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Authors: Charlaine Harris

Muerto Para El Mundo (16 page)

BOOK: Muerto Para El Mundo
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—¿Por qué se han pasado por aquí? —preguntó el detective Coughlin, que tenía el pelo castaño, la cara arrugada de estar a la intemperie y una barriga cervecera de la que se habría sentido orgulloso un caballo trotón.

La pregunta pilló por sorpresa a Alcide. No había pensando en aquello hasta el momento, lo cual no era de extrañar. Yo no había conocido a Adabelle con vida, ni había estado en la tienda de vestidos de novia como él. Alcide estaba más conmocionado que yo. Era yo quien debía tomar las riendas.

—Fue idea mía, detective —dije al instante—. Mi abuela, que falleció el año pasado, siempre me decía: "Si algún día necesitas un vestido de novia, Sookie, tienes que ir a Verena Rose". No se me pasó por la cabeza llamar con antelación para ver si hoy estaba abierta.

—¿De modo que usted y el señor Herveaux piensan casarse?

—Sí —respondió Alcide, atrayéndome hacia él y abrazándome—. Vamos camino del altar.

Sonreí, pero con la modestia necesaria.

—Bien, pues felicidades. —El detective Coughlin nos miró pensativo—. De modo, señorita Stackhouse, que usted no conocía a Adabelle Yancy.

—Tal vez coincidiera con la señora Yancy, la madre, cuando era pequeña —dije con cautela—. Pero no la recuerdo. La familia de Alcide conoce a los Yancy, naturalmente. Lleva toda la vida viviendo aquí. —Naturalmente, todos son licántropos.

Coughlin seguía mirándome.

—¿Y tampoco entró en la tienda? ¿Me dicen que sólo entró el señor Herveaux?

—Alcide entró y yo me quedé esperando aquí. —Intenté parecer delicada, lo que no me resultó fácil. Soy una chica sana y musculosa, y aunque no soy una modelo de tallas grandes, tampoco puede decirse que sea precisamente Kate Moss—. Había visto... la mano, por lo que preferí quedarme fuera esperando.

—Una buena idea —dijo el detective Coughlin—. Lo que hay aquí dentro es mejor que no lo vea nadie. —Cuando dijo eso pareció veinte años mayor. Me dio lástima que su trabajo fuera tan duro. Estaba pensando que los cuerpos masacrados que había en el interior de la tienda eran dos vidas desperdiciadas y obra de alguien a quien le encantaría arrestar—. ¿Tiene alguno de ustedes idea de por qué alguien podría querer hacer pedazos a dos mujeres de esta manera?

—¿Dos? —dijo Alcide, pasmado.

—¿Dos? —dije yo, con menos cautela.

—Sí, dos —dijo el detective. Esperaba obtener nuestras respectivas reacciones y ya las tenía; pronto descubriría qué pensaba de ellas.

—Pobrecitas —dije, y no fingía las lágrimas que inundaban mis ojos. Resultaba muy agradable poder apoyarme en el pecho de Alcide y, como si me hubiera leído los pensamientos, él bajó la cremallera de su cazadora de cuero para que pudiera estar más en contacto con él y me protegió con los laterales abiertos para mantener el calor—. Y si una de ellas es Adabelle Yancy, ¿ quién es la otra?

—De la otra no queda mucho —dijo Coughlin, antes de que él mismo se aconsejara mantener la boca cerrada.

—Estaban como mezcladas —dijo en voz baja Alcide, cerca de mi oído. Sentía nauseas—. No me di cuenta. Supongo que si hubiera analizado lo que vi...

Aun sin poder leer con claridad los pensamientos de Alcide, comprendí que estaba pensando que Adabelle había conseguido acabar con una de sus atacantes. Y cuando el resto del grupo se marchó, no se llevó todos los pedazos pertinentes.

—Y dice que es usted de Bon Temps, señorita Stackhouse —dijo el detective, casi por decir algo.

—Sí, señor —contesté, sofocando un grito. Intentaba no imaginarme los últimos momentos de Adabelle Yancy.

—¿Trabaja también allí?

—Sí, en el Merlotte's Bar and Grill —respondí—. Soy camarera.

Mientras el agente se percataba de la diferencia de clase social que existía entre Alcide y yo, cerré los ojos y dejé descansar la cabeza sobre el cálido pecho de Alcide. El detective Coughlin se estaba preguntando si estaría embarazada; si el padre de Alcide, una figura conocida y adinerada de Shreveport, aprobaría este matrimonio. Entendía que hubiera decidido comprarme un vestido de boda caro, si iba a casarme con un Herveaux.

—¿No tiene usted anillo de prometida, señorita Stackhouse?

—No tenemos pensado un noviazgo largo —dijo Alcide. Escuché su voz retumbando en el interior de su pecho—. Tendrá su diamante el día que nos casemos.

—Eres muy malo —dije cariñosamente, pellizcándole en las costillas con toda la fuerza que pude sin que fuese demasiado evidente.

—Ay —protestó Alcide.

Aquel pequeño juego convenció al detective Coughlin de que estábamos realmente prometidos. Anotó nuestros números de teléfono y nuestras direcciones y dijo que podíamos marcharnos. Alcide se quedó tan aliviado como yo.

Subimos al vehículo y condujimos hasta encontrar un lugar seguro donde poder estar tranquilos —un parquecillo prácticamente desierto debido al frío reinante— y Alcide llamó de nuevo al coronel Flood. Yo me quedé esperando en la camioneta mientras Alcide caminaba de un lado a otro sobre la hierba seca del parque, gesticulando y levantando la voz, desahogando en cierto modo su dolor y su rabia. Había notado cómo se acumulaba en su interior. A Alcide, como a la mayoría de los chicos, le costaba expresar sus emociones. Y aquello lo convertía en una persona mucho más familiar y cariñosa.

¿Cariñosa? Mejor que empezara a dejar de pensar de aquella manera. El compromiso había sido inventado única y exclusivamente para salvar la situación con el detective Coughlin. Si Alcide era el "cariño" de alguien, era de la pérfida Debbie.

Alcide volvió a subir a la camioneta. Tenía muy mala cara.

—Supongo que lo mejor es que regresemos a la oficina y recojas tu coche —dijo—. Siento mucho lo sucedido.

—Creo que soy yo quien debería decir eso.

—Es una situación que no ha buscado ninguno de los dos —dijo Alcide con voz firme—. Ninguno de los dos estaría involucrado en ella de haberlo podido evitar.

—Una verdad como un templo. —Después de reflexionar un momento sobre lo complicado que era el mundo sobrenatural, le pregunté a Alcide por el plan del coronel Flood.

—Nos ocuparemos del tema —respondió Alcide—. Lo siento, Sook, pero no puedo contarte lo que vamos a hacer.

—¿Correrás peligro? —le pregunté, sin poder evitarlo.

Habíamos llegado ya al edificio de los Herveaux y Alcide aparcó al lado de mi viejo coche. Se volvió ligeramente hacia mí y me cogió la mano.

—No me pasará nada. No te preocupes —dijo cariñosamente—. Te llamaré.

—No te olvides de hacerlo —dije—. Y yo tengo que contarte lo que hagan los brujos tratando de dar con Eric. —No le había contado a Alcide lo de los carteles con la imagen de Eric, lo de la recompensa. Habría puesto todavía peor cara si se hubiera enterado de la inteligencia con que estaba planteada la trama.

—Debbie tenía pensado venir a verme esta tarde, llegará aquí alrededor de las seis —dijo. Miró el reloj—. Ya es demasiado tarde para evitar que venga.

—Si pensáis llevar a cabo un ataque a lo grande, ella podría ayudaros —dije.

Me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera taladrarme con ella.

—Es una cambiante, no una mujer lobo —me recordó, poniéndose a la defensiva.

A lo mejor se transformaba en comadreja, o en ratón.

—Por supuesto —dije muy seria. Me mordí literalmente la lengua para no soltar todos los comentarios que guardaba en mi boca y ansiaban salir de ella—. Alcide, ¿crees que el otro cuerpo sería el de la amiga de Adabelle? ¿De alguien que estaba por casualidad en la tienda con Adabelle cuando llegaron los brujos?

—Teniendo en cuenta que gran parte del segundo cuerpo había desaparecido, pienso que es probable que fuera de una de las brujas. Supongo que Adabelle murió luchando.

—Yo también lo supongo. —Moví afirmativamente la cabeza, poniendo fin a ese aluvión de ideas—. Mejor que regrese ya a Bon Temps. Eric estará a punto de despertarse. No te olvides de decirle a tu padre que estamos prometidos.

Su expresión fue lo único divertido que viví aquel día.

Capítulo 6

Durante el camino de vuelta a casa pensé en los acontecimientos que había vivido aquel día en Shreveport. Le había pedido a Alcide que llamara a la policía de Bon Temps por su teléfono móvil y había obtenido otra vez una respuesta negativa. No, seguían sin tener noticias de Jason y no había llamado nadie diciendo que lo hubiera visto. De modo que, de camino a casa, no me detuve en la comisaría, pero tenía que pasar por el supermercado para comprar pan y margarina, y por la licorería para comprar sangre sintética.

Lo primero que vi cuando abrí la puerta de Super Save-A-Bunch fue un pequeño expositor con sangre embotellada, lo que me ahorró la parada en la licorería. Lo segundo que vi fue el cartel con la fotografía de carné de Eric. Me imaginé que era la fotografía que le habían obligado a presentar cuando abrió Fangtasia, pues era una imagen muy poco amenazadora. En ella parecía una persona perfectamente normal, incluso agradable; nadie en el mundo se imaginaría que había dado algún que otro mordisco. La fotografía llevaba el siguiente encabezamiento: "¿HAS VISTO A ESTE VAMPIRO?".

Leí el texto con atención. Todo lo que había dicho Jason era cierto. Cincuenta mil dólares es mucho dinero. Esa Hallow tenía que estar como una regadera para pagar esa cantidad por Eric si lo único que quería era que le echara un polvo. Resultaba difícil creer que le mereciera la pena pagar una recompensa tan elevada por controlar Fangtasia (y acostarse con Eric). Cada vez dudaba más de que ésa fuera la historia completa y cada vez estaba más segura de que si seguía sacando el cuello por los demás, acabarían mordiéndomelo.

Hoyt Fortenberry, el gran amigo de Jason, estaba cargando pizzas en su carrito en el pasillo de los alimentos congelados.

—Hola, Sookie, ¿dónde crees que se ha metido el viejo Jason? —me preguntó en cuanto me vio. Hoyt, un chico grande, robusto y que no era una gran lumbrera, parecía sinceramente preocupado.

—Ojalá lo supiera —dije, acercándome para poder hablar con él sin que todos los presentes en el establecimiento se enteraran de nuestra conversación—. Estoy muy preocupada.

—¿No crees que simplemente estará con alguna chica que haya conocido? Esa que salió con él en Nochevieja era muy mona.

—¿Cómo se llamaba?

—Crystal. Crystal Norris.

—¿De dónde es?

—De Hotshot, o de por esa zona. —Movió la cabeza en dirección al sur.

Hotshot era más pequeño incluso que Bon Temps. Estaba a unos quince kilómetros de nuestro pueblo y tenía reputación de ser una comunidad un tanto extraña. Los niños de Hotshot que iban al colegio en Bon Temps formaban un grupillo cerrado y eran un poco... distintos. No me sorprendía en absoluto que Crystal viviese allí.

—Seguro —añadió Hoyt, insistiendo en su idea—. Crystal debió de pedirle que se quedara en su casa. —Pero su cerebro dejaba claro que no creía en lo que estaba diciendo, que simplemente trataba de tranquilizarme, a mí y también a sí mismo. Ambos sabíamos que Jason tendría que haber telefoneado ya, por muy bien que lo pudiera estar pasando con una mujer.

Decidí llamar a Crystal cuando tuviera diez minutos libres, lo que no sería en ningún momento de aquella noche. Le pedí a Hoyt que llamara a la oficina del sheriff para dar el nombre de Crystal, y me confirmó que lo haría, aun cuando la idea no le entusiasmaba demasiado. Estoy segura de que de haberse tratado de cualquier otro, Hoyt se habría negado. Pero Jason siempre había sido su fuente de entretenimiento y diversión, pues Jason era mucho más listo e imaginativo que el lento y pesado Hoyt: si Jason no reaparecía, la vida de Hoyt pasaría a ser monótona y aburrida.

Nos despedimos en el aparcamiento de Super Save-A-Bunch, y me sentí aliviada al ver que Hoyt no me preguntaba por las botellas de True-Blood que había comprado. Tampoco lo hizo la cajera, aunque cogió las botellas con cara de asco. Mientras pagaba, me pregunté cuánto llevaría ya gastado siendo la anfitriona de Eric. La sangre y la ropa constituían un buen pico.

Acababa de oscurecer cuando llegué a casa. Aparqué el coche y descargué las bolsas de la compra. Abrí la puerta trasera de la casa y entré, llamando a Eric mientras encendía la luz de la cocina. Al no obtener respuesta, guardé la compra y dejé una botella de True-Blood fuera de la nevera, para que la tuviese a mano cuando le entrara el hambre. Saqué la escopeta del maletero, la cargué y la dejé junto al calentador. Pasado un momento volví a llamar a la oficina del sheriff. Sin noticias de Jason, me dijo la telefonista.

Abatida, me dejé caer un buen rato junto a la pared de la cocina. Pero quedarme allí sentada y deprimida, sin hacer nada, no era un buen plan. Pensé en instalarme en la sala de estar y poner una película en el vídeo, para que Eric estuviera entretenido. Había visto ya todas mis cintas de Buffy y no tenía en casa ninguna de Ángel. Me pregunté si le gustaría Lo que el viento se llevó. (Por lo que me habían contado, Eric había estado por allí cuando la filmaron. Aunque, por otro lado, tenía amnesia. No se acordaría de nada).

Pero cuando llegué al pasillo, oí un pequeño movimiento. Abrí con cuidado la puerta de mi antigua habitación, pues no quería hacer ruido por si acaso mi huésped seguía durmiendo. Pero allí estaba. Eric estaba poniéndose los pantalones, de espaldas a mí. No se había preocupado de ponerse ropa interior, ni siquiera aquel diminuto calzoncillo rojo. Me quedé sin respiración. Se me escapó un sonido de sorpresa y me obligué a cerrar los ojos. Apreté con fuerza los puños.

Si hubiera un concurso internacional de traseros, Eric lo ganaría de calle. Conseguiría el mayor de los trofeos. Jamás había pensado que a una mujer pudiera costarle tanto mantener las manos apartadas de un hombre, pero allí estaba yo, clavándome las uñas en la palma de la mano, mirando el interior de mis párpados como si pudiera ver a través de ellos si me esforzaba lo suficiente.

Resultaba en cierto sentido degradante, eso de desear a alguien tan..., tan vorazmente —otra buena palabra del calendario— por el simple hecho de que fuera físicamente bello. Tampoco se me había ocurrido que fuera algo que pudieran sentir las mujeres.

—¿Te encuentras bien, Sookie? —preguntó Eric. Regresé con vacilación a la cordura después de aquella oleada de lujuria. Estaba delante de mí, con las manos posadas en mis hombros. Levanté la vista hasta toparme con sus ojos azules, que me observaban fijamente con una mirada que tan sólo mostraba preocupación. Yo estaba justo al nivel de sus duros pezones. Eran del tamaño de la goma de borrar que va en los lápices. Me mordí el interior del labio. En ningún caso acortaría aquellos escasos centímetros que nos separaban.

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