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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (2 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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En aquel momento Khan Kharole observaba la imagen de la nave imperial, repetida insistentemente por una docena de monitores. Esta tenía una forma rechoncha, con un gran tanque de hidrógeno como centro de su estructura. Sin adorno alguno sobre su negro casco, destacaba contra el fondo luminoso del cúmulo de estrellas. Una minada de pequeñas luces de posición parpadeaban dispersas por la curva de su casco. Se había aproximado con una elevada velocidad constante para igualar velocidades con la flotilla mediante una espectacular maniobra en la que se habían desarrollado deceleraciones (calculadas por los técnicos de la nave insignia) de hasta diez ges.

—Si pretendían impresionarme, lo han conseguido —dijo Kharole.

Observé como este comentario, pronunciado por Kharole en un tono distendido, contribuyó a relajar la tensión reinante en el puente de mando. Logrado este efecto el Simha volvió a concentrar su atención en la nave imperial, observando ansiosamente sus eyectores Yo también me volví hacia las imágenes con preocupación. Desarmada o no, ¿qué daños podría causar aquella única nave a nuestros veleros si dirigía contra nosotros sus chorros gemelos de fusión?

Contemplé la negra nave imperial dibujándose contra el llameante fondo de Akasa-puspa. Desde el Límite, Akasa-puspa era una deslumbrante esfera de puntos de luz. Las estrellas estaban muy esparcidas por su borde, densificándose en el centro hasta constituir una sola masa de luz donde no se distinguían detalles. En el hemisferio opuesto, las estrellas raleaban más y más hasta desaparecer por completo, como las pequeñas y solitarias casas que bordean una ciudad.

La nave se aproximaba deslizándose por inercia con una asombrosa facilidad. Un par de estallidos de su horno de fusión, semejantes a explosiones de nova, corrigieron los pocos grados de error para una aproximación perfecta. Alguien comentó que la Purandara, con su velamen de luz, hubiera tardado dos o tres días en ejecutar una maniobra similar.

—...increíble —musitó uno de los técnicos de radar a mi derecha. Se encontraba estudiando el gigantesco tablero de posición, un instrumento que ocupaba completamente uno de los mamparos del puente, tachonado con innumerables minúsculas luces de docenas de colores. Las luces nunca estaban fijas, cambiando constantemente en un laberinto multicolor dentro de una pauta sólo comprensible para los pocos iniciados en su uso.

Le interrogué sobre lo que opinaba de aquel artefacto de la tecnología imperial.

—Pienso que es una nave asombrosa, monseñor Kautalya —comentó mientras la observaba fijamente—. Con naves como ésas, imagínese lo que podríamos llegar a hacer nosotros.

Aquella respuesta me hizo reflexionar sobre el viejo bulo de que el Imperio era cobarde y decadente, y que por este motivo jamás reconquistaría sus territorios abandonados en aquel sector, y que nunca se enfrentaría abiertamente a la Utsarpini a pesar de poseer naves infinitamente mejores. Tal vez al Imperio le convenía que siguiéramos pensando así.

Pero, al menos, el daño que nos causarían con la pérdida de cien de nuestros veleros, sería infinitamente menor de lo que representaría para ellos la destrucción de uno solo de esos aparatos.

Y además está la tripulación. ¿Tiene alguien idea en la Utsarpini de lo que se tarda en entrenar a un especialista capaz de manejar una de esas naves?

Los hombres de la Utsarpini son, en su mayor parte, luchadores de primera clase, hombres escogidos uno a uno en los frentes de batalla, curtidos bajo el fuego enemigo en un millar de planetas. Hombres en los que la shakti fluye ricamente por sus venas, mientras especulan con tétrica indiferencia sobre sus posibilidades de sobrevivir al siguiente ataque. Nosotros podemos reclutar en las colonias a miles de jovenzuelos dispuestos a todo para escapar de su destino de destripaterrones. Pero los imperiales necesitan años para preparar una tripulación capaz de manejar una de esas naves. Son hombres demasiado valiosos para arriesgarlos locamente. Quizás es eso lo que les ha hecho ser tan cautos hasta el momento.

Pero sería un terrible error por nuestra parte confundir cautela con cobardía.

Centré mi atención en el problema más inmediato. Un pequeño transbordador había partido del hangar de la nave de fusión, y cruzaba lentamente el espacio que nos separaba. Se nos anunció que en su interior viajaba el Adhyaksa Sidartani.

Me pregunté sobre qué extraordinario acontecimiento podría justificar una actitud tal por parte de Sidartani, pues la situación no podía ser más anómala desde el punto de vista diplomático.

Por aquellos días, la situación era tensa. Nosotros hacíamos todo lo posible por mantener la alianza con la Hermandad; pero otro tanto trataba de hacer el Imperio. Creo que Su Divina Gracia tenía más interés en nosotros que en el Imperio. Pero la entrevista secreta que mantuvieron Su Divina Gracia y el adhyaksa Sidartani nos inquietó, y mucho.

Actualmente, no creo que la Hermandad quisiera abandonarnos; pero entonces la situación era muy distinta, y Kharole se enfureció. Fue cuando se produjo el penoso asunto de Krishnaloka: el arresto de Su Divina Gracia.

Kharole, que tenía un temperamento fuerte, juró que "lo fusilaría si ponía un píe fuera de su habitación". Textualmente.

Posteriormente nos reconciliamos con la Hermandad, pero el daño ya estaba hecho, y lord Sidartani había realizado una excelente siembra de cizaña...

Sin embargo, cuando Kharole contenía su fogoso temperamento, no había diplomático más suave en Akasa-puspa. Por consiguiente, dio estrictas órdenes para que la Purandara se dispusiera a recibir al adhyaksa Sidartani, subandhu del Imperio y único representante de los intereses del Trono en aquel sector, con todos los honores previstos por el Reglamento para tal circunstancia.

(Tomado de la biografía de Sanser Kautalya: MI VIDA JUNTO A LOS DOS KHA ROLE. Editorial Samskara, 4.980-dfi.)

PRIMERA PARTE
I. UTSARPINI

Para aquel que me ve en todas partes y ve todas las cosas en Mí, yo nunca estoy perdido, ni él nunca está perdido para Mí.

BHAGAVAD-GITA (6.30)

CERO

La organización social de Vaikuntha-loka

Varnas.

  1. Los VAISYAS son la clase superior. Son los propietarios de tierras e industrias, pero delegan su administración en la clase media: los karmakaras. Sus únicas funciones son la guerra y la política; y son los únicos en poseer derechos políticos (ciudadanos de pleno derecho).
  2. Los KARMAKARAS forman la clase media. Son comerciantes, técnicos, científicos, administradores, etc. Poseen plenos derechos civiles, pero los políticos están limitados a la SABHA (ciudadanos de derecho restringido). Están divididos en gremios de oficios hereditarios.
  3. Los SUDRAS son la clase inferior. Carecen totalmente de derechos, si bien la ley prohíbe matarlos sin aprobación de los Mahattaras. Viven en condiciones de semiesclavitud, siendo obreros, agricultores o servidores domésticos.

Las tres clases son hereditarias. El hijo de un SUDRA o de un KARMAKARA puede acceder a la clase inmediatamente superior tan sólo si es separado de sus padres antes de los seis meses de edad. Esto se practica si, por desastres de la guerra, el número de VAISYAS o KARMAKARAS disminuye por debajo del mínimo. Un KARMAKARA adulto puede ascender a VAISYA por méritos de guerra (pues los KARMAKARAS combaten como auxiliares a las órdenes de oficiales VAISYAS), siempre y cuando haya vacantes, y la vida privada del candidato reciba la aprobación de los kayashta. El ascenso de SUDRA a KARMAKARA es mucho más difícil, requiriendo la aprobación de la Sabha por mayoría de dos tercios, la de los MAHATTARAS por unanimidad, y un expediente limpio en la dharmamahamatra.

UNO

Jonás Chandragupta contempló el desolado paisaje del campus universitario a través de la ventana del despacho del rector.

A lo lejos la Babilonia aún humeaba. Carros de combate y zancudos phantes eran el único tráfico de la carretera (ahora destrozada por las orugas de acero) que llevaba hasta la Universidad.

En el cielo, largas estelas señalaban el descenso de los transbordadores de tropas.

Alrededor de los edificios universitarios, en lugar de los habituales grupos de estudiantes, circulaban tropas armadas. Uniformes gris-púrpura para los conquistadores de Kharole. Hábitos de cuero negro para los monjes guerreros de la orden Sikh. Todos ellos con el despliegue de armamento reglamentario: ametralladoras eléctricas, lanzallamas, morteros manuales... Un carro de combate Sikh se había dispuesto junto a la fuente del pequeño jardín central, su torreta trazaba círculos con su cañón apuntando en todas direcciones. Una solitaria cabeza, semioculta por una capucha de cuero negro, se asomaba por una escotilla; el monje estaba examinando la maleza a lo largo del camino con ayuda de unos gemelos. Desde varias troneras en el blindaje del vehículo, unos periscopios hacían lo mismo. Una ametralladora aparejada sobresalía de la proa, desviándose ocasionalmente cuando el invisible artillero le daba ligeros toques. Nadie en el campus estaría seguro si empezaba a disparar.

El joven pasó una mano temblorosa por los desordenados cabellos negros que cubrían su cabeza. Jamás se había preocupado de su aspecto ni de mantener su cuerpo en forma, o mínimamente cuidado. En su mejilla un tatuaje de dos serpientes enrollándose una sobre otra, simbolizando la doble espiral del ADN, le delataban como alguien perteneciente a la varna de los biólogos.

Se apartó de la ventana. Caminaba con torpeza; sus piernas, casi atrofiadas por la polio desde los cuatro años, estaban reforzadas por armazones de metal articulados en la rodilla. Había usado muletas hasta los veinte años. Se libró de ellas sólo gracias a un gran esfuerzo de voluntad, del que pocos le habrían creído capaz.

Una mezcla de dolor y rabia casi le hizo saltar lágrimas de los ojos. Pero aparte de depresión acarreada por su estado de ánimo y la morbosa convicción de que su destino estaba sellado, una parte de su naturaleza se alzaba y se revolvía indignada. ¿Quién se creían que eran esos militares? ¿Por qué irrumpían en un planeta perfectamente sereno y destrozaban su vida?

Budnagora Sazzi, rector de la Universidad, un cuarentón de rostro redondo e inocente, rodeó su escritorio, y avanzó a través del despacho hasta un pequeño armario que colgaba de la pared, entre fotografías de promociones pasadas, premios deportivos y banderines. Extrajo una botella ámbar.

—Guardaba este licor de Gamaloka para una ocasión especial —dijo, sirviendo dos vasos—. No era ésta precisamente en la que había pensado... pero creo que servirá. Toma, bebe. Te sentará bien, te lo aseguro.

Jonás dio un largo trago. Tosió cuando el espeso líquido le quemó la garganta.

—Y así acaban setenta años de libertad religiosa para Vaikunthaloka —dijo con amargura—. Algo único en el Akasa-puspa. Algo que no podía ser permitido. Deberíamos hacer dos montones de libros, unos para quemar, otros para guardar. Así evitaremos que metan sus patazas en la biblioteca.

—No seas tan pesimista —dijo Budnagora mirando hacia la ventana pensativo —. Tengo entendido que los oficiales de Kharole confiscan todos los libros que no les gustan a la Hermandad. Oficialmente para "que no ataquen a la Santa Religión, y al mismo tiempo preservar los conocimientos lejos de las malignas mentes de los carvaka".

Contempló su copa como si allí se hallara la clave del futuro.

—Setenta años... Tan sólo una gota en el océano, Jonás; tenemos una larga historia de resurgimientos y caídas a nuestra espalda. Esta no ha sido la primera, y tampoco será la última.

—Sí, pero, ¿qué va a suceder ahora...? —Jonás intentó que su voz no temblara. Había sido muy fácil hacerse el héroe hasta ese momento. Desafiar a la Hermandad, mientras permanecía fuera del alcance de su brazo.

Recordó el momento en que había emigrado a Vaikunthaloka, cinco años atrás. La biblioteca de la Universidad había sido un paraíso no alcanzado por la mano de la Hermandad. Había encontrado libros prohibidos que sólo conocía por vagas referencias. Conoció a gentes de mentalidad libre; gente que investigaba temas que, en otros planetas, les hubiera conducido a la cárcel o al destierro. Y se había sentido emocionado al comprender que le consideraban uno de ellos. Pero ahora...

Jonás apuró su licor, y dejó que su vista se perdiera entre los lejanos fuegos de Babilonia. En su centro se elevaba la babel, extrañamente ajena al desastre que la rodeaba. La base estaba lejos, pero la babel subía, subía, subía, hasta perderse entre las nubes, alzándose cuarenta mil kilómetros hasta un punto en órbita geosincrónica. Dado que su extremo estaba situado en el cenit, en los días claros esto daba la impresión de que la babel se curvaba como un gancho hasta acabar sobre la cabeza del observador. La parte inferior era invisible, por el polvo y la neblina atmosférica, pero la parte superior era visible en casi todo el hemisferio.

Había una en cada planeta habitable. Nadie sabía quién o qué las había construido, pero gracias a ellas la humanidad había podido escapar a la tenaza de la gravedad y colonizar Akasa-puspa. La cultura podía saltar de un planeta a otro, de una civilización a la vecina. Pero también había transportado las ansias de conquista de los tiranos, la ambición de los saqueadores de planetas, a los angriff...

Sin duda que los beneficios andaban parejos con los riesgos, pero esto era algo que uno no se detenía a considerar hasta que se veía enfrentado a ejércitos llegados de las estrellas pateando el césped de tu jardín.

DOS

Babilonia era un estándar. Cualquiera que viajara lo suficiente entre los mundos de Akasa-puspa, pronto se daría cuenta que aquella configuración urbana se repetía insistentemente en cada uno de los planetas habitados. Tierra adentro el planeta podía ser todo lo exótico que uno quisiera, pero alrededor de la base de la babel siempre florecería el mismo tipo de ciudad, superpoblada, agobiante, donde las chabolas crecían como hongos a la sombra de lujosos rascacielos.

En todas, un militar, o un marino que buscara algo de diversión, encontraría los mismos tugurios y burdeles.

Aquel sarai había sido ambas cosas, y algunas otras más. Fue construido como un hotel de lujo, para viajantes adinerados en los lejanos tiempos de un dominio imperial, pero en aquellos momentos era apenas un pálido fantasma de lo que fue en su día. La mayor parte de sus habitaciones estaban vacías, con resecas arañas colgando de sus telas sobre las ventanas y las camas. Contaba con una exigua dotación de apenas media docena de viejas prostitutas, que gozaban de cierta fama por ofrecer precios especiales a los soldados con permiso.

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