duró mucho. Me eché a reír cuando él me cogió con un brazo y sacó el mando de su escondrijo.

Él quería ver un partido de béisbol, desde luego. A mí no me gusta el béisbol. Por lo que sé, el béisbol ni siquiera tiene animadoras, así que nunca he aprendido nada sobre ese deporte. Conozco el fútbol y el básquet, pero el béisbol es seguramente un deporte de presumidos, así que no me interesa para nada. Pero los dos nos sentamos en su enorme sillón reclinable, yo sobre sus piernas, elaborando mi lista mientras él miraba el partido. Salvo un par de ocasiones en que miró mi lista y lanzó un gruñido porque había alguna entrada que consideraba cuestionable, él se dedicó a lo suyo y yo a lo mío.

Después de acabar la lista, me empecé a aburrir (¿cuánto duran esos estúpidos partidos?) y me entró sueño. Su hombro estaba ahí mismo, su brazo me sostenía, así que me acurruqué y me quedé dormida.

Me desperté cuando me llevaba arriba. Las luces de abajo estaban apagadas y supuse que era la hora de dormir.

—Esta noche me toca ducharme —le dije—. Y cambiar los vendajes.

—Ya lo sé. Prepararé todo antes de que nos metamos en la ducha.

Preparó la gasa y los parches esterilizados y luego cortó y deshizo las gruesas capas de gasa hasta llegar al parche que cubría los puntos de sutura. Estaba totalmente pegado. Después de un suave tirón, decidí meterme bajo la ducha y dejar que el agua reblandeciera la gasa de la herida.

Él abrió la ducha para que saliera agua tibia, luego me desnudó y también se desnudó él. Teniendo en cuenta mi decisión de que no mantuviéramos relaciones sexuales (como si eso lo fuera a disuadir), no debería haberme desnudado con él, pero la verdad es que me gustaba. Mucho. Me gustaba verlo desnudo y me gustaba cómo me miraba a mí cuando estaba desnuda. Me gustaba cómo me tocaba, como si no pudiera evitarlo, cogiéndome los pechos y frotándome los pezones con el pulgar. No prestaba mucha atención a mis pechos desde que había descubierto mi cuello, pero me di cuenta de que besarme el cuello era para placer mío, y acariciarme los pechos para el suyo. Le gustaban, y me lo demostraba.

Cuando nos metimos en la ducha y estuvimos del todo mojados y resbaladizos, tuve que acercarme para que me quitara el parche del brazo, así se juntaron nuestros vientres y empezamos a frotarnos el uno contra el otro en una sensual danza del agua. Vi que ya había pasado tiempo suficiente para que volviera a ponérsele dura y enseguida dije:

—¡Nada de sexo! —Él rió, como si no importara, y empezó a lavarme. Y descubrí por qué él creía que no importaba. La verdad es que lo intenté, de verdad que lo intenté. Sólo que no me había preparado para todos los lugares donde me lavó, o el tiempo que tardaría.

—No hagas mohines —dijo, después, cuando estaba sentada en la silla y él me estaba poniendo un parche nuevo y me vendaba más cómodamente—. Me gusta que no te me puedas resistir —añadió.

—Pero estoy trabajando en ello —murmuré—. Ya verás cómo al final lo consigo.

Me soltó el pelo, que tenía recogido en una coleta, y me lo cepilló, aunque eso podría haberlo hecho yo. Bien podía cepillarme los dientes, ¿no? Pero él quería hacerlo, así que lo dejé. Seguí con la rutina del cuidado de la piel y le pedí los pantalones y la camiseta corta que quería para meterme en la cama. Él soltó un bufido.

—Como si fueras a necesitarlos —dijo, y me cogió y me llevó a la cama tal como estaba, es decir, desnuda.

Pobre inspector MacInnes. Me había olvidado de él, con las horas extras que le estaba dedicando a mi despacho mientras Wyatt estaba en casa conmigo. El teléfono sonó justo cuando nos estábamos metiendo en la cama. Cogió el auricular antes de que acabara de sonar el primer timbrazo.

—Bloodsworth. ¿Lo tienes? —Me miró y dijo—: Dwayne Bailey. ¿Te dice algo?

Me asaltó la imagen de un hombre fornido de un metro ochenta de alto y muy velludo.

—Lo recuerdo —dije—. Necesitaba una sesión de electrólisis.

—¿Es posible que sea el hombre que viste?

Tengo una buena percepción espaciotemporal, y pude imaginarme a Dwayne Bailey junto al coche de Nicole y compararlo con el hombre que vi.

—No pude verle la cara, pero es más o menos de la misma altura. Un poco más de un metro ochenta, con un ligero sobrepeso. Además, era un poco hosco, parecía tener mal genio. —Lo recordaba porque había tenido una discusión con otro cliente, uno de los regulares, a propósito del uso de una de las máquinas de pesas. Por lo visto, el tipo tenía prisa y no le gustaba esperar a que el otro acabara sus ejercicios.

—Me parece bien. Iremos a verlo por la mañana —dijo Wyatt—. MacInnes, intenta dormir todo lo que puedas.

—¿Por qué no vais a buscar a Bailey esta noche? —le pregunté, un poco indignada. Quizá fuera el hombre que había matado a Nicole y me había disparado a mí, ¿y no pensaban ir a buscarlo de inmediato?

—No podemos ir y detenerlo —me explicó Wyatt, mientras apagaba la luz y se metía bajo las sábanas—. No tenemos un motivo aparente y ningún juez de la ciudad firmaría una orden de detención. Lo interrogaremos y veremos qué conclusiones arroja eso. Así se investiga, cariño, hablando con las personas.

—Y, entretanto, el tío anda suelto por ahí disparándole a inocentes finolis. Hay algo que no acaba de encajar bien en esta historia.

Él ahogó una risa, me revolvió el pelo y luego me estrechó entre sus brazos.

—Yo nunca he dicho que fueras una inocente.

Lo pinché en el costado.

—Piénsalo un momento —dije, con falsa emoción—. A estas horas mañana por la noche podría estar en mi propia cama.

—Pero no lo estarás.

—¿Por qué no?

—Porque la pobre finolis no puede vestirse sola —dijo él, y volvió a ahogar una risilla.

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