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Authors: Charlaine Harris

Muerto Para El Mundo (3 page)

BOOK: Muerto Para El Mundo
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Arlene se quedó sorprendida y Sam..., no sabría qué decir de la expresión de Sam. Pero como antes había abrazado a Arlene, lo abracé a él también, y sentí la fuerza y el calor de su cuerpo. Cualquiera diría que Sam está delgado hasta que uno lo ve sin camisa descargando cajas en el almacén. Es fuerte de verdad y sus músculos están bien definidos, y tiene una temperatura corporal elevada por naturaleza. Me besó en la cabeza y a continuación nos despedimos todos y nos dirigimos a la puerta trasera. La camioneta de Sam estaba aparcada delante de su tráiler, justo detrás del Merlotte's, aunque formando un ángulo recto con el edificio. Pero Sam subió al coche patrulla para que Kenya lo llevase al banco. Ella lo acompañaría luego a casa y Sam caería rendido. Llevaba horas de pie, como todos.

Cuando Arlene y yo abrimos nuestros respectivos coches, me di cuenta de que Tack estaba esperando en su vieja camioneta; apostaría lo que fuera a que iba a seguir a Arlene hasta su casa.

Con un último "¡Buenas noches!" rompiendo el gélido silencio de la noche de Luisiana, nos separamos para iniciar nuestro nuevo año.

Giré en Hummingbird Road para ir hacia mi casa, que está a unos cinco kilómetros del bar en dirección sudeste. La sensación de alivio al estar por fin sola era inmensa y empecé a relajarme mentalmente. Los faros delanteros del coche iluminaban los troncos de los pinos de los frondosos bosques qué formaban la columna vertebral de la industria maderera de la zona.

La noche era extremadamente oscura y fría. En las carreteras locales, naturalmente, no hay farolas. Tampoco había nadie, por supuesto. Aunque me repetía para mis adentros que vigilase por si se le ocurría cruzar la carretera a algún ciervo, conducía como si llevase puesto el piloto automático. Sólo pensaba en lavarme la cara, ponerme el camisón más cálido que encontrara y meterme en la cama.

Los faros de mi viejo coche alumbraron una cosa de color blanco.

Sofoqué un grito y me desperté de repente de mi dulce ensueño de calor y silencio.

Un hombre corriendo: a las tres de la mañana del 1 de enero, corriendo por la carretera local, como si se le fuera la vida en ello.

Aminoré la marcha, intentando pensar qué podía hacer. En realidad, yo no era más que una chica sola y desarmada. Y si a él le perseguía algo malo, era posible que también acabara persiguiéndome a mí. Por otro lado, no podía dejar a nadie sufriendo si podía serle de alguna ayuda. Antes de detenerme delante del hombre, me di cuenta de que era alto, rubio y que iba vestido sólo con unos pantalones vaqueros. Puse el freno de mano y me incliné para bajar la ventanilla del lado del pasajero.

—¿Puedo ayudarle en algo? —le dije. Me lanzó una mirada de pánico y siguió corriendo.

En aquel momento caí en la cuenta de quién era. Salté del coche y eché a correr tras él.

—¡Eric! —grité—. ¡Soy yo!

Se volvió de repente, siseando, con los colmillos completamente al aire. Me paré tan bruscamente que casi me caigo y extendí los brazos en son de paz. Naturalmente, si Eric decidía atacarme, era mujer muerta. Eso me pasaba por jugar a la buena samaritana.

¿Por qué no me reconocía Eric? Lo conocía desde hacía meses. Era el jefe de Bill según la complicada jerarquía de los vampiros que ya empezaba a conocer. Eric era el sheriff de la Zona Cinco, y era un vampiro en auge. Además era atractivo, y capaz de besar como nadie, pero no era precisamente eso lo más relevante de él en aquel momento. Yo sólo veía los colmillos y unas manos fuertes y curvadas como garras. Eric estaba completamente alerta, pero parecía tenerme tanto miedo como yo se lo tenía a él. No se lanzó a atacarme.

—Mantente alejada, mujer —me avisó. Su voz sonaba como si tuviera la garganta herida, abrasada y en carne viva.

—¿Qué haces aquí?

—¿Quién eres tú?

—Sabes perfectamente bien quién soy. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí sin tu coche? —Eric tenía un elegante Corvette, que era simplemente la pura imagen de Eric.

—¿Me conoces? ¿Quién soy?

Empecé a comprender. Al parecer no bromeaba, así que le respondí con cautela.

—Claro que te conozco, Eric. A menos que tengas un gemelo idéntico. No lo tienes, ¿verdad?

—No lo sé. —Dejó caer los brazos, los colmillos empezaron a retractarse y se enderezó, lo que me hizo imaginar que el ambiente de nuestro encuentro se había relajado un poco.

—¿No sabes si tienes un hermano? —La verdad es que no sabía qué hacer.

—No. No lo sé. ¿Me llamo Eric? —Bajo el resplandor de los faros del coche daba auténtica lástima.

—Caray. —No se me ocurrió otra cosa qué decir—. Últimamente te llaman Eric Northman. ¿ Qué haces aquí?

—Tampoco lo sé.

Intuí que allí pasaba algo.

—¿De verdad? ¿No recuerdas nada? —Intenté ir más allá de estar segura de que en cualquier momento me sonreiría, me lo explicaría todo y se echaría a reír, y se me ocurrió que podía meterme en algún problema que acabara conmigo..., recibiendo una buena paliza.

—De verdad. —Se acercó un paso más, y su pecho desnudo me hizo estremecer y sentir carne de gallina. Me di cuenta también (ahora que ya no estaba tan aterrorizada) de que parecía realmente desesperado. Era una expresión que no había visto nunca en el rostro de Eric y que me provocaba una sensación de tristeza devastadora.

—Sabes que eres un vampiro, ¿no?

—Sí. —Pareció sorprenderse de que se lo preguntara—. Y tú no lo eres.

—No, yo soy humana, y necesito saber que no vas a hacerme daño. Aunque a estas alturas ya podrías habérmelo hecho. Pero créeme, aunque no lo recuerdes, podría decirse que somos amigos.

—No te haré daño.

Me recordé que probablemente cientos o miles de personas habrían oído ya esas palabras antes de que Eric les destrozara el cuello. Pero la verdad es que los vampiros no tienen necesidad de matar cuando ya han superado su primer año. Un sorbito por aquí, un sorbito por allá, y así funcionan. Viéndolo tan perdido, resultaba difícil pensar que podía descuartizarme con sus propias manos.

En una ocasión, yo le había dicho a Bill que si alguna vez venían los extraterrestres a invadir la tierra lo más inteligente que podrían hacer sería disfrazarse de conejitos de orejas gachas.

—Entra en mi coche antes de que te congeles —le dije. Volvía a tener esa sensación de que de un momento a otro iba a succionarme, pero no sabía qué otra cosa hacer.

—¿De verdad te conozco? —preguntó, como si estuviera dudando si entrar en el coche con alguien tan formidable como una mujer veinticinco centímetros más bajita que él, con muchos kilos menos de peso y unos cuantos siglos más joven.

—Sí —respondí, incapaz de reprimir cierta impaciencia. No me sentía demasiado satisfecha conmigo misma porque aún tenía la sensación de que estaba engañándome por algún motivo inescrutable—. Vamos, Eric. Estoy congelándome, y tú también. —No es que los vampiros, como norma, perciban las temperaturas extremas, pero se veía que incluso Eric tenía la piel de gallina. No pasaría nada por congelar a un muerto, claro está. Sobreviviría (sobreviven a casi todo), pero comprendo que sería bastante lastimoso—. Oh, Dios mío, Eric, si vas descalzo. —Acababa de darme cuenta.

Le cogí la mano; me permitió acercarme lo suficiente para poder hacerlo. Me dejó que lo guiara hasta el coche y lo instalara en el asiento del acompañante. Le ofrecí que subiera la ventanilla mientras yo rodeaba el coche para entrar por mi lado, y después de un largo minuto de estudiar el mecanismo, lo consiguió.

Alargué el brazo hasta el asiento trasero para coger una manta vieja que siempre llevaba allí en invierno (para los partidos de fútbol americano, etc.) y lo envolví en ella. No temblaba, naturalmente, porque era un vampiro, pero no podía soportar ver tanta carne desnuda con la temperatura que hacía. Puse la calefacción a tope (lo cual, en un coche viejo como el mío, tampoco es decir mucho).

La piel desnuda de Eric nunca me había hecho sentir frío —siempre que había visto a Eric medio desnudo había sentido de todo, menos eso—. Estaba demasiado aturdida y no pude evitar reír antes de censurar mis pensamientos.

Él se quedó sorprendido y me miró de reojo.

—Eres la última persona que esperaba encontrarme —le dije—. ¿Venías a ver a Bill? Porque no sé si sabes que se ha ido.

—¿Bill?

—El vampiro que vive aquí mismo. Mi antiguo novio.

Negó con la cabeza. Volvía a estar completamente aterrado.

—¿No sabes cómo has llegado hasta aquí?

Volvió a negar con la cabeza.

Me esforcé en pensar; pero no fue más que eso, un esfuerzo. Estaba agotada. Aunque había tenido un subidón de adrenalina al divisar a una figura corriendo por la carretera oscura, su efecto estaba desapareciendo rápidamente. Llegué al desvío que conducía hasta mi casa y giré a la izquierda, serpenteé entre los bosques silenciosos y oscuros avanzando por el pulcro camino de acceso... que, de hecho, Eric había hecho asfaltar de nuevo para mí.

Y era por eso que Eric estaba allí sentado en el coche a mi lado, en lugar de seguir corriendo en plena noche como un conejo blanco gigante. Había tenido la inteligencia de darme lo que yo quería. (Naturalmente, también se había pasado meses queriendo que me acostase con él. Pero lo del camino de acceso me lo había dado porque yo lo necesitaba).

—Ya estamos —dije, aparcando en la parte trasera de mi vieja casa. Apagué el motor. Por suerte no reinaba la oscuridad más absoluta porque por la tarde, al salir de casa para ir a trabajar, me había acordado de dejar encendidas las luces exteriores.

—¿Vives aquí? —Observó el claro donde se alzaba la casa, nervioso por tener que salir del coche para llegar hasta la puerta trasera.

—Sí —contesté exasperada.

Me lanzó una mirada con aquellos ojos azules que tanto contrastaban con el blanco que los rodeaba.

—Venga, sal —dije, un poco cansada. Salí del coche y subí las escaleras del porche trasero, que no cerraba con llave porque ¿qué sentido tiene cerrar con llave la puerta exterior de un porche trasero? Siempre cierro la puerta interior, de modo que después de buscar a tientas la cerradura, conseguí abrirla y la luz de la cocina iluminó el exterior—. Puedes pasar —le ofrecí, para que cruzara el umbral. Correteó detrás de mí, envuelto aún en la vieja manta.

Eric daba verdadera lástima bajo la luz del techo de la cocina. No me había dado cuenta de que tenía los pies ensangrentados.

—Oh, Eric —suspiré, apenada. Cogí una cacerola del armario y dejé correr el agua caliente en el fregadero. Se curaría enseguida, como todos los vampiros, pero quería lavárselos igualmente. Los pantalones vaqueros tenían los bajos sucios—. Quítatelos —le dije, consciente de que si le lavaba los pies con ellos acabarían mojándose.

Sin el menor indicio de lascivia, y sin dar ninguna pista de que se lo estuviese pasando en grande con todo aquello, Eric se quitó los vaqueros. Los dejé en el porche trasero para lavarlos a la mañana siguiente, intentando no quedarme mirando boquiabierta a mi invitado, que se había quedado en unos paños menores soberbios, un minúsculo calzoncillo rojo cuya calidad elástica estaba superando una dura prueba. Otra gran sorpresa. Sólo había visto una vez a Eric en ropa interior —que ya era más de lo que debería— y por lo que recordaba era el típico chico al que le van los calzoncillos bóxer de seda. ¿Serán habituales entre los hombres estos cambios de estilo tan bruscos?

Sin alardes, y sin comentarios, el vampiro envolvió de nuevo su blanco cuerpo en la manta. Hmmm. Estaba convencida de que algo le pasaba, pues ninguna otra prueba podría habérmelo dejado más claro. Eric tenía un cuerpazo de más de un metro noventa de pura magnificencia (si bien una magnificencia blanca como el mármol) y él lo sabía.

Le señalé una de las sillas de respaldo recto que había junto a la mesa de la cocina. Obediente, tiró de ella y tomó asiento. Me agaché para depositar la cacerola en el suelo y guié con cuidado sus pies hasta el agua. Eric gruñó cuando el agua caliente entró en contacto con su piel. Me imagino que incluso un vampiro podía notar el contraste. Cogí un trapo limpio de debajo del fregadero y jabón líquido y le lavé los pies. Me tomé mi tiempo, pues mientras estuve pensando qué hacer a continuación.

—Estabas en la carretera en plena noche —observó él, tanteándome.

—Volvía a casa después de trabajar, como te darás cuenta por cómo voy vestida. —Iba con nuestro uniforme de invierno, una camiseta de cuello marinero de manga larga con el anagrama "Merlotte's Bar" bordado a la altura del pecho izquierdo y pantalón negro.

—Las mujeres no deberían andar solas a estas horas de la noche —dijo en tono de desaprobación.

—Cuéntamelo a mí.

—Bueno, las mujeres son más propensas que los hombres a verse sorprendidas por cualquier tipo de ataque, de modo que deberían andar más protegidas...

—No, no me refería a que me dieses la explicación del porqué. Me refería a que sí, a que estoy de acuerdo. No es necesario que me convenzas de nada. No me apetece en absoluto tener que trabajar hasta las tantas de la noche.

—¿Y entonces por qué lo has hecho?

—Porque necesito el dinero —le respondí, secándome la mano. Saqué del bolsillo los billetes y los dejé en la mesa mientras seguía pensando en el tema—. Tengo que mantener esta casa, un coche viejo, y que pagar los impuestos y el seguro. Como todo el mundo —añadí, por si acaso pensaba que me quejaba por quejarme. Odiaba hacerme la pobre, pero era él quien me había preguntado.

—¿No hay ningún hombre en tu familia?

De vez en cuando se les notan los años.

—Tengo un hermano. Ahora no recuerdo si has coincidido alguna vez con Jason. —Uno de los cortes de su pie izquierdo tenía especialmente mala pinta. Puse más agua caliente en el recipiente para calentar el resto. Después intenté quitar toda la suciedad. Hizo una mueca cuando pasé con delicadeza el trapito por los bordes de la herida. Los cortes más pequeños y los moratones desaparecían delante de mis propios ojos. Oí el calentador a mis espaldas, un sonido familiar que sirvió para tranquilizarme.

—¿Y te permite tu hermano que trabajes?

Intenté imaginar la cara que pondría Jason si le dijera que esperaba que me mantuviese durante el resto de mi vida porque era mujer y no debía trabajar fuera de casa.

—Oh, por el amor de Dios, Eric. —Levanté la vista para mirarlo, frunciendo el entrecejo—. Jason ya tiene bastante con sus problemas. —Como el de ser un egoísta crónico y un auténtico donjuán.

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